TALLER HORACIO QUIROGA (1879-1937)
LA GALLINA DEGOLLADA
Todo el día,
sentados en el patio, en un banco estaban los cuatro hijos idiotas del
matrimonio Mazzini-Ferraz. Tenían la lengua entre los labios, los ojos
estúpidos, y volvían la cabeza con la boca abierta.
El patio era de
tierra, cerrado al oeste por un cerco de ladrillos. El banco quedaba paralelo a
él, a cinco metros, y allí se mantenían inmóviles, fijos los ojos en los
ladrillos. Como el sol se ocultaba tras el cerco, al declinar los idiotas
tenían fiesta. La luz enceguecedora llamaba su atención al principio, poco a
poco sus ojos se animaban; se reían al fin estrepitosamente, congestionados por
la misma hilaridad ansiosa, mirando el sol con alegría bestial, como si fuera
comida.
Otras veces,
alineados en el banco, zumbaban horas enteras, imitando al tranvía eléctrico.
Los ruidos fuertes sacudían asimismo su inercia, y corrían entonces,
mordiéndose la lengua y mugiendo, alrededor del patio. Pero casi siempre
estaban apagados en un sombrío letargo de idiotismo, y pasaban todo el día
sentados en su banco, con las piernas colgantes y quietas, empapando de
glutinosa saliva el pantalón.
El mayor tenía doce
años y el menor, ocho. En todo su aspecto sucio y desvalido se notaba la falta
absoluta de un poco de cuidado maternal.
Esos cuatro
idiotas, sin embargo, habían sido un día el encanto de sus padres. A los tres
meses de casados, Mazzini y Berta orientaron su estrecho amor de marido y
mujer, y mujer y marido, hacia un porvenir mucho más vital: un hijo. ¿Qué mayor
dicha para dos enamorados que esa honrada consagración de su cariño, libertado
ya del vil egoísmo de un mutuo amor sin fin ninguno y, lo que es peor para el
amor mismo, sin esperanzas posibles de renovación?
Así lo sintieron
Mazzini y Berta, y cuando el hijo llegó, a los catorce meses de matrimonio,
creyeron cumplida su felicidad. La criatura creció bella y radiante, hasta que
tuvo año y medio. Pero en el vigésimo mes sacudiéronlo una noche convulsiones
terribles, y a la mañana siguiente no conocía más a sus padres. El médico lo
examinó con esa atención profesional que está visiblemente buscando las causas
del mal en las enfermedades de los padres.
Después de algunos
días los miembros paralizados recobraron el movimiento; pero la inteligencia,
el alma, aun el instinto, se habían ido del todo; había quedado profundamente
idiota, baboso, colgante, muerto para siempre sobre las rodillas de su madre.
—¡Hijo, mi hijo querido! —sollozaba ésta, sobre aquella
espantosa ruina de su primogénito.
El padre, desolado,
acompañó al médico afuera.
—A usted se le puede decir: creo que es un caso perdido.
Podrá mejorar, educarse en todo lo que le permita su idiotismo, pero no más
allá.
—¡Sí!... ¡Sí! —asentía Mazzini—. Pero dígame: ¿Usted cree que
es herencia, que...?
—En cuanto a la herencia paterna, ya le dije lo que creía
cuando vi a su hijo. Respecto a la madre, hay allí un pulmón que no sopla bien.
No veo nada más, pero hay un soplo un poco rudo. Hágala examinar detenidamente.
Con el alma
destrozada de remordimiento, Mazzini redobló el amor a su hijo, el pequeño
idiota que pagaba los excesos del abuelo. Tuvo asimismo que consolar, sostener
sin tregua a Berta, herida en lo más profundo por aquel fracaso de su joven
maternidad.
Como es natural, el
matrimonio puso todo su amor en la esperanza de otro hijo. Nació éste, y su
salud y limpidez de risa reencendieron el porvenir extinguido. Pero a los
dieciocho meses las convulsiones del primogénito se repetían, y al día
siguiente el segundo hijo amanecía idiota.
Esta vez los padres
cayeron en honda desesperación. ¡Luego su sangre, su amor estaban malditos! ¡Su
amor, sobre todo! Veintiocho años él, veintidós ella, y toda su apasionada
ternura no alcanzaba a crear un átomo de vida normal. Ya no pedían más belleza
e inteligencia como en el primogénito; ¡pero un hijo, un hijo como todos!
Del nuevo desastre
brotaron nuevas llamaradas del dolorido amor, un loco anhelo de redimir de una
vez para siempre la santidad de su ternura. Sobrevinieron mellizos, y punto por
punto repitióse el proceso de los dos mayores.
Mas por encima de
su inmensa amargura quedaba a Mazzini y Berta gran compasión por sus cuatro
hijos. Hubo que arrancar del limbo de la más honda animalidad, no ya sus almas,
sino el instinto mismo, abolido. No sabían deglutir, cambiar de sitio, ni aun
sentarse. Aprendieron al fin a caminar, pero chocaban contra todo, por no darse
cuenta de los obstáculos. Cuando los lavaban mugían hasta inyectarse de sangre
el rostro. Animábanse sólo al comer, o cuando veían colores brillantes u oían
truenos. Se reían entonces, echando afuera lengua y ríos de baba, radiantes de
frenesí bestial. Tenían, en cambio, cierta facultad imitativa; pero no se pudo
obtener nada más.
Con los mellizos
pareció haber concluido la aterradora descendencia. Pero pasados tres años
desearon de nuevo ardientemente otro hijo, confiando en que el largo tiempo
transcurrido hubiera aplacado a la fatalidad.
No satisfacían sus
esperanzas. Y en ese ardiente anhelo que se exasperaba en razón de su
infructuosidad, se agriaron. Hasta ese momento cada cual había tomado sobre sí
la parte que le correspondía en la miseria de sus hijos; pero la desesperanza
de redención ante las cuatro bestias que habían nacido de ellos echó afuera esa
imperiosa necesidad de culpar a los otros, que es patrimonio específico de los
corazones inferiores.
Iniciáronse con el
cambio de pronombre: tus hijos. Y como a más del insulto había la
insidia, la atmósfera se cargaba.
—Me parece —díjole una noche Mazzini, que acababa de entrar
y se lavaba las manos—que podrías tener más limpios a los muchachos.
Berta continuó
leyendo como si no hubiera oído.
—Es la primera vez —repuso al rato— que te veo inquietarte
por el estado de tus hijos.
Mazzini volvió un
poco la cara a ella con una sonrisa forzada:
—De nuestros hijos, ¿me parece?
—Bueno, de nuestros hijos. ¿Te gusta así? —alzó ella los
ojos.
Esta vez Mazzini se
expresó claramente:
—¿Creo que no vas a decir que yo tenga la culpa, no?
—¡Ah, no! —se sonrió Berta, muy pálida— ¡pero yo tampoco,
supongo!... ¡No faltaba más!... —murmuró.
—¿Qué no faltaba más?
—¡Que si alguien tiene la culpa, no soy yo, entiéndelo bien!
Eso es lo que te quería decir.
Su marido la miró un momento, con brutal deseo de
insultarla.
—¡Dejemos! —articuló, secándose por fin las manos.
—Como quieras; pero si quieres decir...
—¡Berta!
—¡Como quieras!
Éste fue el primer
choque y le sucedieron otros. Pero en las inevitables reconciliaciones, sus
almas se unían con doble arrebato y locura por otro hijo.
Nació así una niña.
Vivieron dos años con la angustia a flor de alma, esperando siempre otro
desastre. Nada acaeció, sin embargo, y los padres pusieron en ella toda su
complaciencia, que la pequeña llevaba a los más extremos límites del mimo y la
mala crianza.
Si aún en los
últimos tiempos Berta cuidaba siempre de sus hijos, al nacer Bertita olvidóse
casi del todo de los otros. Su solo recuerdo la horrorizaba, como algo atroz
que la hubieran obligado a cometer.
A Mazzini, bien que en menor grado, pasábale lo mismo. No
por eso la paz había llegado a sus almas. La menor indisposición de su hija
echaba ahora afuera, con el terror de perderla, los rencores de su descendencia
podrida. Habían acumulado hiel sobrado tiempo para que el vaso no quedara
distendido, y al menor contacto el veneno se vertía afuera. Desde el primer
disgusto emponzoñado habíanse perdido el respeto; y si hay algo a que el hombre
se siente arrastrado con cruel fruición es, cuando ya se comenzó, a humillar
del todo a una persona. Antes se contenían por la mutua falta de éxito; ahora
que éste había llegado, cada cual, atribuyéndolo a sí mismo, sentía mayor la
infamia de los cuatro engendros que el otro habíale forzado a crear.
Con estos
sentimientos, no hubo ya para los cuatro hijos mayores afecto posible. La
sirvienta los vestía, les daba de comer, los acostaba, con visible brutalidad.
No los lavaban casi nunca. Pasaban todo el día sentados frente al cerco,
abandonados de toda remota caricia. De este modo Bertita cumplió cuatro años, y
esa noche, resultado de las golosinas que era a los padres absolutamente
imposible negarle, la criatura tuvo algún escalofrío y fiebre. Y el temor a
verla morir o quedar idiota, tornó a reabrir la eterna llaga.
Hacía tres horas
que no hablaban, y el motivo fue, como casi siempre, los fuertes pasos de
Mazzini.
—¡Mi Dios! ¿No puedes caminar más despacio? ¿Cuántas
veces...?
—Bueno, es que me olvido; ¡se acabó! No lo hago a propósito.
Ella se sonrió,
desdeñosa: —¡No, no te creo tanto!
—Ni yo jamás te hubiera creído tanto a ti... ¡tisiquilla!
—¡Qué! ¿Qué dijiste?...
—¡Nada!
—¡Sí, te oí algo! Mira: ¡no sé lo que dijiste; pero te juro
que prefiero cualquier cosa a tener un padre como el que has tenido tú!
Mazzini se puso
pálido.
—¡Al fin! —murmuró con los dientes apretados—. ¡Al fin,
víbora, has dicho lo que querías!
—¡Sí, víbora, sí! Pero yo he tenido padres sanos, ¿oyes?,
¡sanos! ¡Mi padre no ha muerto de delirio! ¡Yo hubiera tenido hijos como los de
todo el mundo! ¡Esos son hijos tuyos, los cuatro tuyos!
Mazzini explotó a su vez.
—¡Víbora tísica! ¡eso es lo que te dije, lo que te quiero
decir! ¡Pregúntale, pregúntale al médico quién tiene la mayor culpa de la
meningitis de tus hijos: mi padre o tu pulmón picado, víbora!
Continuaron cada vez con mayor violencia, hasta que un
gemido de Bertita selló instantáneamente sus bocas. A la una de la mañana la
ligera indigestión había desaparecido, y como pasa fatalmente con todos los
matrimonios jóvenes que se han amado intensamente una vez siquiera, la
reconciliación llegó, tanto más efusiva cuanto infames fueran los agravios.
Amaneció un
espléndido día, y mientras Berta se levantaba escupió sangre. Las emociones y
mala noche pasada tenían, sin duda, gran culpa. Mazzini la retuvo abrazada
largo rato, y ella lloró desesperadamente, pero sin que ninguno se atreviera a
decir una palabra.
A las diez
decidieron salir, después de almorzar. Como apenas tenían tiempo, ordenaron a
la sirvienta que matara una gallina.
El día radiante
había arrancado a los idiotas de su banco. De modo que mientras la sirvienta
degollaba en la cocina al animal, desangrándolo con parsimonia (Berta había
aprendido de su madre este buen modo de conservar la frescura de la carne),
creyó sentir algo como respiración tras ella. Volvióse, y vio a los cuatro idiotas, con
los hombros pegados uno a otro, mirando estupefactos la operación... Rojo...
rojo...
—¡Señora! Los niños están aquí, en la cocina.
Berta llegó; no
quería que jamás pisaran allí. ¡Y ni aun en esas horas de pleno perdón, olvido
y felicidad reconquistada, podía evitarse esa horrible visión! Porque,
naturalmente, cuando más intensos eran los raptos de amor a su marido e hija,
más irritado era su humor con los monstruos.
—¡Que salgan, María! ¡Échelos! ¡Échelos, le digo!
Las cuatro pobres
bestias, sacudidas, brutalmente empujadas, fueron a dar a su banco.
Después de almorzar
salieron todos. La sirvienta fue a Buenos Aires y el matrimonio a pasear por
las quintas. Al bajar el sol volvieron; pero Berta quiso saludar un momento a
sus vecinas de enfrente. Su hija escapóse enseguida a casa.
Entretanto los
idiotas no se habían movido en todo el día de su banco. El sol había traspuesto
ya el cerco, comenzaba a hundirse, y ellos continuaban mirando los ladrillos, más
inertes que nunca.
De pronto algo se
interpuso entre su mirada y el cerco. Su hermana, cansada de cinco horas
paternales, quería observar por su cuenta. Detenida al pie del cerco, miraba
pensativa la cresta. Quería trepar, eso no ofrecía duda. Al fin decidióse por
una silla desfondada, pero aun no alcanzaba. Recurrió entonces a un cajón de
kerosene, y su instinto topográfico hízole colocar vertical el mueble, con lo
cual triunfó.
Los cuatro idiotas,
la mirada indiferente, vieron cómo su hermana lograba pacientemente dominar el
equilibrio, y cómo en puntas de pie apoyaba la garganta sobre la cresta del
cerco, entre sus manos tirantes. Viéronla mirar a todos lados, y buscar apoyo
con el pie para alzarse más.
Pero la mirada de
los idiotas se había animado; una misma luz insistente estaba fija en sus
pupilas. No apartaban los ojos de su hermana mientras creciente sensación de
gula bestial iba cambiando cada línea de sus rostros. Lentamente avanzaron
hacia el cerco. La pequeña, que habiendo logrado calzar el pie iba ya a montar
a horcajadas y a caerse del otro lado, seguramente sintióse cogida de la
pierna. Debajo de ella, los ocho ojos clavados en los suyos le dieron miedo.
—¡Soltáme! ¡Déjame! —gritó sacudiendo la pierna. Pero fue
atraída.
—¡Mamá! ¡Ay, mamá! ¡Mamá, papá! —lloró imperiosamente. Trató
aún de sujetarse del borde, pero sintióse arrancada y cayó.
—Mamá, ¡ay! Ma... —No pudo gritar más. Uno de ellos le
apretó el cuello, apartando los bucles como si fueran plumas, y los otros la
arrastraron de una sola pierna hasta la cocina, donde esa mañana se había
desangrado a la gallina, bien sujeta, arrancándole la vida segundo por segundo.
Mazzini, en la casa de enfrente, creyó oír la voz de su
hija.
—Me parece que te llama—le dijo a Berta.
Prestaron oído,
inquietos, pero no oyeron más. Con todo, un momento después se despidieron, y
mientras Berta iba dejar su sombrero, Mazzini avanzó en el patio.
—¡Bertita!
Nadie respondió.
—¡Bertita! —alzó más la voz, ya alterada.
Y el silencio fue
tan fúnebre para su corazón siempre aterrado, que la espalda se le heló de
horrible presentimiento.
—¡Mi hija, mi hija! —corrió ya desesperado hacia el fondo.
Pero al pasar frente a la cocina vio en el piso un mar de sangre. Empujó
violentamente la puerta entornada, y lanzó un grito de horror.
Berta, que ya se había lanzado corriendo a su vez al oír el
angustioso llamado del padre, oyó el grito y respondió con otro. Pero al
precipitarse en la cocina, Mazzini, lívido como la muerte, se interpuso,
conteniéndola:
—¡No entres! ¡No entres!
Berta alcanzó a ver el piso inundado de sangre. Sólo pudo
echar sus brazos sobre la cabeza y hundirse a lo largo de él con un ronco
suspiro.
Cuentos de amor de locura y de muerte, 1917.
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