miércoles, 29 de mayo de 2024

2024 TALLER PRESENCIAL EN LA PLATA Inicia en junio


Días viernes a las 18 horas / 


EL TORNADO 
de Aurora Venturini 

     Ha comenzado el invierno y yo estoy gris, abandonada y sin lágrimas en esta casa de árboles y espejos; debe haber un sitio para llevar el alma, vacío, en mi interior de nosferatus.
     Algunos difuntos ambulan y antes me he chocado con ellos por la calle. Hoy me chocan a mí porque voy desapareciendo.
     Milton, mi perro, reposa en paz enterrado al pie de la acacia. Hasta hace un año, me acompañaba él, y los gatos -Heacly y Caty- también lo hacían, y el enanito de cerámica del jardín que me regaló la alemana del almacén, que yo escondía tras una maceta por considerarlo de pésimo gusto. Compañeros. 
     Sólo quedó el gnomo desteñido por la lluvia del cielo y el llanto del sauce en que se apoya.
     Relataré la fuga de los miches porque Milton murió de viejo entre mis brazos.
     Esa tarde vino mi prima Helena con sus tres niños que recibieron el primer contacto con la muerte de los animales que cierran los ojos sin ayuda del manoseo en el momento de penetrar el misterio.
     Cuando Milton era cachorrito corríamos por la foret pisando el trebolar; yo soplaba panaderos de peluche y trepaba a las higueras.
     He amado más a mis perros y a mis gatos que al universo ególatra, pedigüeño, vanidoso, humillado, humillante de los humanos. 

Dylan

     La rara historia de los miches, Heacly y Caty, escapa a cualquier conclusión lógica.
     Nunca se separaron estos félidos; a veces desaparecían por muchas horas y yo los llamaba con la voz de Cumbres borrascosas de las hermanas Brontë: ¡Heacly… Caty…! Son voces temerosas de otras ausencias. Estaban castrados, sus filos serían platónicos. Aclaro que yo no los hice esterilizar; en esas condiciones llegaron desde el aire, copos de lanilla blanca, acariciante y a la vez díscola, venían a comer sus pitanzas con delicadeza de labios de satén que un borbotón de saliva humedecía.
     Como del aura, soplo del aire, ellos aparecían brotados de las nubes o del respiro arisco de la fronda  enhebradora de hilazón neblinosa. Bajo la lluvia nunca salían al parque o al campo.
     Transfigurábanse en estatuillas de cerámica sin apartar los ojos amarillos de los vidrios que dejaban mirar la torrentera y cuando el trueno desbocaba la armonía pluvial, temblaban, cremas de azúcar tenue en copas de postre. 
     Y desdoraban su elegancia egipcia escondiéndose debajo del ropero como animales viles del baldío, ¿memoria de borrascas de antiguas cumbres les devolvían historias de muerte y resurrección, de transmigraciones?
     Enero, escorpión fogoso, enarbolaba su cola; apareados los escorpiones producen rumor de cremallera; los he visto y odiado porque son lo más pérfido entre los insectos. Los fabricó Satán.
     Fue en aquel enero cuando sopló de pronto un viento cínico, malsano, escorpiano, pero no refrescó.
     No se apareaba el ventarrón con el colosal corazón del verano bonaerense. Viento solterón. Asexuado. Cada cual por su lado vejarían la misma víctima: la zona rural de City Bell.
     Y en la profunda llanura vi alzarse el hongo de viento y tierra como bomba atómica que levantó dos vaquillas del campo de pastoreo.
     Fila de arbolitos pasaron delante de mí andando, locos escapaban, arrancados y lanzados pero enhiestos. Arbolitos caminantes.
     Luego el trueno, era el tornado alzando chapas y lajas, tejas, puertas y ventanas, otros animales, llantos, gritos, mugidos, muerte.
 

   No podía atrancar la puerta y mientras sollozaba de terror y de impotencia con espanto pude apreciar que Heacly y Caty, luego de mirarme con ojos negros, oscurecido a tal punto el precioso topacio natural, pegaditos como almas gemelas en pena, se iban abrazados, Dios me asista, al llamado de algo que vibraba en el monstruoso hongo que los elevó, que los disolvió o amparó, copitos de albo miedo rumbo a unos páramos de lo que nadie supo ni sabrá explicarme por qué. Verifiqué la existencia de misterios más tremendos que los de Eleusis a la luz de la evidencia, y me sentí tan poquita cosa que viajé a la costa, me estiré en la arena cuan larga soy, comí salchichas con mostaza, bebí Coca, escuché a Litto Nebbia y acepté que todo eso también me superaba, porque quería curarme del poder enfermizo de atestiguar lo grave, brumoso y temible.
     Una vez vi un ángel.
     Carecía de brazos y sus pies eran enormes garras. 
     Ojalá, lector, que nunca veas un ángel. 
     Mi ángel me lastimó y me vació el alma. 


/ #TallerLiterarioCityBellLaPlata / 
Los autores y textos forman parte de estudio en ejercicios de taller, y su destino es solo para este objetivo.- 

AURORA VENTURINI x JOSÉ MARÍA PALLAOROAURORA VENTURINI x JOSÉ MARÍA PALLAORO

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viernes, 3 de mayo de 2024

PAUL AUSTER El día de la fiesta

La habitación cerrada / 


TALLER PAUL AUSTER 
(Newark, Nueva Jersey, el 3 de febrero de 1947 - Nueva York, 30 de abril de 2024) /

El día de la fiesta / 


(Fragmento


(…) 
     Hay un incidente que se conserva especialmente vívido para mí. Está relacionado con una fiesta de cumpleaños a la que Fanshawe y yo fuimos invitados cuando estábamos en primero o segundo grado, lo cual significa que ocurrió al comienzo del periodo del que puedo hablar con cierta precisión. Era un sábado por la tarde, en primavera, y fuimos a la fiesta con otro chico, un amigo nuestro que se llamaba Dennis Walden. Dennis tenía una vida mucho más dura que la nuestra: una madre alcohólica, un padre que se mataba a trabajar, un montón de hermanos y hermanas. Yo había estado en su casa dos o tres veces -una ruina grande y oscura-, y recuerdo que su madre me daba miedo, me parecía una bruja de cuento. Se pasaba el día detrás de la puerta cerrada de su cuarto, siempre en bata, la cara pálida una pesadilla de arrugas, asomando la cabeza de vez en cuando para gritarle algo a los niños. El día de la fiesta, Fanshawe y yo habíamos sido debidamente provistos de regalos para el niño que cumplía años, bien envueltos en papeles de colores y atados con cintas. Dennis, sin embargo, no llevaba nada, y se sentía mal por ello. Recuerdo que traté de consolarle con alguna frase vacía: daba igual, en realidad a nadie le importaba, con toda la confusión no se darían cuenta. Pero a Dennis sí le importaba, y eso fue lo que Fanshawe comprendió inmediatamente. Sin ninguna explicación, se volvió a Dennis y le dio su regalo. Toma, dijo, quédate con éste, yo les diré que me he dejado el mío en casa. Mi primera reacción fue pensar que a Dennis le molestaría el gesto, que se sentiría insultado por la compasión de Fanshawe, pero estaba equivocado. Vaciló un momento, tratando de asimilar aquel repentino cambio de fortuna, y luego asintió con la cabeza, como reconociendo la sensatez de lo que Fanshawe había hecho. No era tanto un acto de caridad como un acto de justicia, y por esa razón Dennis pudo aceptarlo sin humillarse. Una cosa se había convertido en la otra. Era un acto de magia, una combinación de .desenfado y total convicción, y dudo que nadie que no fuera Fanshawe hubiese podido lograrlo. 
     Después de la fiesta volvimos con Fanshawe a su casa. Su madre estaba allí, sentada en la cocina, y nos preguntó por la fiesta y si al niño del cumpleaños le había gustado el regalo que ella le había comprado. Antes de que Fanshawe tuviera la oportunidad de decir nada, solté la historia de lo que había hecho. No tenía ninguna intención de meterle en un lío, pero me resultaba imposible callármelo. El gesto de Fanshawe me había abierto todo un mundo nuevo: el hecho de que alguien pudiera entrar en los sentimientos de otro y asumirlos tan completamente que los suyos propios ya no tuvieran importancia. Era el primer acto verdaderamente moral que yo había presenciado y me parecía que no valía la pena hablar de ninguna otra cosa. La madre de Fanshawe, sin embargo, no se mostró tan entusiasta. Sí, dijo, era algo amable y generoso, pero también estaba mal. El regalo le había costado a ella su dinero, y, al dárselo a otro, Fanshawe en cierto sentido le había robado ese dinero. Además, Fanshawe había actuado de un modo descortés al presentarse en la fiesta sin un regalo, lo cual la hacía quedar mal a ella, puesto que ella era la responsable de los actos de su hijo. Fanshawe escuchó atentamente a su madre y no dijo una palabra. Cuando ella terminó, él seguía sin decir nada y ella le preguntó si había comprendido. Sí, dijo él, había comprendido. Probablemente la cosa habría quedado ahí, pero luego, tras una breve pausa, Fanshawe añadió que seguía pensando que había hecho bien. No le impor taba lo que ella pensara: volvería a hacer lo mismo la próxima vez. A esta afirmación siguió una escena. La señora Fanshawe se enfadó por su impertinencia, pero Fanshawe se mantuvo firme, negándose a ceder bajo la andanada de su reprimenda. Finalmente, ella le ordenó que se fuera a su cuarto y a mí me dijo que me marchara. Yo estaba horrorizado por la injusticia de su madre, pero cuando traté de hablar en su defensa, Fanshawe me indicó con un gesto que me fuese. En lugar de continuar protestando, aceptó su castigo en silencio y se metió en su cuarto. 
     Todo el episodio fue puro Fanshawe: el acto espontáneo de bondad, la inmutable fe en lo que había hecho y el mudo, casi pasivo, sometimiento a sus consecuencias. Por muy extraordinario que fuera su comportamiento, siempre te parecía que él se distanciaba del mismo. Ésta, más que nada, era la característica que a veces me asustaba y hacía que me apartase de él. Me sentía muy próximo a Fanshawe, le admiraba intensamente, deseaba desesperadamente estar a su altura, y luego, de pronto, llegaba un momento en que me daba cuenta de que me era ajeno, de que la forma en que vivía dentro de sí nunca se correspondería con la forma en que yo necesitaba vivir. Yo quería demasiado de la vida, tenía demasiados deseos, vivía demasiado dominado por lo inmediato para alcanzar nunca tal indiferencia. A mí me importaba tener éxito, impresionar a la gente con los signos vacíos de mi ambición: buenas notas, cartas de la universidad, premios por lo que fuera que aquella semana tocara. Fanshawe permanecía indiferente a todo eso, tranquilamente apartado en su rincón, sin hacer el menor caso. Si triunfaba, era siempre en contra de su voluntad, sin ninguna lucha, sin ningún esfuerzo, sin jugarse nada en lo que había hecho. Esta postura podía resultar irritante, y yo tardé mucho tiempo en aprender que lo que era bueno para Fanshawe no necesariamente era bueno para mí. 
(…) 



En La habitación cerrada, Editorial Anagrama, Barcelona, 1997 (primera edición en Los Ángeles, EEUU, 1987) / Traducción de Maribel De Juan / Fotos: jmp / 
Paul Auster (Newark, Nueva Jersey, el 3 de febrero de 1947 - Nueva York, 30 de abril de 2024) / 
Los autores y textos forman parte de estudio en ejercicios de taller, y su destino es solo para este objetivo.-