EL POETA SEPTUAGENARIO
Comí los alimentos del mundo. Mi mano tocó
piedras de ciudades famosas y mi cuerpo, reducido ahora, pero sano y salvaje,
atravesó calles más numerosas que las arrugas de un río. ¿Qué hombres no
conocí? ¿Qué libros no he leído? ¿Qué ha de haber en el almacén de lo visible y
de lo invisible que se me pueda vender como novedad? En las mañanas del mes de
octubre, llenas de sol y palomas, contemplo la explosión lenta de las flores
del duraznero y me paseo tranquilo, gozando de buena digestión y de buena
respiración, la lengua llena del gusto del café y un cigarrillo que humea entre
mis dedos. Debí pasar por todo eso, es la larga noche del deseo y la posesión,
para llegar hasta aquí.
En mi mente martillean versos
férreos, ajenos. Resuenan en mí como la primera vez. La belleza, que para
Platón era reminiscencia, para mí, indefenso y libre, no es más que actualidad.
La misma música aliterada me estremece de nuevo, cada vez, con delicias
flamantes. El café: una sombra en relación con su regusto, con esa pesadez
perfumada que se irradia, sutil, desde la punta de mi lengua, ahora. Lo que nos
salva a nosotros, los viejos, es ver arder detrás el mundo, depositado sobre un
lecho de ceniza palpitante. Sobre ese colchón estoy parado contemplando mi
propia sombra que encoge lentamente en la mañana.
Que otros gocen hoy la maravilla del nacimiento
y del sabor de la primera entrega perfumada del mundo, o de una muchedumbre de
fiestas nocturnas. El sol de los ciegos es más negro que la noche y el
nacimiento más perfecto es la muerte. Mi luz es única. No la puedo cambiar. Y
el humo de mi cigarrillo es más sólido y más azul que un ramo de ciudades.
Juan
José Saer nació en Serodino (provincia de Santa Fe) el 28 de junio de 1937,
y
murió en París, Francia, el 11 de junio de 2005.
Los
textos forman parte de estudio en ejercicios de taller.
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