"Y recordá / la vida / no es más que estos pedazos de nosotros / compartidos con los demás"

martes, 23 de junio de 2015

ALEJO CARPENTIER Las arrugas del estilo











TALLER ALEJO CARPENTIER (1904 – 1980)

EL ADJETIVO Y SUS ARRUGAS

     Los adjetivos son las arrugas del estilo. Cuando se inscriben en la poesía, en la prosa, de modo natural, sin acudir al llamado de una costumbre, regresan a su universal depósito sin haber dejado mayores huellas en una página. Pero cuando se les hace volver a menudo, cuando se les confiere una importancia particular, cuando se les otorga dignidades y categorías, se hacen arrugas, arrugas que se ahondan cada vez más, hasta hacerse surcos anunciadores de decrepitud, para el estilo que los carga. Porque las ideas nunca envejecen, cuando son ideas verdaderas. Tampoco los sustantivos. Cuando el Dios del Génesis luego de poner luminarias en la haz del abismo, procede a la división de las aguas, este acto de dividir las aguas se hace imagen grandiosa mediante palabras concretas, que conservan todo su potencial poético desde que fueran pronunciadas por vez primera. Cuando Jeremías dice que ni puede el etíope mudar de piel, ni perder sus manchas el leopardo, acuña una de esas expresiones poético-proverbiales destinadas a viajar a través del tiempo, conservando la elocuencia de una idea concreta, servida por palabras concretas. Así el refrán, frase que expone una esencia de sabiduría popular de experiencia colectiva, elimina casi siempre el adjetivo de sus cláusulas: "Dime con quién andas...", " Tanto va el cántaro a la fuente...", " El muerto al hoyo...", etc. Y es que, por instinto, quienes elaboran una materia verbal destinada a perdurar, desconfían del adjetivo, porque cada época tiene sus adjetivos perecederos, como tiene sus modas, sus faldas largas o cortas, sus chistes o leontinas.

     El romanticismo, cuyos poetas amaban la desesperación -sincera o fingida- tuvo un riquísimo arsenal de adjetivos sugerentes, de cuanto fuera lúgubre, melancólico, sollozante, tormentoso, ululante, desolado, sombrío, medieval, crepuscular y funerario. Los simbolistas reunieron adjetivos evanescentes, grisáceos, aneblados, difusos, remotos, opalescentes, en tanto que los modernistas latinoamericanos los tuvieron helénicos, marmóreos, versallescos, ebúrneos, panidas, faunescos, samaritanos, pausados en sus giros, sollozantes en sus violonchelos, áureos en sus albas: de color absintio cuando de nepentes se trataba, mientras leve y aleve se mostraba el ala del leve abanico. Al principio de este siglo, cuando el ocultismo se puso de moda en París, Sar Paladán llenaba sus novelas de adjetivos que sugirieran lo mágico, lo caldeo, lo estelar y astral. Anatole France, en sus vidas de santos, usaba muy hábilmente la adjetivación de Jacobo de la Vorágine para darse "un tono de época". Los surrealistas fueron geniales en hallar y remozar cuanto adjetivo pudiera prestarse a especulaciones poéticas sobre lo fantasmal, alucinante, misterioso, delirante, fortuito, convulsivo y onírico. En cuanto a los existencialistas de segunda mano, prefieren los purulentos e irritantes.

     Así, los adjetivos se transforman, al cabo de muy poco tiempo, en el academismo de una tendencia literaria, de una generación. Tras de los inventores reales de una expresión, aparecen los que sólo captaron de ella las técnicas de matizar, colorear y sugerir: la tintorería del oficio. Y cuando hoy decimos que el estilo de tal autor de ayer nos resulta insoportable, no nos referimos al fondo, sino a los oropeles, lutos, amaneramientos y orfebrerías, de la adjetivación.

     Y la verdad es que todos los grandes estilos se caracterizan por una suma parquedad en el uso del adjetivo. Y cuando se valen de él, usan los adjetivos más concretos, simples, directos, definidores de calidad, consistencia, estado, materia y ánimo, tan preferidos por quienes redactaron la Biblia, como por quien escribió el Quijote.

Los textos forman parte de estudio en ejercicios de taller. -

viernes, 19 de junio de 2015

JUAN JOSÉ SAER, Otros, ellos, antes, podían










TALLER JUAN JOSÉ SAER (1937 – 2005)  
“La mayor” (Fragmento)

     “Otros, ellos, antes, podían. Mojaban, despacio, en la cocina, en el atardecer, en invierno, la galletita, sopando, y subían, después, la mano, de un solo movimiento, a la boca, mordían y dejaban, por un momento, la pasta azucarada sobre la punta de la lengua, para que subiese, desde ella, de su disolución, como un relente, el recuerdo, masticaban despacio y estaban, de golpe ahora, fuera de sí, en otro lugar, conservado mientras hubiese, en primer lugar, la lengua, la galletita, el té que humea, los años: mojaban, en la cocina, en invierno, la galletita en la taza de té, y sabían, inmediatamente, al probar, que estaban llenos, dentro de algo y trayendo, dentro, algo, que habían, en otros años, porque había años, dejado, fuera, en el mundo, algo, que se podía, de una u otra manera, por decir así, recuperar, y que había, por lo tanto, en alguna parte, lo que llamaban o lo que creían que debía ser, ¿no es cierto?, un mundo. Y yo ahora, me llevo a la boca, por segunda vez, la galletita empapada en el té y no saco, al probarla, nada, lo que se dice nada. Sopo la galletita en la taza de té, en la cocina, en invierno, y alzo, rápido, la mano, hacia la boca, dejo la pasta azucarada, tibia, en la punta de la lengua, por un momento, y empiezo a masticar, despacio, y ahora que trago, ahora que no queda ni rastro de sabor, sé, decididamente, que no saco nada, pero nada, lo que se dice nada. Ahora no hay nada, ni rastro, ni recuerdo, de sabor: nada (...). Y como si fuese posible saber, si es de verdad recuerdo, de que, nítidamente, es recuerdo: o lo que puede haber de común, por decirlo de algún modo, entre la bufanda amarilla, y el recuerdo que sube, ¿de qué mundo?, amarillo, en forma de bufanda que se extiende, ahora, de las esquinas hasta el centro. No pareciera, no, que hubiese, o que debiera haber, mejor, común a las dos manchas amarillas, la que recuerdo, la que recuerdo que recuerdo, o la que creo, más bien, al verla aparecer, recordar, que ha estado, fuera, en alguna otra parte, en otro momento, ningún puente, ninguna, por llamarla de algún modo, relación. Y de los hombres que, creo haber dicho, parecieran estar, en la semipenumbra matinal del Gran Doria, fumando, tomando un café, no sé, verdaderamente, por decirlo de algún modo, nada: no podría decir, probablemente, a esta distancia si toman, de verdad, café, o si fuman, o si son, verdaderamente, hombres, a menos que pegue, por decir así, en ese vacío, recuerdos que no son, en el fondo, recuerdos de nada, de nada en particular, y de los que no podría decirse, ni siquiera, que son verdaderamente, en el preciso sentido de la palabra, si una palabra, ha de tener, obligatoriamente, un sentido preciso, recuerdos. La taza, por otra parte, de café que, se supondría, habría estado subiendo, en ese momento, a los labios, no sería, en realidad, en el recuerdo, ninguna taza, y el café, ningún café, ninguna cantidad de líquido negro, humeante, cubierto de espuma dorada, que no ha ocupado, en ninguna parte, y nunca, ningún lugar, ni pasado, después de no haber sido tomado por nadie, amargo, indiferente, por ninguna garganta: no, no hay, en el recuerdo de ese café, ningún café, y la bufanda amarilla, de la que debiera nacer la mancha amarilla que sube, ahora, sola, del pantano, flota, desintegrándose, ¿en qué mundo, o en qué mundos?”


Los textos forman parte de estudio en ejercicios de taller.-

miércoles, 17 de junio de 2015

JUAN L. ORTÍZ Fragmentos de poemas chinos en versión de Juanele













TALLER JUAN L. ORTÍZ (1896 – 1978)

FRAGMENTOS DE POEMAS CHINOS 
EN VERSIÓN DE JUANELE ORTÍZ

“Ellos son el ayer. Y únicamente hoy,
en el aire de los llamados, hasta aquél que, se creería, aún no es,
las briznas del corazón…”
(“La nieve”, Mao-Tse Tung)

“Pero a quién le digo, a quién,
las quejas del alma, de mi alma, bajo el cielo de las lágrimas?
A quién?”
(“En todo el cielo…”, Emi-Siao)

“El sol es una ausencia, casi,
pero la campiña, todavía, no lo olvida…”
(“Algo que es un aparecido…”, Sa-Chin)


“Algunos elementos en común que presentan estas textualidades respecto de la poesía “original” de Ortiz son, por ejemplo, el uso intensivo de los puntos suspensivos, el uso de comillas para resaltar algunos “préstamos” o palabras poco usuales en el español, en general provenientes del chino o del francés, la presencia recurrente de signos de interrogación al final de los versos o frases, el uso reiterado de los modalizadores “casi” y “apenas”, el uso del condicional, las repeticiones o reafirmaciones de ciertas palabras formando suertes de letanías en algunos versos (…)”.
(Guadalupe Wernicke. En “Juan L. Ortiz: traductor de poemas chinos y poeta orientalista”).




Los textos forman parte de estudio en ejercicios de taller.- 

martes, 16 de junio de 2015

MARCEL PROUST Sale de mi taza de té













TALLER Marcel Proust (1871-1922)
En “Por el camino de Swann” 
(Fragmento)
Traducción: Pedro Salinas
  
  
     (…) Considero muy razonable la creencia céltica de que las almas de los seres perdidos están sufriendo cautiverio en el cuerpo de un ser inferior, un animal, un vegetal o una cosa inanimada; perdidas para nosotros hasta el día, que para muchos nunca llega, en que suceda que pasamos al lado del árbol, o que entramos en posesión del  objeto  que  les  sirve  de  cárcel.  Entonces  se  estremecen,  nos llaman, y en cuanto las reconocemos se rompe el maleficio. Y liberadas por nosotros, vencen a la muerte y tornan a vivir en nuestra compañía.
     Así ocurre con nuestro pasado. Es trabajo perdido el querer evocarlo, e inútiles todos los afanes de nuestra inteligencia. Ocúltase fuera de sus dominios y de su alcance, en un objeto material (en la sensación que ese objeto material nos daría) que no sospechamos. Y del azar depende que nos encontremos con ese objeto ante de que nos llegue la muerte, o que no lo encontremos nunca.
     Hacía ya muchos años que no existía para mí de Combray más que el escenario y el drama del momento de acostarme, cuando un día de invierno, al volver a casa, mi madre, viendo que yo tenía frío, me propuso que tomara, en contra de mi costumbre, una taza de té. Primero dije que no; pero luego, sin saber por qué, volví de mi acuerdo. Mandó mi madre por uno de esos bollos, cortos y abultados, que llaman magdalenas, que parece que tienen por molde una valva de concha de peregrino. Y muy pronto, abrumado por el triste día que había pasado y por la perspectiva de otro tan melancólico por venir, me llevé a los labios unas cucharadas de té en el que había echado un trozo de magdalena. Pero en el mismo instante en que aquel trago, con las miga del bollo, tocó mi paladar, me estremecí, fija mi atención en algo extraordinario que ocurría en mi interior. Un placer delicioso me invadió, me aisló, sin noción de lo que lo causaba. Y él me convirtió las vicisitudes de la vida en indiferentes, sus desastres en inofensivos y su brevedad en ilusoria, todo del mismo modo que opera el amor, llenándose de una esencia preciosa; pero, mejor dicho, esa esencia no es que estuviera en mí, es que era yo mismo. Dejé de sentirme mediocre, contingente y mortal. ¿De  dónde  podría venirme aquella alegría tan fuerte? Me daba  cuenta  de que  iba unida  al  sabor del  té y del  bollo, pero  le excedía en, mucho, y no debía de ser de la misma naturaleza. ¿De dónde venía y qué significaba? ¿Cómo llegar a aprehenderlo? Bebo un  segundo  trago,  que  no  me  dice  más  que  el  primero;  luego un tercero, que ya me dice un poco menos. Ya es hora de pararse, parece que la virtud del brebaje va aminorándose. Ya se ve claro que la verdad que yo busco no está en él, sino en mí. El brebaje la despertó, pero no sabe cuál es y lo único que puede hacer es repetir indefinidamente, pero cada vez con menos intensidad, ese testimonio que  no  sé  interpretar  y  que  quiero  volver  a  pedirle  dentro  de  un instante y encontrar intacto a mi disposición para llegar a una aclaración decisiva. Dejo la taza y me vuelvo hacia mi alma. Ella es la que tiene que dar con la verdad. ¿Pero cómo? Grave incertidumbre ésta, cuando el alma se siente superada por sí misma, cuando ella, la que busca, es juntamente el país oscuro por donde ha de buscar, sin que le sirva para nada su bagaje. ¿Buscar? No sólo buscar, crear. Se encuentra ante una cosa que todavía no existe y a la que ella sola puede dar realidad, y entrarla en el campo de su visión.
     Y otra vez me pregunto: ¿Cuál puede ser ese desconocido estado que no trae consigo ninguna prueba lógica, sino la evidencia de su felicidad, y de su realidad junto a la que se desvanecen todas las restantes realidades? Intento hacerlo aparecer de nuevo. Vuelvo con el pensamiento al instante en que tome la primera cucharada de té. Y me encuentro con el mismo estado, sin ninguna claridad nueva. Pido a mi alma un esfuerzo más; que me traiga otra vez la sensación fugitiva. Y para que nada la estorbe en ese arranque con que  va  a  probar  captarla,  aparta  de  mí  todo  obstáculo,  toda  idea extraña, y protejo mis oídos y mi atención contra los ruidos de la habitación vecina. Pero como siento que se me cansa el alma sin lograr nada, ahora la fuerzo, por el contrario, a esa distracción que antes le negaba, a pensar en otra cosa, a reponerse antes de la tentativa  suprema. Y luego, por segunda vez, hago el  vacío frente a ella, vuelvo a ponerla cara a cara con el sabor reciente del primer trago de té, y siento estremecerse en mí algo que se agita, que quiere elevarse; algo que acaba de perder ancla a una gran profundidad, no sé qué, pero que va ascendiendo lentamente; percibo la resistencia y oigo el rumor de las distancias que va atravesando.
     Indudablemente, lo que así palpita dentro de mi ser será la imagen y el recuerdo visual que, enlazado al sabor aquel, intenta seguirlo hasta llegar a mí. Pero lucha muy lejos, y muy confusamente; apenas si distingo el reflejo neutro en que se confunde el inaprensible torbellino de los colores que se agitan; pero no puedo discernir la forma, y pedirle, como a único intérprete posible, que me traduzca el testimonio de su contemporáneo, de su inseparable compañero el sabor, y que me enseñe de qué circunstancia particular y de qué época del pasado se trata.
     ¿Llegará hasta la superficie  de mi conciencia clara ese recuerdo, ese instante antiguo que la atracción de un instante idéntico ha ido a solicitar tan lejos, a conmover y alzar en el fondo de mi ser? No sé. Ya no siento nada, se ha parado, quizá desciende otra vez, quién sabe si tornará a subir desde lo hondo de su noche. Hay que volver a empezar una y diez veces, hay que inclinarse en su busca. Y a cada vez esa cobardía que  nos  aparta  de  todo  trabajo dificultoso y de toda obra importante, me aconseja que deje eso y que me beba el té pensando sencillamente en mis preocupaciones de hoy y en mis deseos de mañana, que se dejan rumiar sin esfuerzo.
     Y de pronto el recuerdo surge. Ese sabor es el que tenía el pedazo de magdalena  que  mi  tía  Leoncia me ofrecía, después de mojado en su infusión de té o de tila, los domingos por la mañana en Combray (porque los domingos yo no salía hasta la hora de misa), cuando iba a darle los buenos días a su cuarto. Ver la magdalena no me había recordado nada, antes de que la probara; quizá porque, como había visto muchas, sin comerlas, en las pastelerías, su imagen se había separado de aquellos días de Combray para enlazarse a otros más recientes; ¡quizá porque de esos recuerdos por tanto tiempo abandonados fuera de la memoria no sobrevive nada y todo se va  desagregando!; las formas  externas -también aquella tan grasamente sensual de la concha, con sus dobleces severos y devotos-, adormecidas o anuladas, habían perdido la fuerza de expansión que las empujaba hasta la conciencia. Pero cuando nada subsiste ya de un pasado antiguo, cuando han muerto los seres y se han derrumbado las cosas, solos, más  frágiles, más vivos, más inmateriales, más, persistentes y más fieles que nunca, el olor y el sabor perduran mucho más, y recuerdan, y aguardan, y esperan, sobre las ruinas de todo, y soportan sin doblegarse en su impalpable gotita el edificio enorme del recuerdo.
     En cuanto reconocí el sabor del pedazo de magdalena mojado en tila que mi tía me daba (aunque todavía no había descubierto y tardaría mucho en averiguar el por qué ese recuerdo me daba tanta dicha), la vieja casa gris con fachada a la calle, donde estaba su cuarto, vino como una decoración de teatro a ajustarse al pabelloncito del jardín que detrás de la fábrica principal se había construido para mis padres, y en donde estaba ese truncado lienzo de casa que yo únicamente recordaba hasta entonces; y con la casa vino el pueblo, desde la hora matinal hasta la vespertina y en todo tiempo, la plaza, adonde me mandaban antes de almorzar, y las calles por donde iba a hacer recados, y los caminos que seguíamos cuando hacía buen tiempo. Y como ese entretenimiento de los japoneses que meten en un cacharro de porcelana pedacitos de papel, al parecer, informes, que en cuanto se mojan empiezan a estirarse, a tomar forma, a colorearse y a distinguirse, convirtiéndose en flores, en casas, en personajes consistentes y cognoscibles, así ahora todas las flores de nuestro jardín y las del parque del señor Swann y las ninfeas del Vivonne y las buenas gentes del pueblo y sus viviendas chiquitas y la iglesia y Combray entero y sus alrededores, todo eso, pueblo y jardines, que va tomando forma y consistencia, sale de mi taza de té.


Los textos forman parte de estudio en ejercicios de taller.-

jueves, 11 de junio de 2015

DANIEL MOYANO El perro y el tiempo









TALLER DANIEL MOYANO  (Buenos Aires, 1930 - España, 1992)

EL PERRO Y EL TIEMPO

     Yo no puedo alimentar también a ese perro –dijo su tío después de mirar a Gregorio y al perro, sentados al borde de la galería. Gregorio no contestó y siguió acariciándole la cabeza. Era largo, negro, de nariz partida y orejas caídas. Cuando lo azuzaban o se interesaba por algo levantaba sólo la mitad de la oreja, la parte donde los cartílagos eran más duros, y este rasgo era lo que más le gustaba al niño.      
Hubiera esperado una discusión, un examen previo, algo que le permitiera exponer sus razones para tener al perro, pero su tío parecía haber calculado de antemano esa posibilidad, y por tanto su resolución, tan rápida, era simplemente algo que había que recordar, y tener en cuenta, sin posibilidad de modificaciones.
Además, sus palabras formaban parte de algunas de las leyes que regían la economía de la familia, compuesta por varios hijos propios y Gregorio.
Hacía dos días que lo tenía, y había logrado ocultarlo uno. Las palabras del tío no admitían otra interpretación, pero sabían que su tío luego olvidaría el asunto. Y eso parecía demostrar que la desobediencia era una posibilidad. Las palabras habían sido duras y quebraron todos sus presentimientos acerca de la posesión del animal, que había comenzado a cambiar tan dulcemente el ritmo de su vida. Eran ricos los choclos comidos por la noche, y después era hermoso acariciar al perro hasta dormirse mirando a través de la ventana el cielo estrellado y el aire serenísimo, como si a través de esa tranquilidad cayese silenciosamente la escarcha que al día siguiente aparecía en los baldes, en la tina, en los charcos de la calle. Y ahora esas dos cosas debían modificarse, separarse, a causa del tío, porque su tío significaba choclos, la posibilidad de comerlos al calor naciente de la cama, y el perro, y el calor y la presencia del perro, que debía ir todo unido a aquella sensación, habían sido negados por su tío con esas palabras tan rápidas y decididas. Y lo peor de todo era que él consideraba justa esa decisión. Podía recordar palabras suyas, dichas muchas veces cuando discutían con la tía sobre el sueldo, la luz, el alquiler, el carbón: “Son muchas bocas y yo no puedo más, esto me está volviendo loco; y todavía uno más”. Sabía que su tío trabajaba todo el día y que el sueldo no alcanzaba, pero hasta allí solamente llegaba el entendimiento. Su tía, que solía llorar a solas, velaba para que aquello que él no alcanzaba a entender pudiese ser explicado de algún modo: racionaba estrictamente los alimentos, había decidido que nadie comiese fuera de las horas establecidas, vigilaba para que el carbón no se consumiera inútilmente. Y puede decirse que él entendía a medias al ver a su tía por las noches, cuando el tío se acostaba, echar agua con la pava sobre las brasas.
Cuatro cuadras hacia el sur, donde el pueblo terminaba, vendían choclos a buen precio en un ranchito que en el verano apenas se distinguía a causa del maizal. Cuando su tía lo descubrió fue un día de gran alegría para todos. Ella y los chicos fueron a comprar. Él llevaba la bolsa y después entre todos ayudaron a juntar. Le gustó el ruido de los choclos al ser arrancados de las plantas y el jugo dulce que caía de los extremos. Su tía conversó un rato con la vieja que se los vendió. Una mujer más vieja que parecía dormitar junto a una pared, cerca del brasero de lata, le dio un mate a su tía y ella lo tomó con alegría. Hablaron de varias cosas, pagaron y salieron con la bolsa llena. Los chicos saltaban sobre la tierra removida y su tía no los retó ni les dijo nada. Estaba cayendo el sol y había sido realmente un día hermoso. “Los comeremos asados”, dijo su tía cuando llegaron a la casa invadida por un silencio que era oscuridad a la vez y olor a polvo en los rincones. Ellos trajeron leña del fondo y su tía encendió el fuego. Pelaron los choclos y después los oyeron crepitar sobre las brasas. La tía los repartía a medida que se asaban. Una mitad para cada uno, para que puedan ir comiendo de dos en dos. Todos tenían urgencias, pero algunos prefirieron esperar los últimos, que por decisión de la tía serían los más grandes. “El que espera, come lo mejor”, estableció. Unos exigieron ser los primeros, otros aceptaron la espera.
El comer choclos por la noche se convirtió en una costumbre. Cada uno recibía el suyo y se iba a la cama. De tal manera pues, hubiera sido muy lindo llevarse el choclo casi humeante a la cama, y acostarse junto al perro, que dormía con dos niños más en una cama grande que había sido de los tíos, pero sucedía que cuando Gregorio recurría en su memoria al calor del perro, ya no había choclos y había aparecido la escarcha. De modo que la disociación de estos dos elementos gratos en su memoria no se debía solamente a las palabras de su tío sino a los misterios del tiempo.
Todo aquello había sucedido hacía mucho tiempo, y ahora el perro, llamado Flecha por decisión unánime, lograba permanecer, nadie sabe cómo, pese a que su tío dijera algunas veces, discutiendo con su tía: “Yo no puedo más, estoy viejo ya, no puedo pasarme la vida alimentando chicos”.
Una de las vicisitudes duras para Gregorio fue cuando su tío ordenó que llevaran el perro al circo, donde compraban animales viejos e inútiles para alimentar a las fieras. Gregorio había llorado y su tía le dijo, después de alguna vacilación, que podía desobedecer y quedarse otra vez con el perro, siempre que lo escondiese en el cuarto vacío del fondo durante el poco tiempo que el tío permanecía en la casa. Aquella vez, mientras comían, Flecha salió del cuarto por una abertura en la puerta donde faltaba un vidrio. Su tío lo vio y no dijo nada, aunque lo creyera ya en el circo. El perro alzó las patas y las apoyó en la mesa, frente al tío, y siguió atentamente los movimientos de las manos de éste llevando los alimentos a la boca. Pero el tío no dijo nada, ni entonces ni después, mientras el perro movía la cola, pero con la cara como vuelta hacia un costado, como si lo mirase con el rabillo del ojo. Después llevó un bocado de pan a la boca y siguió mirando el plato. Acabada la comida, su tío se levantó y dijo: “Hagan lo que quieran; yo ya no puedo decir nada”. La tía inició la sonrisa general que la frase produjo. Las manos de los chicos buscaron restos de comida para darle, pero la tía dijo entonces: “Un momento; le vamos a dar lo que corresponda”. Alzó de la mesa dos o tres cáscaras de zapallo, que Flecha comió con avidez. En eso pasó el tío, que envejecía y caminaba como arrastrándose, y dijo sin mirar a nadie pero dirigiéndose sin duda a Gregorio: “Pero vos le vas a dar de comer, en adelante, de la parte tuya”. Él no respondió porque estaba sintiendo que ahora Flecha era una propiedad suya, de la que no podrían despojarlo jamás.
Aquel año los choclos subieron de precio y su tía tuvo que excluirlos. Pero hacia el invierno, la posesión de Flecha significó disponer de algo que uno quería y que estaba fuera de las limitaciones impuestas por los cálculos y demás cosas incomprensibles. El perro, estirado, era en verdad más largo que Gregorio. Uno de los chicos que dormían con Gregorio fue obligado a dormir hacia los pies de la cama. Gregorio y el otro compartían la cabecera con el perro en el medio. Pero algunas veces Flecha amanecía acurrucado en la parte de los pies, y en esos casos el beneficiado con su calor, según lo que habían convenido, tenía que alimentar al perro durante todo ese día con parte de su ración.
Con el perro y la idea de los choclos la existencia era casi perfecta. Pero de eso también hacía mucho tiempo y las cosas habían cambiado.
Flecha había engordado y formaba parte de la familia. Y hacia entonces sucedió lo peor. A él no le gustó la idea, pero había partido de su tío y, lógicamente, nadie podía cambiar sus propósitos. Fue un domingo, el tío llegó al mediodía, y nadie hasta entonces se había dado cuenta de que había salido por la mañana muy temprano. Traía una jaula grande. Dentro de ella había cinco gallinas. Todos se alegraron y rieron como aquella vez que trajeron la bolsa de choclos. Su tío abrió la jaula, y después de mostrársela a todos a hurtadillas, dejó que las gallinas saltaran y corrieran libremente por el patio. “Cierren la puerta de calle”, gritó su tía, y después le dijo al tío que no debió dejarlas correr libremente sin antes cortarles las alas. Nadie se acordó del perro, salvo Gregorio, y emplearon la siesta en construir, en el fondo, un gallinero. Su tío mismo dirigió las tareas. Cuando terminaron, su tía se puso a cebar mate y en un momento dado alguien dijo: “¿y Flecha?” Gregorio sintió la mirada de su tío, que en ese momento estaba con el mate en la mano, por chupar la bombilla; pero dejó de hacerlo para mirarlo. “No le hará nada a las gallinas”, dijo él. Y su tía le dijo entonces que si le hacía algo, ella no vacilaría en elegir entre el perro y las gallinas. Después olvidaron a Flecha, y su tía dijo que en poco tiempo las gallinas pondrían, y entonces iban a poder comer huevos antes de acostarse, y que los huevos irían en sustitución de los choclos. Pero a Gregorio no le pareció una idea muy agradable, porque el perro, desde ahora, se desmerecía ante todos.
Y después pudo contar con tristeza que él también lo había visto. Lo vio cuando llevaba el huevo en la boca. Una lástima que su tía alcanzara a verlo también y gritara de esa manera. Flecha soltó el huevo, que se rompió. La fisonomía de su tía cambió totalmente, y también sus palabras y su manera de decir las cosas. “Es un perro huevero; yo sabía que era un perro huevero”. Su tío no dijo nada, pero su mirada fue una confirmación de lo que opinaba la tía. Debían deshacerse del perro. Gregorio también comprendió que aquello era una cosa ineludible y que toda resistencia era inútil esta vez. Todo se hizo rápidamente. Él no supo nunca en qué momento su tía se puso en contacto con un viejo que tenía muchos perros y que vivía más allá del rancho de la vieja de los choclos. A la hora prevista y desconocida por él, el viejo llamó a la puerta. Venía solo. Su rostro era venerable. Los ojos limpísimos. Él mismo tuvo que ayudar para tomar al perro y atarle una cuerda al cuello. El viejo, que miraba desde la puerta de calle, no pronunció ni una sola palabra, ni antes ni después. Los chicos miraban en silencio. Su tío no estaba. Cuando le dio el último abrazo, hacía rato que estaba llorando, pero parecía que lo advertía ahora. Después, él y varios de sus primos se pararon en medio de la calle. El viejo tiraba de la cuerda y el perro marchaba resistiéndose. De vez en cuando se daba vuelta y levantaba la mitad de las orejas, hasta donde los cartílagos eran duros. Al rato se veía que volvía la cabeza, pero las orejas ya no se distinguían. El viejo no se dio vuelta en ningún momento. Cuando dobló, allá lejos, sólo quedaba uno de sus primos junto a él; los otros habían entrado. Cuando él también entró, vio que estaban recortando figuritas de un diario viejo, con una tijera, en la galería.
Hacia el invierno Gregorio estuvo enfermo varios días, y una noche la tía le llevó a la cama un huevo pasado por agua y se lo dio en cucharitas. Él sintió entonces que el perro pertenecía al orden de las cosas incomprensibles.
Después volvieron el sol fuerte y los días claros, y Flecha era apenas una cosa en la memoria. Y pasó mucho tiempo y esa cosa en la memoria persistía, porque estaba unida a muchas otras, indisolubles. Y sobre todo ese día, que había vuelto a ver al viejo. El hermano de su tío, que había venido en un camioncito desde el pueblo vecino y que reía estrepitosamente ante cualquier cosa que le contasen, les dijo de pronto que subieran a dar una vuelta por allí. Gregorio se sentó en una de las barandas de la carrocería, y a medida que el vehículo andaba por el campo reseco sentía el aire en las mejillas. “Derecho por acá y después doblamos en la curva del camino”, le había dicho al hermano de su tío. Estaba seguro de que nadie pensaba en el perro, que por ese camino vivía el viejo que se lo había llevado. Pero uno de sus primos, en cuclillas, le dijo de pronto que a lo mejor podían ver a Flecha. “Cierto”, dijo él, como si no hubiera estado pensando en eso. Habían recorrido un buen trecho después de la curva, y pasado por el rancho de la vieja de los choclos, y estaban lejos, en lugares adonde jamás habían llegado. El hermano de su tío sacó la cabeza por la ventanilla y el viento le levantó el ala de su sombrero. Le habló a él, pero no pudo entender nada porque el viento era fuerte. Sabía que le preguntaba adónde quedaba el lugar que le había dicho.
Y anduvieron como media hora, y el lugar que él suponía no apareció. El camioncito paró y el hermano de su tío sacó otra vez la cabeza. “Nunca vi ninguna casa por aquí; más allá no hay nada”, dijo.
Después volvieron y él intentó explicarse el hecho. En un momento creyó que este misterio pertenecía al orden del tiempo, esa cosa improbable y lejana. Sin embargo, desde que su tío dijo que no podía alimentar también a ese perro hasta que el hermano sacó la cabeza por la ventanilla, para explicar algo inaudible a causa del viento, apenas había habido algunas modificaciones en las hojas de los árboles, en los pajonales circundantes. Por fuera, el mundo había avanzado muy poco. A él, en cambio, le parecía haber retrocedido.
La inexistencia súbita de la casa del viejo no tenía explicaciones. Quedaba la posibilidad de imaginar las cosas, y sólo dos le parecieron congruentes: o el viejo, en alguna parte, había protegido al perro, junto con los otros; o todos habían ido a parar al circo.
Flecha entró entonces en el orden de las cosas que no comprendía, y allí permanecería, con otros tantos misterios, por lo menos hasta que él creciera. Pero crecer, lo sabía, pertenecía al tiempo. Y el tiempo siempre había sido para él una cosa improbable y lejana.



Los textos forman parte de estudio en ejercicios de taller.-

lunes, 8 de junio de 2015

HORACIO QUIROGA La gallina degollada







TALLER HORACIO QUIROGA (1879-1937)
LA GALLINA DEGOLLADA

   Todo el día, sentados en el patio, en un banco estaban los cuatro hijos idiotas del matrimonio Mazzini-Ferraz. Tenían la lengua entre los labios, los ojos estúpidos, y volvían la cabeza con la boca abierta.
   El patio era de tierra, cerrado al oeste por un cerco de ladrillos. El banco quedaba paralelo a él, a cinco metros, y allí se mantenían inmóviles, fijos los ojos en los ladrillos. Como el sol se ocultaba tras el cerco, al declinar los idiotas tenían fiesta. La luz enceguecedora llamaba su atención al principio, poco a poco sus ojos se animaban; se reían al fin estrepitosamente, congestionados por la misma hilaridad ansiosa, mirando el sol con alegría bestial, como si fuera comida.
   Otras veces, alineados en el banco, zumbaban horas enteras, imitando al tranvía eléctrico. Los ruidos fuertes sacudían asimismo su inercia, y corrían entonces, mordiéndose la lengua y mugiendo, alrededor del patio. Pero casi siempre estaban apagados en un sombrío letargo de idiotismo, y pasaban todo el día sentados en su banco, con las piernas colgantes y quietas, empapando de glutinosa saliva el pantalón.
   El mayor tenía doce años y el menor, ocho. En todo su aspecto sucio y desvalido se notaba la falta absoluta de un poco de cuidado maternal.
   Esos cuatro idiotas, sin embargo, habían sido un día el encanto de sus padres. A los tres meses de casados, Mazzini y Berta orientaron su estrecho amor de marido y mujer, y mujer y marido, hacia un porvenir mucho más vital: un hijo. ¿Qué mayor dicha para dos enamorados que esa honrada consagración de su cariño, libertado ya del vil egoísmo de un mutuo amor sin fin ninguno y, lo que es peor para el amor mismo, sin esperanzas posibles de renovación?
   Así lo sintieron Mazzini y Berta, y cuando el hijo llegó, a los catorce meses de matrimonio, creyeron cumplida su felicidad. La criatura creció bella y radiante, hasta que tuvo año y medio. Pero en el vigésimo mes sacudiéronlo una noche convulsiones terribles, y a la mañana siguiente no conocía más a sus padres. El médico lo examinó con esa atención profesional que está visiblemente buscando las causas del mal en las enfermedades de los padres.
   Después de algunos días los miembros paralizados recobraron el movimiento; pero la inteligencia, el alma, aun el instinto, se habían ido del todo; había quedado profundamente idiota, baboso, colgante, muerto para siempre sobre las rodillas de su madre.
—¡Hijo, mi hijo querido! —sollozaba ésta, sobre aquella espantosa ruina de su primogénito.
   El padre, desolado, acompañó al médico afuera.
—A usted se le puede decir: creo que es un caso perdido. Podrá mejorar, educarse en todo lo que le permita su idiotismo, pero no más allá.
—¡Sí!... ¡Sí! —asentía Mazzini—. Pero dígame: ¿Usted cree que es herencia, que...?
—En cuanto a la herencia paterna, ya le dije lo que creía cuando vi a su hijo. Respecto a la madre, hay allí un pulmón que no sopla bien. No veo nada más, pero hay un soplo un poco rudo. Hágala examinar detenidamente.
   Con el alma destrozada de remordimiento, Mazzini redobló el amor a su hijo, el pequeño idiota que pagaba los excesos del abuelo. Tuvo asimismo que consolar, sostener sin tregua a Berta, herida en lo más profundo por aquel fracaso de su joven maternidad.
   Como es natural, el matrimonio puso todo su amor en la esperanza de otro hijo. Nació éste, y su salud y limpidez de risa reencendieron el porvenir extinguido. Pero a los dieciocho meses las convulsiones del primogénito se repetían, y al día siguiente el segundo hijo amanecía idiota.
   Esta vez los padres cayeron en honda desesperación. ¡Luego su sangre, su amor estaban malditos! ¡Su amor, sobre todo! Veintiocho años él, veintidós ella, y toda su apasionada ternura no alcanzaba a crear un átomo de vida normal. Ya no pedían más belleza e inteligencia como en el primogénito; ¡pero un hijo, un hijo como todos!
   Del nuevo desastre brotaron nuevas llamaradas del dolorido amor, un loco anhelo de redimir de una vez para siempre la santidad de su ternura. Sobrevinieron mellizos, y punto por punto repitióse el proceso de los dos mayores.
   Mas por encima de su inmensa amargura quedaba a Mazzini y Berta gran compasión por sus cuatro hijos. Hubo que arrancar del limbo de la más honda animalidad, no ya sus almas, sino el instinto mismo, abolido. No sabían deglutir, cambiar de sitio, ni aun sentarse. Aprendieron al fin a caminar, pero chocaban contra todo, por no darse cuenta de los obstáculos. Cuando los lavaban mugían hasta inyectarse de sangre el rostro. Animábanse sólo al comer, o cuando veían colores brillantes u oían truenos. Se reían entonces, echando afuera lengua y ríos de baba, radiantes de frenesí bestial. Tenían, en cambio, cierta facultad imitativa; pero no se pudo obtener nada más.
   Con los mellizos pareció haber concluido la aterradora descendencia. Pero pasados tres años desearon de nuevo ardientemente otro hijo, confiando en que el largo tiempo transcurrido hubiera aplacado a la fatalidad.
   No satisfacían sus esperanzas. Y en ese ardiente anhelo que se exasperaba en razón de su infructuosidad, se agriaron. Hasta ese momento cada cual había tomado sobre sí la parte que le correspondía en la miseria de sus hijos; pero la desesperanza de redención ante las cuatro bestias que habían nacido de ellos echó afuera esa imperiosa necesidad de culpar a los otros, que es patrimonio específico de los corazones inferiores.
   Iniciáronse con el cambio de pronombre: tus hijos. Y como a más del insulto había la insidia, la atmósfera se cargaba.
—Me parece —díjole una noche Mazzini, que acababa de entrar y se lavaba las manos—que podrías tener más limpios a los muchachos.
   Berta continuó leyendo como si no hubiera oído.
—Es la primera vez —repuso al rato— que te veo inquietarte por el estado de tus hijos.
   Mazzini volvió un poco la cara a ella con una sonrisa forzada:
—De nuestros hijos, ¿me parece?
—Bueno, de nuestros hijos. ¿Te gusta así? —alzó ella los ojos.
   Esta vez Mazzini se expresó claramente:
—¿Creo que no vas a decir que yo tenga la culpa, no?
—¡Ah, no! —se sonrió Berta, muy pálida— ¡pero yo tampoco, supongo!... ¡No faltaba más!... —murmuró.
—¿Qué no faltaba más?
—¡Que si alguien tiene la culpa, no soy yo, entiéndelo bien! Eso es lo que te quería decir.
Su marido la miró un momento, con brutal deseo de insultarla.
—¡Dejemos! —articuló, secándose por fin las manos.
—Como quieras; pero si quieres decir...
—¡Berta!
—¡Como quieras!
   Éste fue el primer choque y le sucedieron otros. Pero en las inevitables reconciliaciones, sus almas se unían con doble arrebato y locura por otro hijo.
   Nació así una niña. Vivieron dos años con la angustia a flor de alma, esperando siempre otro desastre. Nada acaeció, sin embargo, y los padres pusieron en ella toda su complaciencia, que la pequeña llevaba a los más extremos límites del mimo y la mala crianza.
   Si aún en los últimos tiempos Berta cuidaba siempre de sus hijos, al nacer Bertita olvidóse casi del todo de los otros. Su solo recuerdo la horrorizaba, como algo atroz que la hubieran obligado a cometer.
A Mazzini, bien que en menor grado, pasábale lo mismo. No por eso la paz había llegado a sus almas. La menor indisposición de su hija echaba ahora afuera, con el terror de perderla, los rencores de su descendencia podrida. Habían acumulado hiel sobrado tiempo para que el vaso no quedara distendido, y al menor contacto el veneno se vertía afuera. Desde el primer disgusto emponzoñado habíanse perdido el respeto; y si hay algo a que el hombre se siente arrastrado con cruel fruición es, cuando ya se comenzó, a humillar del todo a una persona. Antes se contenían por la mutua falta de éxito; ahora que éste había llegado, cada cual, atribuyéndolo a sí mismo, sentía mayor la infamia de los cuatro engendros que el otro habíale forzado a crear.
   Con estos sentimientos, no hubo ya para los cuatro hijos mayores afecto posible. La sirvienta los vestía, les daba de comer, los acostaba, con visible brutalidad. No los lavaban casi nunca. Pasaban todo el día sentados frente al cerco, abandonados de toda remota caricia. De este modo Bertita cumplió cuatro años, y esa noche, resultado de las golosinas que era a los padres absolutamente imposible negarle, la criatura tuvo algún escalofrío y fiebre. Y el temor a verla morir o quedar idiota, tornó a reabrir la eterna llaga.
   Hacía tres horas que no hablaban, y el motivo fue, como casi siempre, los fuertes pasos de Mazzini.
—¡Mi Dios! ¿No puedes caminar más despacio? ¿Cuántas veces...?
—Bueno, es que me olvido; ¡se acabó! No lo hago a propósito.

   Ella se sonrió, desdeñosa: —¡No, no te creo tanto!
—Ni yo jamás te hubiera creído tanto a ti... ¡tisiquilla!
—¡Qué! ¿Qué dijiste?...
—¡Nada!
—¡Sí, te oí algo! Mira: ¡no sé lo que dijiste; pero te juro que prefiero cualquier cosa a tener un padre como el que has tenido tú!
   Mazzini se puso pálido.
—¡Al fin! —murmuró con los dientes apretados—. ¡Al fin, víbora, has dicho lo que querías!
—¡Sí, víbora, sí! Pero yo he tenido padres sanos, ¿oyes?, ¡sanos! ¡Mi padre no ha muerto de delirio! ¡Yo hubiera tenido hijos como los de todo el mundo! ¡Esos son hijos tuyos, los cuatro tuyos!
Mazzini explotó a su vez.
—¡Víbora tísica! ¡eso es lo que te dije, lo que te quiero decir! ¡Pregúntale, pregúntale al médico quién tiene la mayor culpa de la meningitis de tus hijos: mi padre o tu pulmón picado, víbora!
Continuaron cada vez con mayor violencia, hasta que un gemido de Bertita selló instantáneamente sus bocas. A la una de la mañana la ligera indigestión había desaparecido, y como pasa fatalmente con todos los matrimonios jóvenes que se han amado intensamente una vez siquiera, la reconciliación llegó, tanto más efusiva cuanto infames fueran los agravios.
   Amaneció un espléndido día, y mientras Berta se levantaba escupió sangre. Las emociones y mala noche pasada tenían, sin duda, gran culpa. Mazzini la retuvo abrazada largo rato, y ella lloró desesperadamente, pero sin que ninguno se atreviera a decir una palabra.
   A las diez decidieron salir, después de almorzar. Como apenas tenían tiempo, ordenaron a la sirvienta que matara una gallina.
   El día radiante había arrancado a los idiotas de su banco. De modo que mientras la sirvienta degollaba en la cocina al animal, desangrándolo con parsimonia (Berta había aprendido de su madre este buen modo de conservar la frescura de la carne), creyó sentir algo como respiración tras ella.      Volvióse, y vio a los cuatro idiotas, con los hombros pegados uno a otro, mirando estupefactos la operación... Rojo... rojo...
—¡Señora! Los niños están aquí, en la cocina.
   Berta llegó; no quería que jamás pisaran allí. ¡Y ni aun en esas horas de pleno perdón, olvido y felicidad reconquistada, podía evitarse esa horrible visión! Porque, naturalmente, cuando más intensos eran los raptos de amor a su marido e hija, más irritado era su humor con los monstruos.
—¡Que salgan, María! ¡Échelos! ¡Échelos, le digo!
   Las cuatro pobres bestias, sacudidas, brutalmente empujadas, fueron a dar a su banco.
   Después de almorzar salieron todos. La sirvienta fue a Buenos Aires y el matrimonio a pasear por las quintas. Al bajar el sol volvieron; pero Berta quiso saludar un momento a sus vecinas de enfrente. Su hija escapóse enseguida a casa.
   Entretanto los idiotas no se habían movido en todo el día de su banco. El sol había traspuesto ya el cerco, comenzaba a hundirse, y ellos continuaban mirando los ladrillos, más inertes que nunca.
   De pronto algo se interpuso entre su mirada y el cerco. Su hermana, cansada de cinco horas paternales, quería observar por su cuenta. Detenida al pie del cerco, miraba pensativa la cresta. Quería trepar, eso no ofrecía duda. Al fin decidióse por una silla desfondada, pero aun no alcanzaba. Recurrió entonces a un cajón de kerosene, y su instinto topográfico hízole colocar vertical el mueble, con lo cual triunfó.
   Los cuatro idiotas, la mirada indiferente, vieron cómo su hermana lograba pacientemente dominar el equilibrio, y cómo en puntas de pie apoyaba la garganta sobre la cresta del cerco, entre sus manos tirantes. Viéronla mirar a todos lados, y buscar apoyo con el pie para alzarse más.
   Pero la mirada de los idiotas se había animado; una misma luz insistente estaba fija en sus pupilas. No apartaban los ojos de su hermana mientras creciente sensación de gula bestial iba cambiando cada línea de sus rostros. Lentamente avanzaron hacia el cerco. La pequeña, que habiendo logrado calzar el pie iba ya a montar a horcajadas y a caerse del otro lado, seguramente sintióse cogida de la pierna. Debajo de ella, los ocho ojos clavados en los suyos le dieron miedo.
—¡Soltáme! ¡Déjame! —gritó sacudiendo la pierna. Pero fue atraída.
—¡Mamá! ¡Ay, mamá! ¡Mamá, papá! —lloró imperiosamente. Trató aún de sujetarse del borde, pero sintióse arrancada y cayó.
—Mamá, ¡ay! Ma... —No pudo gritar más. Uno de ellos le apretó el cuello, apartando los bucles como si fueran plumas, y los otros la arrastraron de una sola pierna hasta la cocina, donde esa mañana se había desangrado a la gallina, bien sujeta, arrancándole la vida segundo por segundo.
Mazzini, en la casa de enfrente, creyó oír la voz de su hija.
—Me parece que te llama—le dijo a Berta.
   Prestaron oído, inquietos, pero no oyeron más. Con todo, un momento después se despidieron, y mientras Berta iba dejar su sombrero, Mazzini avanzó en el patio.
—¡Bertita!
Nadie respondió.
—¡Bertita! —alzó más la voz, ya alterada.
   Y el silencio fue tan fúnebre para su corazón siempre aterrado, que la espalda se le heló de horrible presentimiento.
—¡Mi hija, mi hija! —corrió ya desesperado hacia el fondo. Pero al pasar frente a la cocina vio en el piso un mar de sangre. Empujó violentamente la puerta entornada, y lanzó un grito de horror.
Berta, que ya se había lanzado corriendo a su vez al oír el angustioso llamado del padre, oyó el grito y respondió con otro. Pero al precipitarse en la cocina, Mazzini, lívido como la muerte, se interpuso, conteniéndola:
—¡No entres! ¡No entres!
Berta alcanzó a ver el piso inundado de sangre. Sólo pudo echar sus brazos sobre la cabeza y hundirse a lo largo de él con un ronco suspiro.


Cuentos de amor de locura y de muerte, 1917.


Los textos forman parte de estudio en ejercicios de taller.-