"Y recordá / la vida / no es más que estos pedazos de nosotros / compartidos con los demás"

viernes, 29 de mayo de 2015

JUAN JOSÉ HERNÁNDEZ El inocente















TALLER Juan José Hernández (1931 - 2007).
En EL INOCENTE (1965)

A José Bianco

     Estábamos acostumbrados a que se dijera de Rudecindo que era una desgracia para su madre, que hubiera sido preferible que naciese muerto, y otras frases por el estilo que empezaban con un piadoso "Dios nos libre y guarde" o "Que Dios no me castigue, pero..." y que terminaban con un suspiro de resignación.
     Cuando hablaba de su hijo doña Teresa ponía los ojos en blanco:
     —¡Qué habré hecho para merecer esta cruz! —se lamentaba. Mis tías, al oírla, se esforzaban por disimular una expresión de tristeza adecuada a las circunstancias:
     —Una madre es siempre una madre —le decían luego, sentenciosamente.
     Doña Teresa se ganaba la vida cosiendo vestidos para las mujeres del barrio. Nunca le faltaba trabajo. "Puesta a pedalear en la Singer, Teresa es un portento. En menos de una hora se despacha un batón de entrecasa", decían de ella con admiración. Pero había otros motivos por los cuales la madre de Rudecindo era tan solicitada. Gracias a su profesión, estaba al tanto de la intimidad de muchos hogares, y de una manera velada descubría la avaricia, la dejadez o la infidelidad conyugal de una vecina sospechosa.
     Por lo general doña Teresa llegaba a mi casa después de mediodía, con la valija donde guardaba el centímetro, las tijeras, el alfiletero, la tiza y el papel para los moldes. Detrás de ella, enredado en los pliegues de su falda, caminaba Rudecindo. Al entrar, doña Teresa se disculpaba por traer a su hijo. "No puedo dejarlo solo. Es un peligro. Todo se lo lleva a la boca", explicaba. En efecto, era corriente verla abandonar la máquina donde cosía, sentada bajo el parral del segundo patio, para precipitarse sobre Rudecindo y arrebatarle la hoja de helecho, la piedrita del cantero o la hormiga que estaba a punto de tragar.
     Por más que las personas mayores y en especial tío Esteban nos habían advertido hasta el cansancio que era de niños maleducados mirar con insistencia y que lo correcto es adoptar un aire indiferente, terminábamos por olvidar estas recomendaciones y acercarnos fascinados al rincón del patio donde Rudecindo, con los ojos entornados y las piernas cruzadas, parecía dormitar en una actitud idéntica a la del Buda de porcelana que había en la vitrina de la sala. De vez en cuando se mojaba los labios con la punta de la lengua, una lengua carnosa, curiosamente vivaz en su cara redonda, inexpresiva.
     Tío Esteban, hermano de mi difunta madre, vivía con nosotros y nos odiaba a Julia y a mí porque hacíamos ruido a la hora de la siesta mientras él descansaba. A veces, furioso, abría la ventana de su cuarto y nos arrojaba un zapato que esquivábamos hábilmente mientras corríamos a refugiarnos en el cuarto de mi abuela. De tío Esteban habíamos oído decir que era un extravagante, un solterón y un ocioso; de mi abuela, que estaba loca; de Julia y de mí, que no éramos primos sino hermanos.
     Tío Esteban ocupaba parte de su tiempo en peinarse; ordenaba cuidadosamente frente al espejo sus escasos mechones de su pelo hasta formar con ellos una especie de casco uniforme y retinto, tarea inútil porque el pelo, al secarse, se entreabría y dejaba al descubierto su calvicie. Además de cuidarse el pelo, tío Esteban tenía otra pasión: un gato que se llamaba Roberto, aborrecido por las mujeres de la casa desde el día que atrapó de un zarpazo a un colibrí; al advertirlo, corrimos hacia el gato para salvar al pajarito. Pero ya era tarde: Roberto se relamía, con los ojos más brillantes que de costumbre, como alimentados por aquella trémula llama verde que acababa de devorar. Una semana después del episodio, Roberto desapareció. Al principio nadie se preocupó por ello; quizá anduviera por los techos, como otras veces, y en cualquier momento apareciera de nuevo en la cocina, con el rabo caído y una oreja lastimada, maullando frente a la botella de leche. Pero no fue así. Poco tiempo después Julia y yo lo descubrimos muerto en la quinta del alemán. Ocultamos nuestro hallazgo. Nos habían prohibido subir a la pared del fondo que daba a la quinta, pero a menudo desafiábamos el peligro para robar naranjas. Nunca saltábamos la tapia; hacerlo hubiera sido correr la misma suerte del gato. Provistos de un palo de escoba en cuyo extremo habíamos dispuesto un alambre en forma de gancho, cortábamos de un violento tirón las naranjas de los árboles cercanos. Abajo, los perros guardianes de la quinta ladraban, echaban espuma por la boca, mostraban los dientes, gemían de furia e impotencia. El alemán, un ingeniero agrónomo que vivía en el centro de la ciudad, sólo les daba de comer una vez por semana para volverlos más feroces. En su quinta había un tipo de naranja de piel muy fina, extremadamente dulce, que a Julia y a mí nos desagradaba pero que hacía las delicias de la abuela, no sólo a causa de su sabor, sino también porque las características del fruto le permitían un curioso entretenimiento. Con sus manos pequeñas apretaba la naranja hasta volverla blanda como una pelota de goma; luego con un alfiler la pinchaba en un extremo y por allí comenzaba a sorber el jugo, con expresión de éxtasis, lentamente. Sobre la mesa de luz quedaban amontonadas las naranjas, exangües y arrugadas como las mejillas de mi abuela.
     Tío Esteban no se resignó fácilmente a la desaparición del gato. Revisó las habitaciones, abrió todos los roperos, temeroso de que Roberto estuviera encerrado en alguno. Desconsolado, trepó al techo. "Robertito, minino querido", repetía hasta el cansancio, y por las noches dejaba en el patio un plato de carne picada por si volvía el ingrato.
     Mis tías dijeron que la ingratitud es propia de los felinos, que los gatos tienen mal olor, que a los animales no se los debe llamar con nombres de cristianos, que tío Esteban, en vez de lamentarse por esas tonterías, debía ponerse a trabajar en algo útil, y que después de todo había en el mundo desgracias mayores, como el caso de doña Teresa, la costurera.
     ¿Motivó la desaparición del gato que tío Esteban comenzara a interesarse en Rudecindo y emprendiera con él una tarea no demasiado apropiada a su carácter irritable? Bastaba con que Julia o yo no supiéramos la tabla de multiplicar o cometiéramos el menor error de ortografía para que tío Esteban arrojara el cuaderno contra la pared y nos cubriera de insultos. A pesar de que no ignorábamos por las conversaciones de los demás que sus enojos eran pasajeros ("Amaneció con la luna", decían. "Es mejor no contradecirlo") temíamos sus estallidos de cólera, sobre todo Julia, que a veces lloraba cuando él, fuera de sí, exclamaba: "Cerebro de mosquito, como tu madre; no me extraña: de tal palo tal astilla" olvidando que se refería a su propia hermana.
     Como mi abuela, tío Esteban era muy religioso; rezaba el rosario por las tardes, se persignaba al pasar por una iglesia, y en las procesiones de Semana Santa marchaba detrás del Cristo y de la Virgen de los Dolores. Las mujeres de la casa se burlaban en secreto de tío Esteban y lo llamaban santurrón y anticuado cuando él criticaba la desvergüenza de una parienta que, a su juicio, iba a misa "escotada y pintarrajeada como una perdida".
     Su decisión de enseñar a leer y a escribir a Rudecindo fue considerada un disparate: "Qué ganas de perder el tiempo. Una piedra aprendería con más facilidad". Sin embargo, él persistió en su propósito. Tres veces por semana, al atardecer, doña Teresa aparecía con su hijo. "No quisieron admitirlo en ninguna escuela, don Esteban", le decía, "pero ya verá que el chico es inteligente".
     Tío Esteban sentaba a Rudecindo en una silla frente a la mesa del vestíbulo, y ponía fuera de su alcance el lápiz y la goma de borrar, sobre todo esta última que Rudecindo miraba con ojos de codicia, entreabriendo la boca. Nosotros observábamos la escena desde el corredor, y a menudo sofocábamos la risa cuando tío Esteban, empeñado en que Rudecindo copiara una letra del abecedario, inclinaba la cabeza sobre el cuaderno, movimiento que hacía despegar un largo mechón de pelo que su alumno atrapaba, también con la intención de llevárselo a la boca. Meses después, tío Esteban mostró a la familia el resultado de su esfuerzo: una hoja cubierta de garabatos, en la que podía leerse con buena voluntad "papá" y "mamá". Ya por entonces tío Esteban nos permitía, después de sus lecciones, jugar al escondite o a la mancha con su alumno, llevarlo a la heladería y a la plaza. A Julia y a mí nos divertía pasear con Rudecindo; la gente se asomaba a los balcones para verlo; después, en la plaza, los chicos interrumpían sus juegos y nos rodeaban, absortos. Julia prodigaba a Rudecindo las mismas delicadezas que a su muñeca preferida: lo sentaba cuidadosamente sobre el césped, le peinaba el flequillo, le arreglaba el cuello del traje marinero. Si bien es cierto que Rudecindo no había adelantado mucho en sus estudios, el esfuerzo mental y la disciplina impuestos por mi tío desarrollaron en él cualidades que yacían aletargadas en su naturaleza. Algo, como una luz interior, empezó a despejar la informe superficie de su cara; los párpados se alzaron, las comisuras de su boca adquirieron movilidad; sus manos, de palmas carnosas y rosadas, una gran destreza. A veces, mientras las personas mayores dormían la siesta, Julia y yo tomábamos algunas revistas ilustradas e íbamos al patio donde doña Teresa trabajaba en la máquina de coser; Rudecindo, a su lado, llenaba de números dos la hoja de un cuaderno: "El dos es un patito", murmuraba en voz baja, recordando la lección de tío Esteban. Julia le pedía prestadas las tijeras a doña Teresa para recortar figuras de flores y pegarlas en un álbum. Un día, ante nuestra sorpresa, Rudecindo tomó la tijera y recortó a la perfección un crisantemo.
     Tío Esteban, que aprovechaba cualquier oportunidad para instruirnos, nos aseguró una vez que Rudecindo, de haber nacido entre los antiguos musulmanes, hubiera gozado de un prestigio comparable al de un santo. Lo cierto es que Julia y yo habíamos observado ya que Rudecindo ejercía ciertas influencias misteriosas sobre los pájaros y otros animales. Era frecuente que los gorriones se acercaran a él y se posaran en su cabeza; las palomas, al verlo, hinchaban el buche y daban vueltas a su alrededor, confiadas, rumorosas. Pero el episodio más sorprendente ocurrió una tarde cuando volvíamos de la plaza. Al pasar junto a la quinta del alemán, los perros guardianes que mataron el gato de mi tío nos reconocieron y empezaron a mostrar los dientes, amenazadores, detrás del alambre tejido. Rudecindo se zafó de nosotros y echó a correr en dirección al portón. En el acto los perros se calmaron: moviendo la cola, gemían cariñosamente, las orejas echadas hacia atrás; luego se revolcaron en el pasto, agitando en el aire sus patas encogidas y flojas, satisfechos y mimosos como si una mano invisible les rascara la barriga.
     Sin embargo, Rudecindo no cambió por completo; de vez en cuando tenía raptos durante los cuales recuperaba su aspecto oriental: entornaba los párpados, el labio inferior le caía sobre el mentón huidizo; burbujas de saliva adornaban nuevamente las comisuras de su boca.
Otro detalle que nos llamó la atención fue la simpatía que mi abuela demostró por Rudecindo no bien lo conoció, hasta el punto de regalarle uno de los caramelos de leche que guardaba debajo de la almohada. Hacía más de veinte años que mi abuela no se levantaba de la cama, y en los últimos tiempos hablaba y se conducía como una muchacha soltera. El médico explicó a la familia que mi abuela, al olvidar los años que siguieron a su casamiento, había recuperado la felicidad. Algunas malas lenguas dijeron que era una lástima que hubiese perdido la memoria porque la anciana, dos veces viuda y de una famosa belleza en su juventud, tendría sin duda muchas cosas interesantes para recordar.
     La perturbación de mi abuela la llevó a evitar el trato de las personas mayores y a enfurecerse cuando alguno de sus hijos, en un momento de descuido, la llamaba mamá. Su tema favorito eran los noviazgos y rivalidades amorosas de hombres y mujeres, la mayoría muertos, que había conocido a principios de siglo. En eso era distinta de doña Celina, una de las pocas amigas de su generación, que solía visitarla los domingos, a la salida de misa, y que no recordaba nada, absolutamente nada, salvo el nombre de la medicina contra la arterioesclerosis, o el de la pomada para aliviar el reumatismo. Al irse la visita, mi abuela sonreía con dulzura. Decía: "¡Qué pena! Con ese peinado tan sin gracia y esos dientes tan feos, Celinita nunca se casará".
     A Julia y a mí nos gustaba que mi abuela dijera que éramos novios. Yo pensaba casarme con Julia cuando terminara mis estudios. ¿Tío Esteban, acaso, no nos había explicado que el matrimonio entre hermanos, en las familias reales de Egipto, estaba permitido?
     Precisamente el año en que terminé sexto grado, durante las vacaciones, mi abuela cambió de actitud hacia Rudecindo. Estábamos en su dormitorio, hojeando viejos ejemplares, de Caras y Caretas, cuando me llamó y me dijo en voz baja, con la mirada fija en Rudecindo: "¿Quién es ese hombre? No lo conozco. Que se vaya inmediatamente de mi cuarto". Divertido por esta nueva rareza de mi abuela, al día siguiente le repetí a Julia sus palabras. "Tiene razón", me dijo. "A mí, de sólo verlo, me da escalofríos."
     Habían pasado dos veranos desde que tío Esteban tuvo la idea de educar a Rudecindo, sin obtener ningún éxito en su empresa, pero doña Teresa continuaba enviándolo por las tardes a casa. "Pobrecito, conmigo se aburre", explicaba. "Pero si molesta demasiado me lo mandan de vuelta con toda confianza." Mis tías dijeron que Rudecindo no molestaba, que era muy juicioso, y que nosotros deberíamos aprender de él, tan calladito, mirando durante horas la figura del almanaque del vestíbulo (una bañista en el extremo del trampolín) o aguardando pacientemente que asomara el cucú del reloj.
     La reacción de mi abuela hizo que yo reparara en el aspecto de Rudecindo. Contrariamente a Julia y a mí, que crecíamos hacia arriba y teníamos las piernas largas y flacas, el cuello frágil, la cara angosta, triangular ("Crecen como la mala hierba", decían de nosotros, "de un año a otro ninguna ropa les queda bien"), Rudecindo crecía a lo ancho, sin aumentar su estatura, hasta adquirir el aspecto de un enano musculoso. Sus mejillas se cubrieron de vello; el timbre de su voz era ronco y monótono; hacía pensar en el canto de los sapos, o de un repollo (si los repollos tuvieran voz).

     También Julia había cambiado, aunque en otro sentido. En vez de salir conmigo prefería pasear con sus amigas; cuchicheaban entre sí y de sus conversaciones me excluían como a un intruso. Cuando una vez le propuse robar naranjas, me contestó que una señorita no se trepa a las tapias, y que aquellos eran juegos para chicos de mi edad.
     —Sí —continuó Julia—, Rudecindo es un puerco. Siempre mirando el almanaque con la mano en el bolsillo del pantalón.
     Ruborizado, sin atreverme a levantar los ojos, balbuceé:
     —No entiendo lo que querés decir.
     Luego, en mi cuarto, lloré amargamente, culpable ante mí mismo, despreciado por Julia y por el mundo.
     Un buen día decidió abandonar su nuevo estilo de señorita recatada para que fuéramos a cortar naranjas de la quinta del alemán. Tuvo también la idea de llevar a Rudecindo con nosotros: "Con él no hay peligro de que los perros se alboroten y despierten a tío Esteban, que en castigo nos dejará el domingo sin ir al cine". ¿Acaso Rudecindo no ejercía sobre los animales un extraño poder, comparable al de Androcles, que acariciaba impunemente la rojiza melena de un león ante la decepcionada muchedumbre de espectadores romanos? Yo tenía mis dudas acerca de la eficacia de su poder porque, como decía mi tío, la fuente de la gracia se agota con los malos pensamientos, y no eran precisamente buenos aquellos que turbaban a Rudecindo delante del almanaque del vestíbulo.
     Esa tarde fuimos a buscarlo. Doña Teresa levantó a su hijo de la cama donde dormía la siesta.
"Ustedes son unos santos", nos dijo. "Miren que molestarse por él, y con este calor." Llevamos a Rudecindo hasta el portón de la quinta. Habíamos decidido que entretuviera a los perros mientras nosotros, desde la tapia del fondo de mi casa, cortábamos naranjas con la mayor tranquilidad. Ágil como un mono, Rudecindo trepó por el alambre tejido y de un salto cayó del otro lado del cerco. Avanzó entre los árboles, se sentó a esperar. Nos disponíamos a volver a casa cuando vimos a los perros que corrían presurosos en dirección a Rudecindo. Entonces nos detuvimos a contemplar la consabida escena, la conversión de las fieras en corderos, pero el milagro no ocurrió. Ante nuestras miradas atónitas, los perros despedazaron a Rudecindo a dentelladas. Luego lo arrastraron hacia el interior de la quinta.


Los textos forman parte de estudio en ejercicios de taller.- 

jueves, 21 de mayo de 2015

ABELARDO CASTILLO Un poema














TALLER Abelardo Castillo (Buenos Aires, 1935)
MIREN QUE ESTARSE AHÍ...

Seis bocacalles, noche, la neblina.
El lamparón de un bar contra el silencio.
Tan sola, a la intemperie, allá en la esquina
tiene frío la estatua de Florencio.

Tan así, la solapa levantada
con la noche que hace, y en la cabeza,
tan la mano en el pecho, descarnada,
qué sé yo, da una cosa, una tristeza...

Como dijo Carriego, qué ocurrencia
la de irse a las estrellas. Sabe, amigo,
no valía esa estatua su insistencia
de andar hilacha, a puro sueño... Digo

Miren que estarse ahí como un linyera,
a la intemperie, solo, qué cabeza
estarse ahí tan pobre, tan cualquiera,
da una cosa, caramba, una tristeza...



Los textos forman parte de estudio en ejercicios de taller.- 

martes, 19 de mayo de 2015

ABELARDO CASTILLO La madre de Ernesto











TALLER Abelardo Castillo (Buenos Aires, 1935)
LA MADRE DE ERNESTO
En Las otras puertas, 1961


Si Ernesto se enteró de que ella había vuelto, (cómo había vuelto), nunca lo supe, pero el caso es que poco después se fue a vivir a El Tala, y, en todo aquel verano, sólo volvimos a verlo una o dos veces. Costaba trabajo mirarlo de frente. Era como si la idea que Julio nos había metido en la cabeza -porque la idea fue de él, de Julio, y era una idea extraña, turbadora: sucia- nos hiciera sentir culpables. No es que uno fuera puritano, no. A esa edad, y en un sitio como aquél, nadie es puritano. Pero justamente por eso, porque no lo éramos, porque no teníamos nada de puros o piadosos y al fin de cuentas nos parecíamos bastante a casi todo el mundo, es que la idea tenía algo que turbaba. Cierta cosa inconfesable, cruel. Atractiva. Sobre todo, atractiva.
      Fue hace mucho. Todavía estaba el Alabama, aquella estación de servicio que habían construido a la salida de la ciudad, sobre la ruta. El Alabama era una especie de restorán inofensivo, inofensivo de día, al menos, pero que alrededor de medianoche se transformaba en algo así como un rudimentario club nocturno. Dejó de ser rudimentario cuando al turco se le ocurrió agregar unos cuartos en el primer piso y traer mujeres. Una mujer trajo.
      –¡No!
      –Sí. Una mujer.
      –¿De dónde la trajo?
      Julio asumió esa actitud misteriosa, que tan bien conocíamos –porque él tenía un particular virtuosismo de gestos, palabras, inflexiones que lo hacían raramente notorio, y envidiable, como a un módico Brummel de provincias–, y luego, en voz baja, preguntó:
      –¿Por dónde anda Ernesto?
      En el campo, dije yo. En los veranos Ernesto iba a pasar emanas a El Tala, y esto venía sucediendo desde que el padre, a de aquello que pasó con la mujer, ya no quiso regresar al pueblo. Yo dije en el campo, y después pregunté:
      –¿Qué tiene que ver Ernesto?
      Julio sacó un cigarrillo. Sonreía.
     –¿Saben quién es la mujer que trajo el turco? 


     Aníbal y yo nos miramos. Yo me acordaba ahora de la madre de Ernesto. Nadie habló. Se había ido hacía cuatro años, con una de esas compañías teatrales que recorren los pueblos: descocada, dijo esa vez mi abuela. Era una mujer linda. Morena y amplia: yo me acordaba. Y no debía de ser muy mayor, quién sabe si tendría cuarenta años.
      –Atorranta, ¿no?
      Hubo un silencio y fue entonces cuando Julio nos clavó aquella idea entre los ojos. O, a lo mejor, ya la teníamos.
      –Si no fuera la madre...
      No dijo más que eso.
      Quién sabe. Tal vez Ernesto se enteró, pues durante aquel verano sólo lo vimos una o dos veces (más tarde, según dicen, el padre vendió todo y nadie volvió a hablar de ellos), y, las pocas veces que lo vimos, costaba trabajo mirarlo de frente.
      –Culpables de qué, che. Al fin de cuentas es una mujer de la vida, y hace tres meses que está en el Alabama. Y si esperamos que el turco traiga otra, nos vamos a morir de viejos.
      Después, él, Julio, agregaba que sólo era necesario conseguir un auto, ir, pagar y después me cuentan, y que si no nos animábamos a acompañarlo se buscaba alguno que no fuera tan braguetón, y Aníbal y yo no íbamos a dejar que nos dijera eso.
      –Pero es la madre.
      –La madre. ¿A qué llamás madre vos?: una chancha también pare chanchitos.
      –Y se los come.
      –Claro que se los come. ¿Y entonces?
      –Y eso qué tiene que ver. Ernesto se crió con nosotros.
      Yo dije algo acerca de las veces que habíamos jugado juntos; después me quedé pensando, y alguien, en voz alta, formuló exactamente lo que yo estaba pensando. Tal vez fui yo:
      –Se acuerdan cómo era.
      Claro que nos acordábamos, hacía tres meses que nos veníamos acordando. Era morena y amplia; no tenía nada de maternal.
      –Y además ya fue medio pueblo. Los únicos somos nosotros.
      Nosotros: los únicos. El argumento tenía la fuerza de una provocación, y también era una provocación que ella hubiese vuelto. Y entonces, puercamente, todo parecía más fácil. Hoy creo –quién sabe– que, de haberse tratado de una mujer cualquiera, acaso ni habríamos pensado seriamente en ir. Quién sabe. Daba un poco de miedo decirlo, pero, en secreto, ayudábamos a Julio para que nos convenciera; porque lo equívoco, lo inconfesable, lo monstruosamente atractivo de todo eso, era, tal vez, que se trataba de la madre de uno de nosotros.
      –No digas porquerías, querés -me dijo Aníbal.
      Una semana más tarde, Julio aseguró que esa misma noche conseguiría el automóvil. Aníbal y yo lo esperábamos en el bulevar.
      –No se lo deben de haber prestado.
      –A lo mejor se echó atrás.
      Lo dije como con desprecio, me acuerdo perfectamente. Sin embargo fue una especie de plegaria: a lo mejor se echó atrás. Aníbal tenía la voz extraña, voz de indiferencia:
      –No lo voy a esperar toda la noche; si dentro de diez minutos no viene, yo me voy.
      –¿Cómo será ahora?
      –Quién... ¿la tipa?
      Estuvo a punto de decir: la madre. Se lo noté en la cara. Dijo la tipa. Diez minutos son largos, y entonces cuesta trabajo olvidarse de cuando íbamos a jugar con Ernesto, y ella, la mujer morena y amplia, nos preguntaba si queríamos quedarnos a tomar la leche. La mujer morena. Amplia.
      –Esto es una asquerosidad, che.
      –Tenés miedo – dije yo.
      –Miedo no; otra cosa.
      Me encogí de hombros:
      –Por lo general, todas éstas tienen hijos. Madre de alguno iba a ser.
      –No es lo mismo. A Ernesto lo conocemos.
      Dije que eso no era lo peor. Diez minutos. Lo peor era que ella nos conocía a nosotros, y que nos iba a mirar. Sí. No sé por qué, pero yo estaba convencido de una cosa: cuando ella nos mirase iba a pasar algo.
      Aníbal tenía cara de asustado ahora, y diez minutos son largos: Preguntó:
      –¿Y si nos echa?
      Iba a contestarle cuando se me hizo un nudo en el estómago: por la calle principal venía el estruendo de un coche con el escape libre.
      –Es Julio –dijimos a dúo.
      El auto tomó una curva prepotente. Todo en él era prepotente: el buscahuellas, el escape. Infundía ánimos. La botella que trajo también infundía ánimos.
      –Se la robé a mi viejo.
      Le brillaban los ojos. A Aníbal y a mí, después de los primeros tragos, también nos brillaban los ojos. Tomamos por la Calle de los Paraísos, en dirección al paso a nivel. A ella también le brillaban los ojos cuando éramos chicos, o, quizá, ahora me parecía que se los había visto brillar. Y se pintaba, se pintaba mucho. La boca, sobre todo.
      –Fumaba, ¿te acordás?
      Todos estábamos pensando lo mismo, pues esto último no lo había dicho yo, sino Aníbal; lo que yo dije fue que sí, que me acordaba, y agregué que por algo se empieza.
      –¿Cuánto falta?
      –Diez minutos.
      Y los diez minutos volvieron a ser largos; pero ahora eran largos exactamente al revés. No sé. Acaso era porque yo me acordaba, todos nos acordábamos, de aquella tarde cuando ella estaba limpiando el piso, y era verano, y el escote al agacharse se le separó del cuerpo, y nosotros nos habíamos codeado.
      Julio apretó el acelerador.
      –Al fin de cuentas, es un castigo –tu voz, Aníbal, no era convincente–: una venganza en nombre de Ernesto, para que no sea atorranta.
      –¡Qué castigo ni castigo!
      Alguien, creo que fui yo, dijo una obscenidad bestial. Claro que fui yo. Los tres nos reímos a carcajadas y Julio aceleró más.
      –¿Y si nos hace echar?
      –¡Estás mal de la cabeza vos! ¡En cuanto se haga la estrecha lo hablo al turco, o armo un escándalo que les cierran el boliche por desconsideración con la clientela!
      A esa hora no había mucha gente en el bar: algún viajante y dos o tres camioneros. Del pueblo, nadie. Y, vaya a saber por qué, esto último me hizo sentir audaz. Impune. Le guiñé el ojo a la rubiecita que estaba detrás del mostrador; Julio, mientras tanto, hablaba con el turco. El turco nos miró como si nos estudiara, y por la cara desafiante que puso Aníbal me di cuenta de que él también se sentía audaz. El turco le dijo a la rubiecita:
      –Llevalos arriba.
      La rubiecita subiendo los escalones: me acuerdo de sus piernas. Y de cómo movía las caderas al subir. También me acuerdo de que le dije una indecencia, y que la chica me contestó con otra, cosa que (tal vez por el coñac que tomamos en el coche, o por la ginebra del mostrador nos causó mucha gracia. Después estábamos en una sala pulcra, impersonal, casi recogida, en la que había una mesa pequeña: la salita de espera de un dentista. Pensé a ver si nos sacan una muela. Se lo dije a los otros:
      –A ver si nos sacan una muela.
      Era imposible aguantar la risa, pero tratábamos de no hacer ruido. Las cosas se decían en voz muy baja.
      –Como en misa – dijo Julio, y a todos volvió a parecernos notablemente divertido; sin embargo, nada fue tan gracioso como cuando Aníbal, tapándose la boca y con una especie de resoplido, agregó:
      –¡Mirá si en una de ésas sale el cura de adentro!
      Me dolía el estómago y tenía la garganta seca. De la risa, creo. Pero de pronto nos quedamos serios. El que estaba adentro salió. Era un hombre bajo, rechoncho; tenía aspecto de cerdito. Un cerdito satisfecho. Señalando con la cabeza hacia la habitación, hizo un gesto: se mordió el labio y puso los ojos en blanco.
      Después, mientras se oían los pasos del hombre que bajaba, Julio pregunto:
      –¿Quién pasa?
      Nos miramos. Hasta ese momento no se me había ocurrido, o no había dejado que se me ocurriese, que íbamos a estar solos, separados –eso: separados- delante de ella. Me encogí de hombros.
      –Qué sé yo. Cualquiera.
      Por la puerta a medio abrir se oía el ruido del agua saliendo de una canilla. Lavatorio. Después, un silencio y una luz que nos dio en la cara; la puerta acababa de abrirse del todo. Ahí estaba ella. Nos quedamos mirándola, fascinados. El deshabillé entreabierto y la tarde de aquel verano, antes, cuando todavía era la madre de Ernesto y el vestido se le separó del cuerpo y nos decía si queríamos quedarnos a tomar la leche. Sólo que la mujer era rubia ahora. Rubia y amplia. Sonreía con una sonrisa profesional; una sonrisa vagamente infame.
      –¿Bueno?
      Su voz, inesperada, me sobresaltó: era la misma. Algo, sin embargo, había cambiado en ella, en la voz. La mujer volvió a sonreír y repitió "bueno", y era como una orden; una orden pegajosa y caliente. Tal vez fue por eso que, los tres juntos, nos pusimos de pie. Su deshabillé, me acuerdo, era oscuro, casi traslúcido.
      –Voy yo –murmuró Julio, y se adelantó, resuelto.
      Alcanzó a dar dos pasos: nada más que dos. Porque ella entonces nos miró de lleno, y él, de golpe, se detuvo. Se detuvo quién sabe por qué: de miedo, o de vergüenza tal vez, o de asco. Y ahí se terminó todo. Porque ella nos miraba y yo sabía que, cuando nos mirase, iba a pasar algo. Los tres nos habíamos quedado inmóviles, clavados en el piso; y al vernos así, titubeantes, vaya a saber con que caras, el rostro de ella se fue transfigurando lenta, gradualmente, hasta adquirir una expresión extraña y terrible. Sí. Porque al principio, durante unos segundos, fue perplejidad o incomprensión. Después no. Después pareció haber entendido oscuramente algo, y nos miró con miedo, desgarrada, interrogante. Entonces lo dijo. Dijo si le había pasado algo a él, a Ernesto.
      Cerrándose el deshabillé lo dijo.



Los textos forman parte de estudio en ejercicios de taller.

viernes, 15 de mayo de 2015

JORGE LUIS BORGES, Dónde estará mi vida














TALLER JORGE LUIS BORGES 
(1899–1986)

LO PERDIDO
En El oro de los tigres, 1972



¿Dónde estará mi vida, la que pudo
haber sido y no fue, la ventu
rosa
o la de triste horror, esa otra
cosa
que pudo ser la espada o el es
cudo
y que no fue? ¿Dónde estará el perdido
antepasado persa o el nor
uego,
dónde el azar de no quedarme c
iego,
dónde el ancla y el mar, dónde el ol
vido
de ser quien soy? ¿Dónde estará la pura
noche que al rudo labrador con
fía
el iletrado y laborioso
día,
según lo quiere la literatura?
Pienso también en esa compa
ñera
que me esperaba, y que tal vez me es
pera.






Los textos forman parte de estudio en ejercicios de taller.- 

sábado, 9 de mayo de 2015

JORGE LUIS BORGES, Serían las once de la noche, yo había entrado en el almacén, que ahora es un bar, en Bolívar y Venezuela






TALLER Jorge Luis Borges (1899–1986)

HISTORIA DE ROSENDO JUÁREZ
En El informe de Brodie, 1970


         Serían las once de la noche, yo había entrado en el almacén, que ahora es un bar, en Bolívar y Venezuela. Desde un rincón el hombre me chistó. Algo de autoritario habría en él, porque le hice caso en seguida. Estaba sentado ante una de las mesitas; sentí de un modo inexplicable que hacía mucho tiempo que no se había movido de ahí, ante su copita vacía. No era ni bajo ni alto; parecía un artesano decente, quizá un antiguo hombre de campo. El bigote ralo era gris. Aprensivo a la manera de los porteños, no se había quitado la chalina. Me invitó a que tomara algo con él. Me senté y charlamos. Todo esto sucedió hacia mil novecientos treinta y tantos.
          El hombre me dijo:
          —Usted no me conoce más que de mentas, pero usted me es conocido, señor. Soy Rosendo Juárez. El finado Paredes le habrá hablado de mí. El viejo tenía sus cosas; le gustaba mentir, no para engañar, sino para divertir a la gente. Ahora que no tenemos nada que hacer, le voy a contar lo que de veras ocurrió aquella noche. La noche que lo mataron al Corralero. Usted, señor, ha puesto el sucedido en una novela, que yo no estoy capacitado para apreciar, pero quiero que sepa la verdad sobre esos infundios.
          Hizo una pausa como para ir juntando los recuerdos y prosiguió:
          —A uno le suceden las cosas y uno las va entendiendo con los años. Lo que me pasó aquella noche venía de lejos. Yo me crié en el barrio del Maldonado, más allá de Floresta. Era un zanjón de mala muerte, que por suerte ya lo entubaron. Yo siempre he sido de opinión que nadie es quién para detener la marcha del progreso. En fin, cada uno nace donde puede. Nunca se me ocurrió averiguar el nombre del padre que me hizo. Clementina Juárez, mi madre, era una mujer muy decente que se ganaba el pan con la plancha. Para mí, era entrerriana u oriental; sea lo que sea, sabía hablar de sus allegados en Concepción del Uruguay. Me crié como los yuyos. Aprendí a vistear con los otros, con un palo tiznado. Todavía no nos había ganado el fútbol, que era cosa de los ingleses.
          En el almacén, una noche me empezó a buscar un mozo Garmendia. Yo me hice el sordo, pero el otro, que estaba tomado, insistió. Salimos; ya desde la vereda, medio abrió la puerta del almacén y dijo a la gente:
          —Pierdan cuidado, que ya vuelvo en seguida.
          Yo me había agenciado un cuchillo; tomamos para el lado del Arroyo, despacio, vigilándonos. Me llevaba unos años; había visteado muchas veces conmigo y yo sentí que iba a achurarme. Yo iba por la derecha del callejón y él iba por la izquierda. Tropezó contra unos cascotes. Fue tropezar Garmendia y fue venírmele yo encima, casi sin haberlo pensado. Le abrí la cara de un puntazo, nos trabamos, hubo un momento en el que pudo pasar cualquier cosa al fin le di una puñalada, que fue la última. Sólo después sentí que él también me había herido, unas raspaduras. Esa noche aprendí que no es difícil matar a un hombre o que lo maten a uno. El arroyo es taba muy bajo; para ir ganando tiempo, al finado medio lo disimulé atrás de un horno de ladrillos. De puro atolondrado le refalé el anillo que él sabía llevar con un zarzo. Me lo puse, me acomodé el chambergo y volví al almacén. Entré sin apuro y le dije:
          —Parece que el que ha vuelto soy yo.
          Pedí una caña y es verdad que la precisaba. Fue entonces que alguien me avisó de la mancha de sangre.
          Aquella noche me la pasé dando vueltas y vueltas en el catre; no me dormí hasta el alba. A la oración pasaron a buscarme dos vigilantes. Mi madre, pobre la finada, ponía el grito en el cielo. Arriaron conmigo, como si yo fuera un criminal. Dos días y dos noches tuve que aguantarme en el calabozo. Nadie fue a verme, fuera de Luis Irala, un amigo de veras, que le negaron el permiso. Una mañana el comisario me mandó a buscar. Estaba acomodado en la silla; ni me miró y me dijo:
          —¿Así es que vos te lo despachaste a Garmendia?
          —Si usted lo dice —contesté.
          —A mí se me dice señor. Nada de agachadas ni de evasivas. Aquí están las declaraciones de los testigos y el anillo que fue hallado en tu casa. Firmá la confesión de una vez.
          Mojó la pluma en el tintero y me la alcanzó.
          —Déjeme pensar, señor comisario —atiné a responder.
          —Te doy veinticuatro horas para que lo pensés bien, en el calabozo. No te voy a apurar. Si no querés entrar en razón, ite haciendo a la idea de un descansito en la calle Las Heras.
          Como es de imaginarse, yo no entendí.
          —Si te avenís, te quedas unos días nomás, después te saco y ya don Nicolás Paredes me a asegurado que te va a arreglar el asunto.
          Los días fueron días. A las cansadas se acordaron de mí. Firmé lo que querían y uno de los dos vigilantes me acompañó a la calle Cabrera.
          Atados al palenque había caballos y en el zaguán y adentro más gente que en el quilombo. Parecía un comité. Don Nicolás, que estaba mateando, al fin me atendió. Sin mayor apuro me dijo que me iba a mandar a Morón, donde estaban preparando las elecciones. Me recomendó al señor Laferrer, que me probaría. La carta se la escribió un mocito de negro, que componía versos, a lo que oí, sobre conventillos y mugre, asuntos que no son del interés del público ilustrado. Le agradecí el favor y salí. A la vuelta ya no se me pegó el vigilante.
          Todo había sido para bien; la Providencia sabe lo que hace. La muerte de Garmendia, que al principio me había resultado un disgusto, ahora me abría un camino. Claro que la autoridad me tenía en un puño. Si yo no le servía al partido, me mandaban adentro, pero yo estaba envalentonado y me tenía fe.
          El señor Laferrer me previno que con él yo iba a tener que andar derechito y que podía llegar a guardaespaldas. Mi actuación fue la que se esperaba de mí. En Morón y luego en el barrio, merecí la confianza de mis jefes. La policía y el partido me fueron criando fama de guapo; fui un elemento electoral de valía en atrios de la capital y de la provincia. Las elecciones eran bravas entonces; no fatigaré su atención, señor, con uno que otro hecho de sangre. Nunca los pude ver a los radicales, que seguían viviendo prendidos a las barbas de Alem. o había un alma que no me respetara. Me agencié una mujer, la Lujanera, y un alazán colorado de linda pinta. Durante años me hice el Moreira, que a lo mejor se habrá hecho en su tiempo algún otro gaucho de circo. Me di a los naipes y al ajenjo.
          Los viejos hablamos y hablamos, pero ya me estoy acercando a lo que le quiero contar. No sé si ya se lo menté a Luis Irala. Un amigo como no hay muchos. Era un hombre ya entrado en años, que nunca le había hecho asco al trabajo, y me había tomado cariño. En la vida había puesto los pies en el comité. Vivía de su oficio de carpintero. No se metía con nadie ni hubiera permitido que nadie se metiera con él. Una mañana vino a verme y me dijo:
          —Ya te habrán venido con la historia de que me dejó la Casilda. El que me la quitó es Rufino Aguilera.
          Con ese sujeto yo había tenido trato en Morón. Le contesté:
          —Sí, lo conozco. Es el menos inmundicia de los Aguilera.
          —Inmundicia o no, ahora tendrá que habérselas conmigo.
          Me quedé pensando y le dije:
          —Nadie le quita nada a nadie. Si la Casilda te ha dejado, es porque lo quiere a Rufino y vos no le importás.
          —y la gente, ¿qué va a decir? ¿Que soy un cobarde?
          —Mi consejo es que no te metás en historias por lo que la gente pueda decir y por una mujer que ya no te quiere.
          —Ella me tiene sin cuidado. Un hombre que piensa cinco minutos seguidos en una mujer no es un hombre sino un marica. La Casilda no tiene corazón. La última noche que pasamos juntos me dijo que yo ya andaba para viejo.
          —Te decía la verdad.
          —La verdad es lo que duele. El que me está importando ahora es Rufino.
          —Andá con cuidado. Yo lo he visto actuar a Rufino en el atrio de Merlo. Es una luz.
          —¿Creés que le tengo miedo?
          —Ya sé que no le tenés miedo, pero pensalo bien. Una de dos: o lo matás y vas a la sombra, o él te mata y vas a la Chacarita.
          —Así será. ¿Vos, qué harías en mi lugar?
          —No sé, pero mi vida no es precisamente un ejemplo. Soy un muchacho que, para escurrirle el bulto a la cárcel, se ha hecho un matón de comité.
          —Yo no voy a hacerme el matón en ningún comité, voy a cobrar una deuda.
          —Entonces, ¿vas a jugar tu tranquilidad por un desconocido y por una mujer que ya no querés?
          No quiso escucharme y se fue. Al otro día nos llegó la noticia de que lo había provocado a Rufino en un comercio de Marón y que Rufino lo había muerto.
          Él fue a morir y lo mataron en buena ley, de hombre a hombre. Yo le había dado mi consejo de amigo, pero me sentía culpable.
          Días después del velorio fui al reñidero. Nunca me habían calentado las riñas, pero aquel domingo me dieron francamente asco. Qué les estará pasando a esos animales, pensé, que se destrozan porque sí.
          La noche de mi cuento, la noche del final de mi cuento, me había apalabrado con los muchachos para un baile en lo de la Parda. Tantos años y ahora me vengo a acordar del vestido floreado que llevaba mi compañera. La fiesta fue en el patio. No faltó algún borracho que alborotara, pero yo me encargué de que las cosas anduvieran como Dios manda. No habían dado las doce cuando los forasteros aparecieron. Uno, que le decían el Corralero y que lo mataron a traición esa misma noche, nos pagó a todos unas copas. Quiso la casualidad que los dos éramos de una misma estampa. Algo andaba tramando; se me acercó y entró a ponderarme. Dijo que era del Norte, donde le habían llegado mis mentas. Yo lo dejaba hablar a su modo, pero ya estaba maliciándolo. No le daba descanso a la ginebra, acaso para darse coraje, y al fin me convidó a pelear. Sucedió entonces lo que nadie quiere entender. En ese botarate provocador me vi como en un espejo y me dio vergüenza. No sentí miedo; acaso de haberlo sentido, salgo a pelear. Me quedé como si tal cosa. El otro, con la cara ya muy arrimada a la mía, gritó para que todos lo oyeran:
          —Lo que pasa es que no sos más que un cobarde.
          —Así será —le dije—. No tengo miedo de pasar por cobarde. Podés agregar, si te halaga, que me has llamado hijo de mala madre y que me he dejado escupir. Ahora, ¿estás más tranquilo?
          La Lujanera me sacó el cuchillo que yo sabía cargar en la sisa y me lo puso, como fula, en la mano. Para rematarla, me dijo:
          —Rosendo, creo que lo estás precisando.
          Lo solté y salí sin apuro. La gente me abrió cancha, asombrada. Qué podía importarme lo que pensaran.
          Para zafarme de esa vida, me corrí a la República Oriental, donde me puse de carrero. Desde mi vuelta me he afincado aquí. San Telmo ha sido siempre un barrio de orden.



Los textos forman parte de estudio en ejercicios de taller.-