TALLER Jorge Luis Borges (1899–1986)
HISTORIA DE ROSENDO JUÁREZ
En El informe de Brodie, 1970
En El informe de Brodie, 1970
Serían
las once de la noche, yo había entrado en el almacén, que ahora es un bar,
en Bolívar y Venezuela. Desde un rincón el hombre me chistó. Algo de
autoritario habría en él, porque le hice caso en seguida. Estaba sentado ante
una de las mesitas; sentí de un modo inexplicable que hacía mucho tiempo que no
se había movido de ahí, ante su copita vacía. No era ni bajo ni alto; parecía
un artesano decente, quizá un antiguo hombre de campo. El bigote ralo era gris.
Aprensivo a la manera de los porteños, no se había quitado la chalina. Me
invitó a que tomara algo con él. Me senté y charlamos. Todo esto sucedió hacia
mil novecientos treinta y tantos.
El hombre me dijo:
—Usted no me conoce más
que de mentas, pero usted me es conocido, señor. Soy Rosendo Juárez. El finado
Paredes le habrá hablado de mí. El viejo tenía sus cosas; le gustaba mentir, no
para engañar, sino para divertir a la gente. Ahora que no tenemos nada que
hacer, le voy a contar lo que de veras ocurrió aquella noche. La noche que lo
mataron al Corralero. Usted, señor, ha puesto el sucedido en una novela, que yo
no estoy capacitado para apreciar, pero quiero que sepa la verdad sobre esos
infundios.
Hizo una pausa como para
ir juntando los recuerdos y prosiguió:
—A uno le suceden las
cosas y uno las va entendiendo con los años. Lo que me pasó aquella noche venía
de lejos. Yo me crié en el barrio del Maldonado, más allá de Floresta. Era un
zanjón de mala muerte, que por suerte ya lo entubaron. Yo siempre he sido de
opinión que nadie es quién para detener la marcha del progreso. En fin, cada
uno nace donde puede. Nunca se me ocurrió averiguar el nombre del padre que me
hizo. Clementina Juárez, mi madre, era una mujer muy decente que se ganaba el
pan con la plancha. Para mí, era entrerriana u oriental; sea lo que sea, sabía
hablar de sus allegados en Concepción del Uruguay. Me crié como los yuyos.
Aprendí a vistear con los otros, con un palo tiznado. Todavía no nos había
ganado el fútbol, que era cosa de los ingleses.
En el almacén, una noche
me empezó a buscar un mozo Garmendia. Yo me hice el sordo, pero el otro, que
estaba tomado, insistió. Salimos; ya desde la vereda, medio abrió la puerta del
almacén y dijo a la gente:
—Pierdan cuidado, que ya
vuelvo en seguida.
Yo me había agenciado un
cuchillo; tomamos para el lado del Arroyo, despacio, vigilándonos. Me llevaba
unos años; había visteado muchas veces conmigo y yo sentí que iba a achurarme.
Yo iba por la derecha del callejón y él iba por la izquierda. Tropezó contra
unos cascotes. Fue tropezar Garmendia y fue venírmele yo encima, casi sin
haberlo pensado. Le abrí la cara de un puntazo, nos trabamos, hubo un momento
en el que pudo pasar cualquier cosa al fin le di una puñalada, que fue la
última. Sólo después sentí que él también me había herido, unas raspaduras. Esa
noche aprendí que no es difícil matar a un hombre o que lo maten a uno. El
arroyo es taba muy bajo; para ir ganando tiempo, al finado medio lo disimulé
atrás de un horno de ladrillos. De puro atolondrado le refalé el anillo que él
sabía llevar con un zarzo. Me lo puse, me acomodé el chambergo y volví al
almacén. Entré sin apuro y le dije:
—Parece que el que ha
vuelto soy yo.
Pedí una caña y es
verdad que la precisaba. Fue entonces que alguien me avisó de la mancha de
sangre.
Aquella noche me la pasé
dando vueltas y vueltas en el catre; no me dormí hasta el alba. A la oración
pasaron a buscarme dos vigilantes. Mi madre, pobre la finada, ponía el grito en
el cielo. Arriaron conmigo, como si yo fuera un criminal. Dos días y dos noches
tuve que aguantarme en el calabozo. Nadie fue a verme, fuera de Luis Irala, un
amigo de veras, que le negaron el permiso. Una mañana el comisario me mandó a
buscar. Estaba acomodado en la silla; ni me miró y me dijo:
—¿Así es que vos te lo
despachaste a Garmendia?
—Si usted lo dice
—contesté.
—A mí se me dice señor.
Nada de agachadas ni de evasivas. Aquí están las declaraciones de los testigos
y el anillo que fue hallado en tu casa. Firmá la confesión de una vez.
Mojó la pluma en el
tintero y me la alcanzó.
—Déjeme pensar, señor
comisario —atiné a responder.
—Te doy veinticuatro
horas para que lo pensés bien, en el calabozo. No te voy a apurar. Si no querés
entrar en razón, ite haciendo a la idea de un descansito en la calle Las Heras.
Como es de imaginarse,
yo no entendí.
—Si te avenís, te quedas
unos días nomás, después te saco y ya don Nicolás Paredes me a asegurado que te
va a arreglar el asunto.
Los días fueron días. A
las cansadas se acordaron de mí. Firmé lo que querían y uno de los dos
vigilantes me acompañó a la calle Cabrera.
Atados al palenque había
caballos y en el zaguán y adentro más gente que en el quilombo. Parecía un
comité. Don Nicolás, que estaba mateando, al fin me atendió. Sin mayor apuro me
dijo que me iba a mandar a Morón, donde estaban preparando las elecciones. Me
recomendó al señor Laferrer, que me probaría. La carta se la escribió un mocito
de negro, que componía versos, a lo que oí, sobre conventillos y mugre, asuntos
que no son del interés del público ilustrado. Le agradecí el favor y salí. A la
vuelta ya no se me pegó el vigilante.
Todo había sido para
bien; la Providencia sabe lo que hace. La muerte de Garmendia, que al principio
me había resultado un disgusto, ahora me abría un camino. Claro que la
autoridad me tenía en un puño. Si yo no le servía al partido, me mandaban
adentro, pero yo estaba envalentonado y me tenía fe.
El señor Laferrer me
previno que con él yo iba a tener que andar derechito y que podía llegar a
guardaespaldas. Mi actuación fue la que se esperaba de mí. En Morón y luego en
el barrio, merecí la confianza de mis jefes. La policía y el partido me fueron
criando fama de guapo; fui un elemento electoral de valía en atrios de la
capital y de la provincia. Las elecciones eran bravas entonces; no fatigaré su
atención, señor, con uno que otro hecho de sangre. Nunca los pude ver a los radicales,
que seguían viviendo prendidos a las barbas de Alem. o había un alma que no me
respetara. Me agencié una mujer, la Lujanera, y un alazán colorado de linda
pinta. Durante años me hice el Moreira, que a lo mejor se habrá hecho en su
tiempo algún otro gaucho de circo. Me di a los naipes y al ajenjo.
Los viejos hablamos y
hablamos, pero ya me estoy acercando a lo que le quiero contar. No sé si ya se
lo menté a Luis Irala. Un amigo como no hay muchos. Era un hombre ya entrado en
años, que nunca le había hecho asco al trabajo, y me había tomado cariño. En la
vida había puesto los pies en el comité. Vivía de su oficio de carpintero. No
se metía con nadie ni hubiera permitido que nadie se metiera con él. Una mañana
vino a verme y me dijo:
—Ya te habrán venido con
la historia de que me dejó la Casilda. El que me la quitó es Rufino Aguilera.
Con ese sujeto yo había
tenido trato en Morón. Le contesté:
—Sí, lo conozco. Es el
menos inmundicia de los Aguilera.
—Inmundicia o no, ahora
tendrá que habérselas conmigo.
Me quedé pensando y le
dije:
—Nadie le quita nada a
nadie. Si la Casilda te ha dejado, es porque lo quiere a Rufino y vos no le
importás.
—y la gente, ¿qué va a
decir? ¿Que soy un cobarde?
—Mi consejo es que no te
metás en historias por lo que la gente pueda decir y por una mujer que ya no te
quiere.
—Ella me tiene sin
cuidado. Un hombre que piensa cinco minutos seguidos en una mujer no es un
hombre sino un marica. La Casilda no tiene corazón. La última noche que pasamos
juntos me dijo que yo ya andaba para viejo.
—Te decía la verdad.
—La verdad es lo que
duele. El que me está importando ahora es Rufino.
—Andá con cuidado. Yo lo
he visto actuar a Rufino en el atrio de Merlo. Es una luz.
—¿Creés que le tengo
miedo?
—Ya sé que no le tenés
miedo, pero pensalo bien. Una de dos: o lo matás y vas a la sombra, o él te
mata y vas a la Chacarita.
—Así será. ¿Vos, qué
harías en mi lugar?
—No sé, pero mi vida no
es precisamente un ejemplo. Soy un muchacho que, para escurrirle el bulto a la
cárcel, se ha hecho un matón de comité.
—Yo no voy a hacerme el
matón en ningún comité, voy a cobrar una deuda.
—Entonces, ¿vas a jugar
tu tranquilidad por un desconocido y por una mujer que ya no querés?
No quiso escucharme y se
fue. Al otro día nos llegó la noticia de que lo había provocado a Rufino en un
comercio de Marón y que Rufino lo había muerto.
Él fue a morir y lo
mataron en buena ley, de hombre a hombre. Yo le había dado mi consejo de amigo,
pero me sentía culpable.
Días después del velorio
fui al reñidero. Nunca me habían calentado las riñas, pero aquel domingo me
dieron francamente asco. Qué les estará pasando a esos animales, pensé, que se
destrozan porque sí.
La noche de mi cuento,
la noche del final de mi cuento, me había apalabrado con los muchachos para un
baile en lo de la Parda. Tantos años y ahora me vengo a acordar del vestido
floreado que llevaba mi compañera. La fiesta fue en el patio. No faltó algún
borracho que alborotara, pero yo me encargué de que las cosas anduvieran como
Dios manda. No habían dado las doce cuando los forasteros aparecieron. Uno, que
le decían el Corralero y que lo mataron a traición esa misma noche, nos pagó a
todos unas copas. Quiso la casualidad que los dos éramos de una misma estampa.
Algo andaba tramando; se me acercó y entró a ponderarme. Dijo que era del Norte,
donde le habían llegado mis mentas. Yo lo dejaba hablar a su modo, pero ya
estaba maliciándolo. No le daba descanso a la ginebra, acaso para darse coraje,
y al fin me convidó a pelear. Sucedió entonces lo que nadie quiere entender. En
ese botarate provocador me vi como en un espejo y me dio vergüenza. No sentí
miedo; acaso de haberlo sentido, salgo a pelear. Me quedé como si tal cosa. El
otro, con la cara ya muy arrimada a la mía, gritó para que todos lo oyeran:
—Lo que pasa es que no
sos más que un cobarde.
—Así será —le dije—. No
tengo miedo de pasar por cobarde. Podés agregar, si te halaga, que me has
llamado hijo de mala madre y que me he dejado escupir. Ahora, ¿estás más
tranquilo?
La Lujanera me sacó el
cuchillo que yo sabía cargar en la sisa y me lo puso, como fula, en la mano.
Para rematarla, me dijo:
—Rosendo, creo que lo
estás precisando.
Lo solté y salí sin
apuro. La gente me abrió cancha, asombrada. Qué podía importarme lo que
pensaran.
Para zafarme de esa
vida, me corrí a la República Oriental, donde me puse de carrero. Desde mi
vuelta me he afincado aquí. San Telmo ha sido siempre un barrio de orden.
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