viernes, 19 de septiembre de 2014

Sandra Russo, perdonen nuestros placeres


LA COPA DE VINO

Cerramos la puerta tras nosotras: estamos en casa. Quedaron afuera las pequeñas batallas del trabajo, entretejidos de miradas, tonos de voz, desaires, desajustes, destellos y triunfos nimios, tan nimios que no vale la pena brindar por ellos. No brindaremos, pero nos servimos una copa de vino. La copa tiene voz propia. Pide una pincelada de borgoña. El vino cae en ella como nosotras desearíamos caer, sueltas y decididas, en los brazos de alguien. Derramadas, abandonadas, desarmadas. La miramos antes de acercarla a la boca. Esa visión ya es parte del disfrute. Esta es la copa de vino que comparto conmigo, nos decimos en esa ceremonia que nos contiene como la copa al vino. Y bebemos despacio, buscando en ese sorbo la pizca de deleite que el día nos ha retaceado. Nada demasiado grave ni agudo habrá de sucedernos. Simplemente queremos descansar, sentir en la humedad de los huesos un poco de calor, aflojar nuestros nudos, los antiguos y presentidos. Queremos que el cuerpo se nos aligere y que la mente se aplaque. Tal vez también queremos recordar. Algo bueno. Algo bello. Bebemos nuestra copa de vino, solas, calladas, descalzas, tiradas en el sofá, mientras afuera las luces de las otras casas se van encendiendo y apagando.


EL PAÑUELO DE BATISTA

Ahora se usan de papel. Son prácticos. Se usan y se tiran. Los venden por la calle o en los kioscos. Conviene tenernos siempre a mano, en caso de resfrío o decepción amorosa. Sin embargo, guardamos uno de batista. Uno muy viejo, acaso sellado con una inicial o bordado con flores de colores diseñadas toscamente, milimétricas, irreales. Alguien nos lo trajo acaso de Venecia, acaso de Madrid. Seguramente nos trajo otros regalos más importantes. Fue comprado al paso en una callejuela serpenteante, bajo una luz cobriza, ocre. Por alguna razón que se nos escapa, ese pañuelo nos viene acompañando. Solemos elegirlo para ponerlo en la cartera. Nos gusta abrirla y verlo, tocarlo, comprobar una vez y otra vez ese tacto gentil, ese choque entre nuestros dedos y ese pedacito de batista suave. Es un amuleto que se nos fue pegando. El signo, tal vez, de lo que significan en la vida los detalles.



En “Perdonen nuestros placeres”.


Los textos forman parte de estudio en ejercicios de taller. 

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