TALLER ALEJO
CARPENTIER (1904 – 1980)
EL ADJETIVO Y SUS ARRUGAS
Los adjetivos son las arrugas del estilo. Cuando se inscriben en la poesía, en la prosa,
de modo natural, sin acudir al llamado de una costumbre, regresan a su
universal depósito sin haber dejado mayores huellas en una página. Pero cuando
se les hace volver a menudo, cuando se les confiere una importancia particular,
cuando se les otorga dignidades y categorías, se hacen arrugas, arrugas que se
ahondan cada vez más, hasta hacerse surcos anunciadores de decrepitud, para el
estilo que los carga. Porque las ideas
nunca envejecen, cuando son ideas verdaderas. Tampoco los sustantivos. Cuando el Dios del Génesis luego de poner
luminarias en la haz del abismo, procede a la división de las aguas, este acto
de dividir las aguas se hace imagen grandiosa mediante palabras concretas, que
conservan todo su potencial poético desde que fueran pronunciadas por vez
primera. Cuando Jeremías dice que ni puede el etíope mudar de piel, ni perder
sus manchas el leopardo, acuña una de esas expresiones poético-proverbiales
destinadas a viajar a través del tiempo, conservando la elocuencia de una idea
concreta, servida por palabras concretas. Así el refrán, frase que expone una
esencia de sabiduría popular de experiencia colectiva, elimina casi siempre el
adjetivo de sus cláusulas: "Dime con quién andas...", " Tanto va
el cántaro a la fuente...", " El muerto al hoyo...", etc. Y es
que, por instinto, quienes elaboran una materia verbal destinada a perdurar,
desconfían del adjetivo, porque cada
época tiene sus adjetivos perecederos, como tiene sus modas, sus faldas
largas o cortas, sus chistes o leontinas.
El romanticismo,
cuyos poetas amaban la desesperación -sincera o fingida- tuvo un riquísimo
arsenal de adjetivos sugerentes, de cuanto fuera lúgubre, melancólico,
sollozante, tormentoso, ululante, desolado, sombrío, medieval, crepuscular y
funerario. Los simbolistas reunieron
adjetivos evanescentes, grisáceos, aneblados, difusos, remotos, opalescentes,
en tanto que los modernistas
latinoamericanos los tuvieron helénicos, marmóreos, versallescos, ebúrneos,
panidas, faunescos, samaritanos, pausados en sus giros, sollozantes en sus
violonchelos, áureos en sus albas: de color absintio cuando de nepentes se
trataba, mientras leve y aleve se mostraba el ala del leve abanico. Al
principio de este siglo, cuando el ocultismo
se puso de moda en París, Sar Paladán llenaba sus novelas de adjetivos que
sugirieran lo mágico, lo caldeo, lo estelar y astral. Anatole France, en sus
vidas de santos, usaba muy hábilmente la adjetivación de Jacobo de la Vorágine
para darse "un tono de época". Los surrealistas fueron geniales en hallar y remozar cuanto adjetivo
pudiera prestarse a especulaciones poéticas sobre lo fantasmal, alucinante,
misterioso, delirante, fortuito, convulsivo y onírico. En cuanto a los existencialistas de segunda mano,
prefieren los purulentos e irritantes.
Así, los adjetivos se transforman, al cabo
de muy poco tiempo, en el academismo de una tendencia literaria, de una
generación. Tras de los inventores reales de una expresión, aparecen los que
sólo captaron de ella las técnicas de matizar, colorear y sugerir: la tintorería del oficio. Y cuando hoy
decimos que el estilo de tal autor de ayer nos resulta insoportable, no nos
referimos al fondo, sino a los oropeles, lutos, amaneramientos y orfebrerías,
de la adjetivación.
Y la verdad es que todos los grandes estilos se caracterizan por una
suma parquedad en el uso del adjetivo. Y cuando se valen de él, usan los
adjetivos más concretos, simples, directos, definidores de calidad,
consistencia, estado, materia y ánimo, tan preferidos por quienes redactaron la
Biblia, como por quien escribió el Quijote.
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