viernes, 26 de enero de 2018

ABELARDO CASTILLO Lo que abyectamente me hacía falta era sol














TALLER ABELARDO CASTILLO
(Buenos Aires, 27 de marzo de 1935 – 2 de mayo de 2017)
LOS RITOS (inicio)

     Lo que abyectamente me hacía falta era sol, mosquitos, remar hasta quedar echado, olvidarme, por medio del embrutecimiento físico, de dos o tres ideas grandiosas que en los últimos tiempos venían acosándome: el suicidio, entre ellas. Empeñé, por lo tanto, la máquina de escribir, le dije a la señora Magdalena que necesitaba unos pesos, miré tu retrato, Virginia tu retrato a lápiz hecho por mí una tarde de canteros andaluces y otoño, en el Rosedal, murmuré entre dientes y no sin ternura que todas las mujeres son una manga de hijas de puta y, considerando mejor el empeño de la máquina, vendí por lo que me dieron las figulinas japonesas y las terracotas, tus tortugas de caparazón de nuez y hasta el abominable bonzo de arcilla que me obligaste a comprarte en Montevideo, tiré a la basura lo invendible, desempeñé la Remington, tapié de libros como lápidas la repisa y me tomé un tren para San Pedro. Tres horas más tarde, los naranjales dorados y el peculiar olor a podrido de la refinería que han hecho a la entrada del pueblo, me hicieron olvidar los muñequitos. Venía pensando en ellos, en tu costumbre de ordenarlos a tu modo: un caballo de mar junto a la geisha; la tortuga de caparazón de nuez fingiéndole (jurándole, decías vos) amor eterno al Samurai de la enorme maza; una miniatura de Balí, tallada a mano, dejándose cortejar por cualquier kokeshi de cincuenta pesos, todos en el más heterodoxo desorden, sin el menor respeto por las leyes de la perspectiva, las jerarquías, la unidad de estilo o la Lógica, pero amándose. Me acuerdo de la primera noche en que al darme vuelta en la cama, no te encontré a mi lado: estabas ahí, parada junto a la biblioteca, cubierta a medias con una camisa mía y con un gesto de preocupación tan grande que solté la risa. Me miraste con seriedad y dijiste:

     Vos no sabés querer. ¿Nunca te lo dijeron?

(…)


1966


Los textos forman parte de estudio en ejercicios de taller. - 

sábado, 13 de enero de 2018

HUGO PADELETTI Las palabras más suaves
















TALLER HUGO PADELETTI
(Alcorta, provincia de santa Fe, 15 de enero de 1928 – Buenos Aires, 12 de enero de 2018)
LAS PALABRAS MÁS SUAVES

producen escozor. Si se apuran los nombres,
lo otro, innominado,
se libera,
             corroe
y en el acto recrea:


                           no se sabe
si nueva nube o ave o avería
mortal,
ni dónde, ni pasado
qué punto
es peligroso.


                     Los esbozos
de inteligencia extrema que asediamos
–en espejos- son vasos
del vacío.



Años atrás, muchos, solía encontrarlo en la calle Perú del barrio de San Telmo. Rengueaba por la vereda, y se detenía a descansar. En esos minutos charlábamos de poesía y de la naturaleza. Vivía por ahí nomás, y siempre prometía pasar por su casa, para una entrevista, nunca realizada, que se incluiría en El espiniyo. Lamento no haber tomado notas, o mi recuerdo de ahora es de no haber tomado notas. Luego se fue del barrio, a vivir a un geriátrico, eso dicen, aunque no se adaptó, eso dicen. No lo volví a ver, tampoco frecuenté más esa calle de San Telmo, entre Carlos Calvo y Humberto Primo. Sólo el ojo que nada espera ve lo que le espera.
En La atención. Obra reunida, poemas verbales – poemas plásticos, II,  UNL, 1999.
Hugo Padeletti  (Alcorta, provincia de santa Fe, 15 de enero de 1928 – Buenos Aires, 12 de enero de 2018).


Los textos forman parte de estudio en ejercicios de taller.- 

viernes, 12 de enero de 2018

JORGE LUIS BORGES Al otro, a Borges, es a quien le ocurren las cosas










TALLER JORGE LUIS BORGES
(1899-1986)
BORGES Y YO


     Al otro, a Borges, es a quien le ocurren las cosas. Yo camino por Buenos Aires y me demoro, acaso ya mecánicamente, para mirar el arco de un zaguán y la puerta cancel; de Borges tengo noticias por el correo y veo su nombre en una terna de profesores o en un diccionario biográfico. Me gustan los relojes de arena, los mapas, la tipografía del siglo XVII, las etimologías, el sabor del café y la prosa de Stevenson; el otro comparte esas preferencias, pero de un modo vanidoso que las convierte en atributos de un actor. Sería exagerado afirmar que nuestra relación es hostil; yo vivo, yo me dejo vivir para que Borges pueda tramar su literatura y esa literatura me justifica. Nada me cuesta confesar que ha logrado ciertas páginas válidas, pero esas páginas no me pueden salvar, quizá porque lo bueno ya no es de nadie, ni siquiera del otro, sino del lenguaje o la tradición. Por lo demás, yo estoy destinado a perderme, definitivamente, y solo algún instante de mí podrá sobrevivir en el otro. Poco a poco voy cediéndole todo, aunque me consta su perversa costumbre de falsear y magnificar. Spinoza entendió que todas las cosas quieren perseverar en su ser; la piedra eternamente quiere ser piedra y el tigre un tigre. Yo he de quedar en Borges, no en mí (si es que alguien soy), pero me reconozco menos en sus libros que en muchos otros o que en el laborioso rasgueo de una guitarra. Hace años yo traté de librarme de él y pasé de las mitologías del arrabal a los juegos con el tiempo y con lo infinito, pero esos juegos son de Borges ahora y tendré que idear otras cosas. Así mi vida es una fuga y todo lo pierdo y todo es del olvido, o del otro.


     No sé cuál de los dos escribe esta página.


El hacedor, 1960



Los textos forman parte de estudio en ejercicios de taller.-

jueves, 11 de enero de 2018

EDGAR BAYLEY Ella se ata también con la soga y sube con el hombre















TALLER EDGAR BAYLEY
(Buenos Aires, 1919 – 1990)
UN HOMBRE TREPA POR LAS PAREDES Y SUBE AL CIELO

Colgado de una soga
el hombre que escala las paredes
tiene fuertes zapatones con clavos
Escala las paredes
porque ha olvidado las llaves de su casa
y mientras escala las paredes
hasta llegar al piso trece
se detiene algunos momentos
en los balcones de cada piso
donde aspira el olor de los geranios
las madreselvas
las hortensias
y los malvones
Hay sol
gallardetes
vendedores ambulantes
y más allá está el río
y más allá los puentes
por donde se va a la pampa
Abajo están los niños
que salen de las escuelas
y por el cielo pasan aviones y pájaros
y sombreros de anchas alas
que el viento arrancó a los desprevenidos
La soga ha sido atada a la viga
que sobresale en la azotea
Un hombre la ciñó a su cintura
y asciende tomándose de la soga
con sus manos enguantadas
Usa un chaleco floreado y una gorra a cuadros
Debe llegar al piso trece
donde tiene que regar unos claveles
pisar maíz
escribir unas cartas
y preparar una cazuela
Sube lentamente
y en cada piso se detiene un rato para descansar
Entra en el balcón de cada piso
y se sienta en un sillón
o se extiende sobre una reposera
y conversa con la vecina o los vecinos
y acepta un café o un mate
o deja caer un chorro de una gota de vino
en su garganta
o juega a las cartas
o escucha confidencias y da consejos
y cuenta algún episodio de su vida
hasta que saluda y se va
y sigue trepando por las paredes
colgado de una soga
Es el hombre que tiene fuertes zapatones con clavos
y un chaleco floreado y una gorra a cuadros
que olvidó las llaves de su casa
y aspira el olor de los geranios
y debe llegar al piso trece
antes de que aparezcan los búhos
y se iluminen las ventanas
Están los pájaros y el río allá lejos
y el césped del parque
y los caballos que galopan por la llanura
y esta silla desvencijada
y la bañera
fuera de uso
llena de tierra y de flores
y el mar y el navío que se acerca
y la lagartija que se escurre entre las rocas
y el vendedor de diarios que desde abajo
le grita consejos y advertencias
mientras el hombre vuela
asciende
conquista cada piso con esfuerzo
y mira siempre hacia arriba
la tierra está lejos
el cielo está lejos
El hombre que trepa por las paredes
colgado de una soga
cuando entra en una casa por el balcón
es bien recibido por los vecinos
y él trata de ser útil
pero en uno de los pisos
una mujer inesperada
que es una sola
y al mismo tiempo
todas las mujeres de su vida
le pide que la lleve con él
Entonces ella se ata también con la soga
y sube con el hombre
más allá del piso trece
hacia las nubes
el aire libre
el cielo
el viento
entre los geranios
las sombrillas
las reposeras
sobre puentes y puestos de diarios
y mástiles
y enredaderas
y algunas gotas
y semillas
y sueños
con su gorra a cuadros
con su chaleco floreado
con su enamorada de siempre



En Alguien llama, 1983
Fotos: Jmp

Los textos forman parte de estudio en ejercicios de taller.-

miércoles, 10 de enero de 2018

RICARDO PIGLIA Había pasado todo el sábado leyendo El idiota
















TALLER RICARDO PIGLIA
(1941 – 2017)
EN EL BAR EL RAYO

     Había pasado todo el sábado leyendo El idiota porque estaba escribiendo un relato sobre un joyero al que me gustaba imaginar como una suerte de príncipe Mishkin, pero al rato ya me había olvidado de todo y estaba hundido en la novela de Dostoievski. El carácter destructivo de la bondad era lo que hacía marchar la historia con la violencia metálica de un tren que se ha salido de las vías y arrasa todo lo que encuentra en el camino. La compasión anula al Príncipe y a Natasha Filippovna, que se enfrentan en escenas de increíble intensidad. Quedé atrapado por la intriga, y cuando me quise acordar era más de medianoche y me había olvidado de mis amigos y en especial de Vicky, una bella pelirroja con la que yo salía en aquel tiempo.
     Era sábado, estaba solo y demasiado cansado para llamar a nadie. Salí a la calle y fui al bar El Rayo frente a la estación de ferrocarril y me dediqué a mirar el mundo. La ciudad parecía otra, más oscura y procaz, con desesperados que salían del hipódromo y rondaban como gatos por la zona. En un reservado del bar estaban las alternadoras, a las que se les pagaba un trago —o dos tragos— por conversar hasta que al fin se podía ir con ellas a los hoteles que abundaban cerca de la terminal. A cualquier hora hay hombres buscando una mujer, cruzan furtivamente hacia los dancings que en la noche dejan caer sobre la ciudad una música dulce. En la entrada un joven, alto, demacrado, vestido con un largo sobretodo negro, se había detenido con aire espectral y le hacía señas a una de las chicas que en un costado escuchaba en la vitrola un bolero de Agustín Lara. Parecía un estudiante crónico que había salido como yo de su covacha y rondaba con el aire de un lobo solitario.
     Pedí una ginebra y después otra; sentía una rara euforia, como si por fin sintiera el sabor áspero de la vida. Tenía dieciocho años, vivía solo y, como siempre que llevaba dinero encima, me sentía sosegado y seguro al tocar los billetes en el bolsillo, podía entrar en la estación y sacar un boleto a cualquier lado y viajar durante días hacia el norte en un tren de larga distancia; podía buscar una mujer y pagarle para que estuviera conmigo esa noche. Encontrar a una altiva Natasha Filippovna que vendiera su cuerpo como hacía ella en la novela. Mishkin había participado en la puja porque quería salvarla pero al fin, cuando el villano Rogozin sube la oferta hasta una suma inconcebible, Natasha accede a quedarse con él. El tiempo pareció detenerse en esa escena magistral: todos la miran, ella toma el grueso fajo de billetes, da unos pasos y, con una dulce sonrisa malvada, arroja el dinero al fuego de la chimenea. Hubo gritos, voces y luego un silencio que parecía tan hundido en la trama que me dejé una vez más arrastrar por la locura de la historia. Los hombres se miran encandilados por ese acto demencial, Rogozin la insulta y trata de rescatar el dinero entre las llamas, mientras el Príncipe llora desconsolado. De pronto se apagaron las luces y al instante volvieron a encenderse, iban a cerrar el bar, los mozos acomodaban las sillas sobre las mesas vacías, ya no había chicas en el reservado. Eran casi las tres de la mañana, la ciudad estaba quieta.
     Salí al aire frío de la noche y me hundí en el abrigo para defenderme del viento helado. Algunas luces brillaban todavía en la estación, pero decidí volver a mi cuarto y crucé la esquina hacia la diagonal buscando la parada de taxis y, como si me hubiera estado esperando, vi a una de las chicas del bar refugiada en un zaguán.
     —Dónde vas, chiche, ¿me llevás? — dijo.  
    Era rubia, menudita, los ojos muy pintados, tendría mi edad, o menos quizá, y se abrigaba con un sacón blanco de piel de oveja.
     —Vos sos una que trabaja en El Rayo.
     —No soy una y no trabajo, paro en El Rayo. ¿Y a vos qué te pasa? Parecés un fantasma —se reía—. Vamos juntos.
     —No estoy con ganas, nena.
     —¿De llevarme?, pero qué muermo…
     —Ahí viene un taxi, tomalo, vení. —Ella no se movía y el taxi siguió de largo, así que me arrimé al zaguán.
     —No tengo biyuya —dijo, y se frotó la yema de los dedos—. Dame un cigarrillo.
     Fumamos al amparo, cobijados del aire de la madrugada. Sentía el olor áspero a cuero curtido del saco de piel y la escuchaba hablar con su voz infantil, sin parar, como si estuviera asustada. Me contó que era de Chivilcoy, que se llamaba Constanza, pero le decían Coti, vivía en Tolosa, dijo que tenía mucha energía interior y que era devota de la Virgen del Carmen. Se movió bajo la luz, pensativa, y parecía estar ofreciéndose al que quisiera comprarla.
     Me tomó del brazo y se apretó contra mí, si yo no la llevaba iba a tener que dormir ahí hasta que abriera la estación y saliera el primer tren de las seis. Miró el relojito con la figura de Mickey Mouse que llevaba en la muñeca.
     —Estoy acostumbrada a dormir acá —dijo—, los tipos hacen sus cosas y después no me llevan, pero a mí no me importa, yo estudio teatro y Stanislavski dice que el actor tiene que acostumbrarse a todo y que todo le sirve para la memoria afectiva.
     De pronto me di cuenta de que desvariaba un poco, de cerca parecía más chica, debía tener quince años, dieciséis… Pensar eso me excitó y entonces, casi sin pensarlo, me alejé un paso de ella y Coti retrocedió como si hubiera visto algo malo en mi cara.
     —No me pegues… —Se tiró atrás.
     —Pero qué decís… Sos tan linda, tomá. Me tengo que ir. Guardá esto. Ahí tenés un taxi. —Y le metí el rollo de billetes en el bolsillo del sacón.
     Un taxi bajaba por la calle y le hice señas.
     —Qué me das —dijo ella y dio un paso al costado, con el montón de dinero en la mano—. Plata por nada, pero qué te creés, degenerado, me querés humillar —dijo y empezó a tirar la plata al suelo —. Te pensás que soy una pordiosera — dijo y enfiló hacia el taxi mientras yo juntaba los billetes en la vereda.
     —Tomá. Dejame que te ayude…
     —Estás borracho, ¿quién te conoce?
     Subió al taxi, que estaba contra el cordón de la vereda con la luz de adentro prendida. —
     Pero qué tarada… No ves que gané en las carreras… Bajá la ventanilla.
     Estaba adentro ya, como exhibida en una vidriera iluminada, y agitó la cabeza pero vi que se reía.
     —Dame un beso —le dije.
     Abrí la puerta y el taxi arrancó mientras yo me sentaba con ella y empezaba a besarla y a tocarla bajo la blusa y el chofer nos miraba por el espejo.
     —Apagá la luz —le dije. Ella se me había acurrucado en el pecho—. ¿Adónde vas? —le pregunté.
     —Al hotel —dijo ella.
     —Mejor a mi pieza.
Pasamos la noche juntos, parecía una nena, en realidad era una nena, pero se movía y hablaba como si estuviera de vuelta de todo. Se levantó desnuda y revisó el cuarto, abrió el libro de Dostoievski.
     —¿Qué leés? Uy, éste sí que es un muermo… No conoce la motivación emocional, todos los personajes parecen locos, hacen cualquier cosa, sin ninguna memoria afectiva. Yo estudio teatro con Gandolfo…
     —¿Qué? ¿Vas a Buenos Aires?
     —No, vienen acá a Bellas Artes, él y Alezzo dan clase, quiero hacer un show en El Rayo, estoy ensayando, ¿no me viste hoy? Si tuviera plata me iría a Buenos Aires, tengo una amiga que trabaja en el Bambú…, es contorsionista, hace striptease, le va superbién… —Miró la foto de Faulkner en la pared, revisó el ropero y la escuché hurgar en el botiquín del baño común en el pasillo.
     A mediodía salimos al patio y enseguida empezó a seducir a los provincianos que vivían conmigo, incluido al extremadamente tímido de Bardi. Se quedó un par de días con nosotros, pasaba de una pieza a otra, cada noche. La escuchaba reír o gritar con su vocecita de muñeca mientras yo leía la novela de Dostoievski. La segunda parte no es tan buena como la primera.



En Los diarios de Emilio Renzi. Años de formación, 2015

Los textos forman parte de estudio en ejercicios de taller. –