TALLER Jorge Luis Borges (1899–1986)
Hombre de la esquina rosada
En
Historia universal de la infamia (1935)
A Enrique Amorim
A mí,
tan luego, hablarme del finado Francisco Real. Yo lo conocí, y eso que
éstos no eran sus barrios porque el sabía tallar más bien por el Norte, por
esos laos de la laguna de Guadalupe y la Batería. Arriba de tres veces no lo
traté, y ésas en una misma noche, pero es noche que no se me olvidará, como que
en ella vino la Lujanera porque sí a dormir en mi rancho y Rosendo Juárez dejó,
para no volver, el Arroyo. A ustedes, claro que les falta la debida esperiencia
para reconocer ése nombre, pero Rosendo Juárez el Pegador, era de los que
pisaban más fuerte por Villa Santa Rita. Mozo acreditao para el cuchillo, era
uno de los hombres de don Nicolás Paredes, que era uno de los hombres de Morel.
Sabía llegar de lo más paquete al quilombo, en un oscuro, con las prendas de
plata; los hombres y los perros lo respetaban y las chinas también; nadie
inoraba que estaba debiendo dos muertes; usaba un chambergo alto, de ala
finita, sobre la melena grasíenta; la suerte lo mimaba, como quien dice. Los
mozos de la Villa le copiábamos hasta el modo de escupir. Sin embargo, una
noche nos ilustró la verdadera condición de Rosendo.
Parece
cuento, pero la historia de esa noche rarísima empezó por un placero insolente
de ruedas coloradas, lleno hasta el tope de hombres, que iba a los barquinazos
por esos callejones de barro duro, entre los hornos de ladrillos y los huecos,
y dos de negro, dele guitarriar y aturdir, y el del pescante que les tiraba un
fustazo a los perros sueltos que se le atravesaban al moro, y un emponchado iba
silencioso en el medio, y ése era el Corralero de tantas mentas, y el hombre
iba a peliar y a matar. La noche era una bendición de tan fresca; dos de ellos
iban sobre la capota volcada, como si la soledá juera un corso. Ese jue el
primer sucedido de tantos que hubo, pero recién después lo supimos. Los muchachos
estábamos dende temprano en el salón de Julia, que era un galpón de chapas de
cinc, entre el camino de Gauna y el Maldonado. Era un local que usté lo
divisaba de lejos, por la luz que mandaba a la redonda el farol sinvergüenza, y
por el barullo también. La Julia, aunque de humilde color, era de lo más conciente
y formal, así que no faltaban músicantes, güen beberaje y compañeras
resistentes pal baile. Pero la Lujanera, que era la mujer de Rosendo, las
sobraba lejos a todas. Se murió, señor, y digo que hay años en que ni pienso en
ella, pero había que verla en sus días, con esos ojos. Verla, no daba sueño.
La
caña, la milonga, el hembraje, una condescendiente mala palabra de boca de
Rosendo, una palmada suya en el montón que yo trataba de sentir como una
amistá: la cosa es que yo estaba lo más feliz. Me tocó una compañera muy
seguidora, que iba como adivinándome la intención. El tango hacía su voluntá
con nosotros y nos arriaba y nos perdía y nos ordenaba y nos volvía a
encontrar. En esa diversion estaban los hombres, lo mismo que en un sueño,
cuando de golpe me pareció crecida la música, y era que ya se entreveraba con
ella la de los guitarreros del coche, cada vez más cercano. Después, la brisa
que la trajo tiró por otro rumbo, y volví a atender a mi cuerpo y al de la
companera y a las conversaciones del baile. Al rato largo llamaron a la puerta
con autoridá, un golpe y una voz. En seguida un silencio general, una pechada
poderosa a la puerta y el hombre estaba adentro. El hombre era parecido a la
voz.
Para
nosotros no era todavía Francisco Real, pero sí un tipo alto, fornido, trajeado
enteramente de negro, y una chalina de un color como bayo, echada sobre el
hombro. La cara recuerdo que era aindiada, esquinada.
Me golpeó
la hoja de la puerta al abrirse. De puro atolondrado me le jui encima y le
encajé la zurda en la facha, mientras con la derecha sacaba el cuchillo filoso
que cargaba en la sisa del chaleco, junto al sobaco izquierdo. Poco iba a
durarme la atropellada. El hombre, para afirmarse, estiró los brazos y me hizo
a un lado, como despidiéndose de un estorbo. Me dejó agachado detrás, todavía
con la mano abajo del saco, sobre el arma inservible. Siguió como si tal cosa,
adelante. Siguió, siempre más alto que cualquiera de los que iba desapartando,
siempre como sin ver. Los primeros —puro italianaje mirón— se abrieron como
abanico, apurados. La cosa no duró. En el montón siguiente ya estaba el Inglés
esperándolo, y antes de sentir en el hombro la mano del forastero, se le durmió
con un planazo que tenía listo. Jue ver ése planazo y jue venírsele ya todos al
humo. El establecimiento tenía más de muchas varas de fondo, y lo arriaron como
un cristo, casi de punta a punta, a pechadas, a silbidos y a salivazos. Primero
le tiraron trompadas, después, al ver que ni se atajaba los golpes, puras
cachetadas a mano abierta o con el fleco inofensivo de las chalinas, como
riéndose de él. También, como reservándolo pa Rosendo, que no se había movido
para eso de la paré del fondo, en la que hacía espaldas, callado. Pitaba con
apuro su cigarrillo, como si ya entendiera lo que vimos claro después. El
Corralero fue empujado hasta él, firme y ensangrentado, con ése viento de
chamuchina pifiadora detrás. Silbando, chicoteado, escupido, recién habló
cuando se enfrentó con Rosendo. Entonces lo miró y se despejo la cara con el
antebrazo y dijo estas cosas:
—Yo
soy Francisco Real, un hombre del Norte. Yo soy Francisco Real, que le dicen el
Corralero. Yo les he consentido a estos infelices que me alzaran la mano,
porque lo que estoy buscando es un hombre. Andan por ahí unos bolaceros
diciendo que en estos andurriales hay uno que tiene mentas de cuchillero , y de
malo , y que le dicen el Pegador. Quiero encontrarlo pa que me enseñe a mi, que
soy naides, lo que es un hombre de coraje y de vista.
Dijo
esas cosas y no le quitó los ojos de encima. Ahora le relucía un cuchillón en
la mano derecha, que en fija lo había traído en la manga. Alrededor se habían
ido abriendo los que empujaron, y todos los mirábamos a los dos, en un gran
silencio. Hasta la jeta del milato ciego que tocaba el violín, acataba ese
rumbo.
En
eso, oigo que se desplazaban atrás, y me veo en el marco de la puerta seis o
siete hombres, que serían la barra del Corralero. El más viejo, un hombre
apaisanado, curtido, de bigote entrecano, se adelantó para quedarse como
encandilado por tanto hembraje y tanta luz, y se descubrió con respeto. Los
otros vigilaban, listos para dentrar a tallar si el juego no era limpio.
¿Qué
le pasaba mientras tanto a Rosendo, que no lo sacaba pisotiando a ese
balaquero? Seguía callado, sin alzarle los ojos. El cigarro no sé si lo escupió
o si se le cayó de la cara. Al fin pudo acertar con unas palabras, pero tan
despacio que a los de la otra punta del salón no nos alcanzo lo que dijo.
Volvió Francisco Real a desafiarlo y él a negarse. Entonces, el más muchacho de
los forasteros silbó. La Lujanera lo miró aborreciéndolo y se abrió paso con la
crencha en la espalda, entre el carreraje y las chinas, y se jue a su hombre y
le metió la mano en el pecho y le sacó el cuchillo desenvainado y se lo dió con
estas palabras:
—Rosendo, creo que lo estarás precisando.
A la altura del techo había una especie de ventana alargada
que miraba al arroyo. Con las dos manos recibió Rosendo el cuchillo y lo filió
como si no lo reconociera. Se empinó de golpe hacia atrás y voló el cuchillo
derecho y fue a perderse ajuera, en el Maldonado. Yo sentí como un frio.
—De
asco no te carneo —dijo el otro, y alzó, para castigarlo, la mano. Entonces la
Lujanera se le prendió y le echó los brazos al cuello y lo miró con esos ojos y
le dijo con ira:
—Dejalo a ése, que nos
hizo creer que era un hombre.
Francisco Real se quedó perplejo un espacio y luego la
abrazó como para siempre y les gritó a los musicantes que le metieran tango y
milonga y a los demás de la diversión, que bailaramos. La milonga corrió como
un incendio de punta a punta. Real bailaba muy grave, pero sin ninguna luz, ya
pudiéndola. Llegaron a la puerta y grito:
—¡Vayan abriendo cancha, señores, que la llevo dormida!
Dijo,
y salieron sien con sien, como en la marejada del tango, como si los perdiera
el tango.
Debí
ponerme colorao de vergüenza. Dí unas vueltitas con alguna mujer y la planté de
golpe. Inventé que era por el calor y por la apretura y jui orillando la paré
hasta salir. Linda la noche, ¿para quien? A la vuelta del callejón estaba el
placero, con el par de guitarras derechas en el asiento, como cristianos.
Dentre a amargarme de que las descuidaran así, como si ni pa recoger changangos
sirviéramos. Me dió coraje de sentir que no éramos naides. Un manotón a mi
clavel de atrás de la oreja y lo tiré a un charquito y me quedé un espacio
mirándolo, como para no pensar en más nada. Yo hubiera querido estar de una vez
en el día siguiente, yo me quería salir de esa noche. En eso, me pegaron un
codazo que jue casi un alivio. Era Rosendo, que se escurría solo del barrio.
—Vos
siempre has de servir de estorbo, pendejo —me rezongó al pasar, no sé si para
desahogarse, o ajeno. Agarró el lado más oscuro, el del Maldonado; no lo volví
a ver más.
Me
quedé mirando esas cosas de toda la vida —cielo hasta decir basta, el arroyo
que se emperraba solo ahí abajo, un caballo dormido, el callejón de tierra, los
hornos— y pensé que yo era apenas otro yuyo de esas orillas, criado entre las
flores de sapo y las osamentas. ¿Que iba a salir de esa basura sino nosotros,
gritones pero blandos para el castigo, boca y atropellada no más? Sentí después
que no, que el barrio cuanto más aporriao, más obligación de ser guapo.
¿Basura? La milonga déle loquiar, y déle bochinchar en las casas, y traía olor
a madreselvas el viento. Linda al ñudo la noche. Había de estrellas como para
marearse mirándolas, una encima de otras. Yo forcejiaba por sentir que a mí no
me representaba nada el asunto, pero la cobardía de Rosendo y el coraje
insufrible del forastero no me querían dejar. Hasta de una mujer para esa noche
se había podido aviar el hombre alto. Para esa y para muchas, pensé, y tal vez
para todas, porque la Lujanera era cosa seria. Sabe Dios qué lado agarraron.
Muy lejos no podían estar. A lo mejor ya se estaban empleando los dos, en
cualesquier cuneta.
Cuando alcancé a volver, seguía como si tal cosa el bailongo.
Haciéndome
el chiquito, me entreveré en el montón, y vi que alguno de los nuestros había
rajado y que los norteros tangueaban junto con los demás. Codazos y encontrones
no había, pero si recelo y decencia. La música parecia dormilona, las mujeres
que tangueaban con los del Norte, no decían esta boca es mía.
Yo
esperaba algo, pero no lo que sucedió.
Ajuera
oimos una mujer que lloraba y después la voz que ya conocíamos, pero serena,
casi demasiado serena, como si ya no juera de alguien, diciéndole:
—Entrá, m'hija —y luego otro llanto. Luego la voz como si empezara a
desesperarse.
—¡Abrí te digo, abrí
gaucha arrastrada, abrí, perra! —se abrió en eso la puerta tembleque, y entró
la Lujanera, sola. Entró mandada, como si viniera arreándola alguno.
—La está mandando un
ánima —dijo el Inglés.
—Un muerto, amigo —dijo
entonces el Corralero. El rostro era como de borracho. Entró, y en la cancha
que le abrimos todos, como antes, dió unos pasos marcados —alto, sin ver— y se
fue al suelo de una vez, como poste. Uno de los que vinieron con él, lo acostó
de espaldas y le acomodó el ponchito de almohada. Esos ausilios lo ensuciaron
de sangre. Vimos entonces que traiba una herida juerte en el pecho; la sangre
le encharcaba y ennegrecia un lengue punzó que antes no le oservé, porque lo
tapó la chalina. Para la primera cura, una de las mujeres trujo caña y unos
trapos quemados. El hombre no estaba para esplicar. La Lujanera lo miraba como
perdida, con los brazos colgando. Todos estaban preguntándose con la cara y
ella consiguió hablar. Dijo que luego de salir con el Corralero, se jueron a un
campito, y que en eso cae un desconocido y lo llama como desesperado a pelear y
le infiere esa puñalada y que ella jura que no sabe quién es y que no es
Rosendo. ¿Quién le iba a creer?
El
hombre a nuestros pies se moría. Yo pensé que no le había temblado el pulso al
que lo arregló. El hombre, sin embargo, era duro. Cuando golpeó, la Julia había
estao cebando unos mates y el mate dió Ia vuelta redonda y volvío a mi mano,
antes que falleciera. “Tápenme la cara”, dijo despacio, cuando no pudo más.
Sólo le quedaba el orgullo y no iba a consentir que le curiosearan los visajes
de la agonía. Alguien le puso encima el chambergo negro, que era de copa
altísima. Se murió abajo del chambergo, sin queja. Cuando el pecho acostado
dejó de subir y bajar, se animaron a descubrirlo. Tenía ese aire fatigado de
los difuntos; era de los hombres de más coraje que hubo en aquel entonces,
dende la Batería hasta el Sur; en cuanto lo supe muerto y sin habla, le perdí
el odio.
—Para
morir no se precisa más que estar vivo —dijo una del montón, y otra, pensativa
también:
—Tanta soberbia el hombre, y no sirve más que pa juntar moscas.
Entonces
los norteros jueron diciéndose un cosa despacio y dos a un tiempo la repitieron
juerte después.
—Lo
mató la mujer.
Uno le
grito en la cara si era ella, y todos la cercaron. Ya me olvidé que tenía que
prudenciar y me les atravesé como luz. De atolondrado, casi pelo el fiyingo.
Sentí que muchos me miraban, para no decir todos. Dije como con sorna:
—Fijensén en las manos de esa mujer. ¿Que pulso ni que corazón va a tener para
clavar una puñalada?
Añadí,
medio desganado de guapo:
—¿Quién iba a soñar que
el finao, que asegún dicen, era malo en su barrio, juera a concluir de una
manera tan bruta y en un lugar tan enteramente muerto como éste, ande no pasa nada,
cuando no cae alguno de ajuera para distrairnos y queda para la escupida
después?
El
cuero no le pidió biaba a ninguno.
En eso
iba creciendo en la soledá un ruido de jinetes. Era la policía. Quien más,
quien menos, todos tendrían su razón para no buscar ese trato, porque
determinaron que lo mejor era traspasar el muerto al arroyo. Recordarán ustedes
aquella ventana alargada por la que pasó en un brillo el puñal. Por ahí paso
después el hombre de negro. Lo levantaron entre muchos y de cuantos centavos y
cuanta zoncera tenía lo aligeraron esas manos y alguno le hachó un dedo para
refalarle el anillo. Aprovechadores, señor, que así se le animaban a un pobre
dijunto indefenso, después que lo arregló otro más hombre. Un envión y el agua torrentosa
y sufrida se lo llevó. Para que no sobrenadara, no se si le arrancaron las
vísceras, porque preferí no mirar. El de bigote gris no me quitaba los ojos. La
Lujanera aprovechó el apuro para salir.
Cuando echaron su vistazo los de la ley, el baile estaba medio animado. El
ciego del violín le sabía sacar unas habaneras de las que ya no se oyen. Ajuera
estaba queriendo clariar. Unos postes de ñandubay sobre una lomada estaban como
sueltos, porque los alambrados finitos no se dejaban divisar tan temprano.
Yo me
fui tranquilo a mi rancho, que estaba a unas tres cuadras. Ardía en la ventana
una lucecita, que se apagó en seguida. De juro que me apure a llegar, cuando me
di cuenta. Entonces, Borges, volví a sacar el cuchillo corto y filoso que yo
sabía cargar aquí, en el chaleco, junto al sobaco izquierdo, y le pegué otra
revisada despacio, y estaba como nuevo, inocente, y no quedaba ni un rastrito
de sangre.
Los textos forman parte de estudio en ejercicios de
taller.-
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