TALLER HORACIO QUIROGA
(Salto,
Uruguay, 31 de diciembre de 1878 - Buenos Aires, Argentina, 19 de febrero de
1937)
EL TIGRE
Nunca vimos en los animales de casa
orgullo mayor que el que sintió nuestra gata cuando le dimos a amamantar una
tigrecita recién nacida.
La olfateó largos minutos por todas
partes, hasta volverla de vientre; y, por más largo rato aún, la lamió, la
alisó y la peinó sin parar mientes en el ronquido de la fierecilla, que,
comparado con la queja maullante de los otros gatitos, semejaba un trueno.
Desde ese instante y durante los
nueve días en que la gata amamantó a la fiera, no tuvo ojos más que para
aquella espléndida y robusta hija llovida del cielo.
Todo el campo mamario pertenecía de
hecho y derecho a la roncante princesa. A uno y otro lado de sus tensas patas,
opuestas como vallas infranqueables, los gatitos legítimos aullaban de hambre.
La tigre abrió, por fin los ojos y,
desde ese momento entró a nuestro cuidado. Pero, ¡qué cuidado! Mamaderas
entiabadas, dosificadas y vigiladas con atención extrema; imposibilidad para
incorporarnos libremente, pues la tigrecilla estaba siempre entre nuestros
pies. Noches en vela, más tarde, para atender los dolores de vientre de
nuestra pupila, que se revolcaba con atroces calambres y sacudía las patas con
una violencia que parecía iba a romperlas. Y al final, sus largos quejidos de
extenuación, absolutamente humanos. Y los paños calientes; y aquellos minutos
de mirada atónita y velada por el aplastamiento, durante los cuales no nos
reconocía.
No es de extrañar, así, que la
salvaje criatura sintiera por nosotros toda la predilección que un animal
siente por lo único que desde nacer se vio a su lado.
Nos seguía por los caminos, ente los
perros y un coatí, ocupando siempre el centro de la calle.
Caminaba con la cabeza baja, sin
parecer ver a nadie, y menos todavía a los peones, estupefactos ante su
presencia bien insólita en una carretera pública.
Y, mientras los perros y el coatí se
revolvían por las profundas cunetas del camino, ella, la real fiera de dos
meses, seguía gravemente a tres metros detrás de nosotros, con su gran lazo
celeste al cuello y sus ojos del mismo color.
Con los animales de presa se
suscita, tarde o temprano, el problema de la alimentación con carne viva. Nuestro
problema retardado por una constante vigilancia, estalló un día, llevándose la
vida de nuestra predilecta con él.
La joven tigre no comía sino carne cocida.
Jamás había probado otra cosa. Aún más; desdeñaba la carne cruda, según lo
verificamos una y otra vez. Nunca le notamos interés alguno por las ratas de
campo que de noche cruzaban el patio y, menos aún, por las gallinas, rodeadas
entonces de pollos.
Una
gallina nuestra, gran preferida de la casa, criada al lado de las tazas de café
con leche, sacó en esos días pollitos. Como madre, era aquella gallina única;
no perdía jamás un pollo. La casa, pues, estaba de parabienes.
Un mediodía de ésos, oímos en el patio los
estertores de agonía de nuestra gallina, exactamente como si la estrangularan.
Salté afuera y vi a nuestra tigre, erizada y espumando sangre por la boca,
prendida con garras y dientes del cuello de la gallina.
Más nervioso de lo que yo hubiera
querido estar, cogí a la fierecilla por el cuello y la arrojé rodando por el
piso de arena del patio y sin intención de hacerle daño.
Pero no tuve suerte. En un costado del
mismo patio, entre dos palmeras, había ese día una piedra. Jamás había estado
allí. Era en casa un rígido dogma el que no hubiera nunca piedras en el patio.
Girando sobre sí misma nuestra tigre alcanzó hasta la piedra y golpeó contra
ella la cabeza. La fatalidad procede a veces así.
Dos horas después nuestra pupila moría. No
fue esa tarde un día feliz para nosotros.
Cuatro años más tarde, hallé entre los
bambúes de casa, pero no en el suelo, sino a varios metros de altura, mi
cuchillo de monte con que mis chicos habían cavado la fosa para la tigresita y
que ellos habían olvidado de recoger después del entierro.
Había quedado, sin duda, sujeto entre los
gajos nacientes de algún pequeño bambú. Y, con su crecimiento de cuatro años,
la caña había arrastrado mi cuchillo hasta allá.
En: Cuentos para mis hijos
Los textos forman parte de
estudio en ejercicios de taller. -