LA COPA DE
VINO
Cerramos la puerta tras nosotras: estamos en casa. Quedaron
afuera las pequeñas batallas del trabajo, entretejidos de miradas, tonos de
voz, desaires, desajustes, destellos y triunfos nimios, tan nimios que no vale
la pena brindar por ellos. No brindaremos, pero nos servimos una copa de vino.
La copa tiene voz propia. Pide una pincelada de borgoña. El vino cae en ella
como nosotras desearíamos caer, sueltas y decididas, en los brazos de alguien.
Derramadas, abandonadas, desarmadas. La miramos antes de acercarla a la boca.
Esa visión ya es parte del disfrute. Esta es la copa de vino que comparto conmigo,
nos decimos en esa ceremonia que nos contiene como la copa al vino. Y bebemos
despacio, buscando en ese sorbo la pizca de deleite que el día nos ha
retaceado. Nada demasiado grave ni agudo habrá de sucedernos. Simplemente
queremos descansar, sentir en la humedad de los huesos un poco de calor,
aflojar nuestros nudos, los antiguos y presentidos. Queremos que el cuerpo se
nos aligere y que la mente se aplaque. Tal vez también queremos recordar. Algo
bueno. Algo bello. Bebemos nuestra copa de vino, solas, calladas, descalzas,
tiradas en el sofá, mientras afuera las luces de las otras casas se van
encendiendo y apagando.
EL PAÑUELO
DE BATISTA
Ahora se usan de papel. Son prácticos. Se usan y se tiran. Los
venden por la calle o en los kioscos. Conviene tenernos siempre a mano, en caso
de resfrío o decepción amorosa. Sin embargo, guardamos uno de batista. Uno muy
viejo, acaso sellado con una inicial o bordado con flores de colores diseñadas
toscamente, milimétricas, irreales. Alguien nos lo trajo acaso de Venecia,
acaso de Madrid. Seguramente nos trajo otros regalos más importantes. Fue
comprado al paso en una callejuela serpenteante, bajo una luz cobriza, ocre.
Por alguna razón que se nos escapa, ese pañuelo nos viene acompañando. Solemos
elegirlo para ponerlo en la cartera. Nos gusta abrirla y verlo, tocarlo,
comprobar una vez y otra vez ese tacto gentil, ese choque entre nuestros dedos
y ese pedacito de batista suave. Es un amuleto que se nos fue pegando. El
signo, tal vez, de lo que significan en la vida los detalles.
En “Perdonen nuestros placeres”.
Los textos forman parte de estudio en ejercicios de taller.
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