TALLER DALMIRO SÁENZ
(Buenos
Aires, 13 de junio de 1926 – 11 de septiembre de 2016)
MARÍA LA RUBIA
Esa que está ahí, la que se ríe en este
momento, y apoya la palma de la mano sobre su cadera como si acariciara el anca
de un animal querido; ésa que mira a los hombres desde el extremo del salón grande,
sabiendo que en cualquier momento alguno de ellos le hará una seña con la
cabeza y que juntos se introducirán en uno de los cuartos del prostíbulo; ésa
que asienta sus cuarenta y tres años de vida sobre sus zapatos violeta que
apenas sobresalen de los bordes del vestido largo, pero que al moverse se
abrirá bastante dejando ver no solo la pulsera plateada del tobillo, sino mucho
más arriba, hasta casi la mitad de sus muslos redondos; esa mujer es María la
Rubia, la prostituta más cotizada de Comodoro Rivadavia.
La conocen todos, prácticamente
todos los obreros de Y.P.F. que traen el frío de muchos inviernos en sus
articulaciones duras; los que hacen los pozos, los hombres de las torres, los
tractoristas, los mecánicos, los que manejan los camiones de los equipos de
exploración, los que en un momento dado frotarán sus manos en el manojo de
estopa y desgrasarán con prolijidad la superficie curtida y el nacimiento de
sus antebrazos hasta el mismo límite que le impone la manga del overol o de la
camiseta blanca, y que luego tirarán la estopa, como un símbolo de trabajo
terminado, y encauzarán sus pensamientos hacia sus proyectos de fin de semana,
en donde seguramente estará incluida la casi obligatoria visita al prostíbulo.
La conocen los peones de las estancias vecinas, los de las frentes blancas por
muchos soles que no atravesaron el grosor de las gorras o de los sombreros con
barbijo, los que bajan al pueblo muy de tanto en tanto, con sus botas lustradas
y su saco de cuero, y que se paran en las esquinas o caminan despacio con
recelosa prudencia, como si llevaran de la mano el bozal y el cabresto y se
acercaran a un caballo arisco en el corral de la estancia. La conocen los
empleados de la calle San Martín, los que se inclinan sobre el mostrador de la Anónima,
o de Argensud, o de Selecta, o de Picón, y anotan las boletas de las
mercaderías vendidas y que conocen al cincuenta por ciento de los clientes por
sus apellidos y aun por sus nombres, y que al final de ese día, en el
rapidísimo desbande de las siete de la tarde, dirigirán sus pasos hacia las
paredes y el techo bajo el cual estarán sus padres o sus hermanos o la mujer
que lleva su apellido y que tal vez pregunte: "¿Salís esta noche?", y
a quien ellos contestarán: "No sé, puede ser que vaya un rato al
café", sabiendo perfectamente que no lo harán, porque ya desde hacía unas
horas atrás las caderas de la chica de la caja o las piernas de alguna cuenta
en las medias que tal vez él mismo había vendido habrían encauzado sus
pensamientos hacia la “casa grande" de la calle Belgrano. La conocen
todos, prácticamente todos, incluso yo que soy su hijo.
Anoche lo supe, bastante después de
la pelea, cuando yo y él nos levantamos del suelo. Supe que mi madre es una
prostituta, que es distinta a las madres o a las hermanas o las hijas de
ustedes, porque ella se acuesta con él hombre que paga los cuarenta pesos que
estipula la casa y no con aquel que lo dará cierta seguridad de recibir esos
cuarenta o una cantidad equivalente para el resto de sus días.
Siempre me había intrigado la
negativa de ella. Me acuerdo de una vez que, un poco borracho había cruzado yo
el salón y tomándola de un brazo le dije:
–Vení.
Ella me había mirado un poco a los ojos y
creo que vi el "No" antes de que lo pronunciara aunque no sé si llegó
a decirlo, porque el sonido de mi trompada fue lo único que se oyó y su mano
subió hasta la cara tapando el hilo de sangre que le corría por la ceja. Su
mirada marrón y su silencio, y luego mi voz gritándole:
–Puta de mierda, ¿por qué carajo no
querés acostarte conmigo?
Ella se fue del cuarto como hace
muchos años se había ido de mi vida, seguramente sin llorar, pero con la misma
decisión y firmeza con que le había dicho que no a la partera del pueblo cuando
ésta le insistía: "Mirá, querida, que es muy sencillo; lo papás cuando
podés; no es más que un pinchazo y dejar que entre el aire, ¿qué vas a hacer
vos con una criatura? ¿Cuántos años tenés?"
"Dieciocho años" tendría que
haber contestado; pero no lo hizo, sino que se fue conmigo en sus entrañas, a
ver al hombre que fue mi padre y al que no encontró porque hacía días que se
había ido para el lado del Senguer con una tropa de capones camino hacia Chile.
Ella no lo supo hasta mucho más tarde, pocos días antes del parto, cuando llegó
el huaso Silveira tambaleándose desde la inseguridad de sus botas de taco alto
y apretando su dolor entre las costillas golpeadas y repitiendo constante:
"Harto abusivos estuvieron, harto abusivos", y al preguntarle por mi
padre había contestado cómo había muerto, a pocos metros del carabinero, con la
bala que había entrado por su pecho y salido por la espalda y la mano sobre el
cabo del cuchillo que no había tenido ni tiempo de sacar.
Todo eso lo supe por mi abuela, con
la que me crié. Lo supe ayer, cuando volvía del prostíbulo, después de
tambalear mi asco por las calles oscuras y de vomitar dos veces en la puerta de
casa y de hincarme a los pies de la cama y de preguntar llorando: "¿Es mi
madre, no es cierto que es mi madre?"
Ella me lo había dicho ignorando
todavía lo que había pasado. Me contó de ese día en que se enteró por el huaso
Silveira de la muerte de su hijo, y cuando días más tarde llegó aquella chica
de dieciocho años, con su pollera tirante y los dolores del parto inminente, yo
nací a la noche en la cocina y mi llanto resonó en la miseria de esa casa en
donde mi madre nunca más entraría, porque desapareció al día siguiente, y no
volvió más que una vez, con el pelo ya teñido y el sobre con la quincena, y
hablaron mi abuela y ella en la puerta de calle.
No entró, porque el cuerpo de mi
abuela obstruía la puerta; pero estoy seguro de que había mirado hacia el
interior de la casa, tratando de ver el cajón que me servía de cuna, con esa
misma mirada que años después, en el salón grande del prostíbulo, se cruzaba
constantemente con la mía; esa misma mirada que la primera vez había dicho que
no a mis todavía tímidos dieciocho años y que yo acaté dócilmente, sin saber
por qué, y me fui a acostar con otra mujer; pero pensando todo el tiempo en
esos ojos marrones, que yo en esa época no había notado eran idénticos a los
míos.
Los años pasaron y mis dieciocho
años fueron diecinueve y después, veinte y veintiuno y veintidós; en esos años
la vida es lo único que importa en nuestra vida, yo lo sé, porque ayer vomité
lo que quedaba de mi vida y hoy me doy cuenta de que, sin la vida, ni siquiera
la muerte puede solucionar la ausencia de la vida.
Varias veces me había pasado lo
mismo. Yo entraba al salón grande y nos veíamos a través de la gente. Yo me
miraba a mí mismo en la ternura de sus ojos y veía, contento, mi atractiva
juventud reflejada en la admiración de su mirada. No sabía de los hombres y
hombres que, extendidos sobre ella, habían pagado mi ropa y mi comida y los
libros del colegio. Creía ver en sus ojos admiración de mujer y pensaba que era
táctica las negativas suaves o las salidas del cuarto cuando yo insistía
demasiado.
Todos mis amigos se habían acostado
alguna vez con María la Rubia, y yo conocía: sus encantos a través de
muchísimas descripciones; conocía la forma en que apoyaba sus labios con esa
pesada indiferencia de las prostitutas; conocía sus abrazos cálidos y sin apuro
y la mata de su pelo desparramado sobre la almohada; conocía el lento y
estudiado desprender de botones y el súbito aparecer de sus pechos grandes, la
conocía desnuda con sus zapatos violeta con la pulsera plateada en su tobillo
derecho y ese cuerpo mercenario, dócil y blanco, y su sonrisa demorada en su
vida sin recuerdos.
Fue la otra noche cuando supe que
ella era mi madre. Las cosas sucedieron una detrás de otra, como si la dosis de
dolor de toda una vida se hubiera acumulado en menos de una hora. Yo entré, y
la vi contra la pared; crucé el salón y me paré frente a ella; nos miramos los
dos a los ojos por un rato y sin desviar la vista le dije:
–Vamos.
–No.
–¿Por qué?
–Porque no –me dijo y trató de
sonreír, aun después del golpe–. No me pegués –me dijo desde el suelo, y se
levantó despacio, con los ojos tristes.
La iba a volver a golpear cuando la voz me
detuvo; resonó serena detrás de mis espaldas:
–No lo vuelva a hacer –había dicho,
y mi puño listo para el segundo golpe se abrió lentamente mientras bajaba el
brazo. Me di vuelta de un salto, con las piernas abiertas y el arma en la mano.
Después las mujeres gritando y los
hombres quietos y los dos girando con nuestras armas listas. Las hojas se
tocaron unos instantes en nerviosos tanteos, mientras nuestros pies se movían
sobre las baldosas del piso.
Imagínense el cuadro: un hombre joven con la
camisa abierta, con un cuchillo grande en su mano firme, y un policía con el
sable corto desviando la puñalada y tirando hachazos. Imagínense la pelea larga
y pareja, y la primera sangre de una de las muñecas salpicando las paredes en
cada movimiento. Imagínense a los dos en el salón iluminado, el pecho del
policía jadeando en su chaquetilla, mientras el sable experto arremetía en
feroces molinetes de muerte, y el hombre joven con la camisa abierta, con la furia
de su mirar bajo la frente sudada, y una prostituta, con todo el dolor de su
almas mirando a su hijo bailotear entre la muerte, sabiendo que, aun en el caso
de ganar la pelea, todo se sacrificio de mujer esclava se prolongaría en la
cárcel en la vida de su hijo.
Imagínense el cuadro de dolor y de
furia, y el hombre joven resbalando sobre el piso mojado y el policía sobre él,
sosteniendo con su izquierda la muñeca contra el suelo y la punta de su sable
sobre la garganta agitada.
Y después el grito de ella, fuerte y
desesperado: "¡No, por favor, no!", y las manos sobre los hombros, y
el policía dócil parándose despacio, envainando el sable, y el hombre joven en
el suelo, respirando cansado.
Imagínense todo. Un hombre que no
había muerto, secándose el sudor con la manga de su camisa, y el policía en un
cuarto, desprendiéndose la chaquetilla y hundiéndose en los brazos de María la
Rubia, la prostituta más cotizada de Comodoro Rivadavia.
Fue esa noche cuando supe que ella
era mi madre. Fue una frase corta: "No ves que es el hijo", que yo oí
al salir. Me interné en la noche por la calle Belgrano, vomité dos veces en la
puerta de mi casa y entré tambaleándome en la cocina abrigada. Mi abuela me
miró sentada en la cama.
–¿Es mi madre? –le pregunté– ¿no es
cierto que es mi madre?
Ella me contó todo y yo vomité de
nuevo, esta vez encima de mi chaquetilla policial.
En: “No”, Editorial Goyanarte,
1962.
Los
textos forman parte de estudio en ejercicios de taller. -