"Y recordá / la vida / no es más que estos pedazos de nosotros / compartidos con los demás"

lunes, 26 de junio de 2017

JOSÉ MARÍA ARGUEDAS Interpretar el caos y el orden















TALLER JOSÉ MARÍA ARGUEDAS
(Andahuaylas, Perú, 18 de enero de 1911 - Lima, 2 de diciembre de 1969)
EL ZORRO DE ARRIBA Y EL ZORRO DE ABAJO


     Escribimos por amor, por goce y por necesidad, no por oficio. Eso de planear una novela pensando en que con su venta se ha de ganar honorarios, me parece cosa de gente muy metida en las especializaciones. Yo vivo para escribir, y creo que hay que vivir des-incondicionalmente para interpretar el caos y el orden. 




Los textos forman parte de estudio en ejercicios de taller. - 

viernes, 16 de junio de 2017

HORACIO QUIROGA Nunca vimos en los animales de casa orgullo mayor que el que sintió nuestra gata cuando le dimos a amamantar una tigrecita recién nacida











TALLER HORACIO QUIROGA
(Salto, Uruguay, 31 de diciembre de 1878 - Buenos Aires, Argentina, 19 de febrero de 1937)
EL TIGRE

     Nunca vimos en los animales de casa orgullo mayor que el que sintió nuestra gata cuando le dimos a amamantar una tigrecita recién nacida. 

     La olfateó largos minutos por todas partes, hasta volverla de vientre; y, por más largo rato aún, la lamió, la alisó y la peinó sin parar mientes en el ronquido de la fierecilla, que, comparado con la queja maullante de los otros gatitos, semejaba un trueno. 


     Desde ese instante y durante los nueve días en que la gata amamantó a la fiera, no tuvo ojos más que para aquella espléndida y robusta hija llovida del cielo. 


     Todo el campo mamario pertenecía de hecho y derecho a la roncante princesa. A uno y otro lado de sus tensas patas, opuestas como vallas infranqueables, los gatitos legítimos aullaban de hambre. 


     La tigre abrió, por fin los ojos y, desde ese momento entró a nuestro cuidado. Pero, ¡qué cuidado! Mamaderas entiabadas, dosificadas y vigiladas con atención extrema; imposibilidad para incorporarnos libremente, pues la tigrecilla estaba siempre entre nuestros pies. Noches en vela, más tarde, para atender los dolores de vientre de nuestra pupila, que se revolcaba con atroces calambres y sacudía las patas con una violencia que parecía iba a romperlas. Y al final, sus largos quejidos de extenuación, absolutamente humanos. Y los paños calientes; y aquellos minutos de mirada atónita y velada por el aplastamiento, durante los cuales no nos reconocía. 


     No es de extrañar, así, que la salvaje criatura sintiera por nosotros toda la predilección que un animal siente por lo único que desde nacer se vio a su lado. 


     Nos seguía por los caminos, ente los perros y un coatí, ocupando siempre el centro de la calle. 


     Caminaba con la cabeza baja, sin parecer ver a nadie, y menos todavía a los peones, estupefactos ante su presencia bien insólita en una carretera pública. 


     Y, mientras los perros y el coatí se revolvían por las profundas cunetas del camino, ella, la real fiera de dos meses, seguía gravemente a tres metros detrás de nosotros, con su gran lazo celeste al cuello y sus ojos del mismo color. 

     Con los animales de presa se suscita, tarde o temprano, el problema de la alimentación con carne viva. Nuestro problema retardado por una constante vigilancia, estalló un día, llevándose la vida de nuestra predilecta con él.

     La joven tigre no comía sino carne cocida. Jamás había probado otra cosa. Aún más; desdeñaba la carne cruda, según lo verificamos una y otra vez. Nunca le notamos interés alguno por las ratas de campo que de noche cruzaban el patio y, menos aún, por las gallinas, rodeadas entonces de pollos. 


     Una gallina nuestra, gran preferida de la casa, criada al lado de las tazas de café con leche, sacó en esos días pollitos. Como madre, era aquella gallina única; no perdía jamás un pollo. La casa, pues, estaba de parabienes. 


     Un mediodía de ésos, oímos en el patio los estertores de agonía de nuestra gallina, exactamente como si la estrangularan. Salté afuera y vi a nuestra tigre, erizada y espumando sangre por la boca, prendida con garras y dientes del cuello de la gallina. 

     Más nervioso de lo que yo hubiera querido estar, cogí a la fierecilla por el cuello y la arrojé rodando por el piso de arena del patio y sin intención de hacerle daño. 

     Pero no tuve suerte. En un costado del mismo patio, entre dos palmeras, había ese día una piedra. Jamás había estado allí. Era en casa un rígido dogma el que no hubiera nunca piedras en el patio. Girando sobre sí misma nuestra tigre alcanzó hasta la piedra y golpeó contra ella la cabeza. La fatalidad procede a veces así. 


     Dos horas después nuestra pupila moría. No fue esa tarde un día feliz para nosotros. 


     Cuatro años más tarde, hallé entre los bambúes de casa, pero no en el suelo, sino a varios metros de altura, mi cuchillo de monte con que mis chicos habían cavado la fosa para la tigresita y que ellos habían olvidado de recoger después del entierro. 


     Había quedado, sin duda, sujeto entre los gajos nacientes de algún pequeño bambú. Y, con su crecimiento de cuatro años, la caña había arrastrado mi cuchillo hasta allá. 

En: Cuentos para mis hijos


Los textos forman parte de estudio en ejercicios de taller. - 

sábado, 3 de junio de 2017

NICANOR PARRA En total armonía conmigo mismo












TALLER NICANOR PARRA
(San Fabián de Alico, Región del Biobío, Chile, 5 de septiembre de 1914)
IX

Ahora que ya revelé mi secreto
quisiera despedirme de todos ustedes
en total armonía conmigo mismo
con un abrazo bien apretado
por haber llevado a feliz término
la misión que el Señor me encomendó
cuando se me apareció en sueños
hace la miseria de veintidós años
juro que no le guardo rencor a nadie
ni siquiera a los que pusieron en duda mi virilidad
sepan esos reverendos señores
que soy un hombre totalmente normal
y perdonen si me he expresado en lengua vulgar
es que esa es la lengua de la gente.





(Sermones y prédicas del Cristo de Elqui, 1977)



Los textos forman parte de estudio en ejercicios de taller. -