EL
GATO
Muchas
cosas desagradables se pueden decir o imaginar de John. Pero nunca le sospeché
una mentira; tenía demasiado desprecio por la gente para inventarse cualquier
fábula que le fuera favorable.
De
modo que cuando me contó alegre y bebiendo dry martinis la historia –para mí,
sobretodo– de uno de sus casamientos fallidos, no tuve duda. Era, o fue, como
mirar y oír una película sin posibilidad de recomienzo ni temor sobre su
capacidad de ser creída. Tampoco quedaba agujero para una sonrisa.
Yo
llegaba, una semana antes, de París y quería actualizar, confirmar y desechar
los rumores que me habían llegado sobre amigos, más o menos comunes, durante mi
ausencia.
John
era un inglés conversador y sabía burlarse de todo con despego, a veces
lástima, nunca maldad.
Bebimos
y hubo un largo silencio: John parecía meditar indeciso con el ceño fruncido.
Dejó
su vaso sobre la mesa y me dijo, conservando su actitud de piernas cruzadas y
de resuelto perfil:
–Era
francesa y tú la conoces. Tal vez lo sepas porque estábamos prácticamente
casados. Sólo nos faltaba el sacerdote, el juez y la llegada de unos muebles
viejos y caros de los que no quería desprenderse. Bisabuelos y abuelos y
padres, casi toda la historia de Francia. A mí sólo me importaba ella, Marie.
Ya puedes buscar entre todas las Maries que recuerdes. Estaba loco y a veces
pensé que era una locura sexual. Verla, bastaba; oler un pañuelo olvidado,
bastaba; entrar al baño después de que ya había salido. Nos veíamos todas las semanas,
aquí o en París. Dos o tres días seguidos. Íbamos y volvíamos. Y mi deseo
aumentaba cada vez y yo me entregaba a él, escarbaba en él; quería más y más. Y
cada más era como un escalón que me impulsaba a pisar otro. Siempre en descenso
porque yo sabía que estaba perdiendo salud y cerebro.
Sin
dejar de ofrecerme un hombro, hizo una seña a Jeeves y vinieron dos vasos: dry
martini para él y un gin tonic para mí. Encendió la pipa (él sabía que fumar
apresuraría mi muerte) y estuvo un rato pensando, casi sonriendo con labios que
no endulzaba la alegría. Como ocurre siempre en esta clase de cuentos me
mantuve en silencio, esperando; fui recompensado, Johny dijo sin mirarme:
–Al
gato lo bauticé Edgar. Y no porque fuera un gato negro con símbolos de horror, blancos,
en su pecho.
Una
noche en que Marie, como estaba planeado, llegó al aeropuerto. La recibí,
tomamos cocteles con la alegría de siempre, brindamos por la felicidad
matrimonial. Esto no hace reír pero es cómico. Fuimos a cenar y luego a mi
departamento. No te dije, porque no lo sé y tal vez no me importe, que la
portera y semipatrona estaba encaprichada conmigo o, simplemente, me odiaba sin
pausa. Algo de eso.
Entramos
y encendí la luz. Ella no había estado nunca allí. Miró alrededor con una
sonrisa que era de aprobación antes de haber nacido. Y vio, vimos, en medio de
la gran cama, con su colcha blanca de señorita, un gato negro, grande, gordo.
Un gato que yo veía por primera vez y que parecía acostumbrado a ronronear
allí. Con las patas dobladas bajo el pecho nos miró con ojos curiosos y volvió
a cerrarlos.
Hasta
hoy no sé cómo pudo haber entrado. Sospecho, apenas. Me adelanté para
acariciarle el lomo y la garganta y entonces ella explotó. Que echara el gato
inmundo, que iba a llenar la cama de pulgas. A gritos y pateando el suelo. Yo
encendí un cigarrillo y abrí la puerta. Le dije que me había hecho feliz
encontrar por sorpresa que alguien nos daba la bienvenida. Ella me trató de
estúpido y golpeó las manos hasta que el gato corrió hacia la puerta y la
sombra del pasillo. Bueno, vamos a tomar otro vaso porque ya vasta como
prólogo. Lo que ocurrió es simple y para mí muy trabajoso de explicar. En aquel
momento resolví que yo nunca podría casarme con aquella mujer; que era
imposible vivir con ella, ser feliz con ella. No se lo dije entonces y el resto
de la noche, hasta el cansancio de la madrugada pasaron como lo presentíamos y
lo deseábamos.
Bebió
de un trago, encendió nuevamente la pipa y sonrió alegre y desafiante. Ahora se
volvió para mirarme los ojos y dijo:
–Lo
que explica para cualquier tipo inteligente porque desde entonces solo he
tenido aventuras y me he propuesto que duren poco.
Juan
Carlos Onetti (Montevideo, 1909 – Madrid, 1994).
En:
“Cuentos completos”, Alfaguara, Madrid,
1998.
Foto: José María Pallaoro, "Mishi Ma".
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