"Y recordá / la vida / no es más que estos pedazos de nosotros / compartidos con los demás"

viernes, 24 de diciembre de 2010

Los poetas rescatan la moneda que se perdió en el fondo del lago


ESA VEZ, PLATÓN

Esa vez, Platón se equivocó: los poetas
no devuelven imágenes repetidas,
no conspiran contra la fidelidad de los espejos.
Hacen que el árbol de la razón
parezca enano. Que los espejos devuelvan
nuestro verdadero rostro deformado.
Tal cual es: con ojos hundidos
y una luz brevísima que irrumpe y desaparece.
Los poetas rescatan la moneda
que se perdió en el fondo del lago,
la gota que sin cesar perfora la piedra,
y eso también concierne a la República.


Rafael Felipe Oteriño (La Plata, 1945), "Todas las mañanas", Ediciones del Copista, Córdoba, 2010

sábado, 6 de noviembre de 2010

Alejandro Nicotra y Las mañanas


LAS MAÑANAS

a Esteban


Hace tiempo, te digo,
que no decía las mañanas,
pero diciéndolas así
como quien muerde una fruta:

hoy mi callar se hundió en su carne
y ha embriagado mi lengua
algo como una infancia, o un amor.


Alejandro Nicotra nació en Sampacho, Córdoba, en 1931.

lunes, 5 de julio de 2010

Horacio Castillo – Visita al maestro


Foto: Horacio Castillo. Archivo de la talita dorada, 2004


   VISITA AL MAESTRO

Llueve sobre colinas y jardines.
Allí, junto a la ventana, está el fuego.
Hablar o callar, ¿qué es lo mejor?
Preguntar o responder, ¿qué es lo peor?
Llueve sobre colinas y jardines,
El agua salmodia en la penumbra.
¿También el callar es un hablar?
¿También el hablar es un callar?
Llueve sobre colinas y jardines.
Un caballo negro viene como volando.
¿La respuesta es entonces la pregunta?
¿La pregunta es entonces la respuesta?
Llueve sobre colinas y jardines.
El silencio del cuarto es el silencio del mundo.


De: Alaska, Libros de Tierra Firme, 1993


Horacio Castillo (Ensenada, 28 de mayo de 1934 – La Plata, 5 de julio de 2010)

Alberto Girri – Una teología creadora de objetos


Foto: “Fuego”, Jmp 3-7-10


ARTE POÉTICA

Un elemento de controversia
que nos lleve a lo paradojal
tras cada línea, cada pausa;
la ambigüedad a expensas de la convención.

Una premisa constante, la duda,
indagando en la realidad,
buscándola fuera del contexto;
la materia a expensas del lenguaje.

Una síntesis intransferible y bella
con ánimos, bestias, escrituras,
profanados sub specie aeternitatis;
la imaginería a expensas de tormentos.

Una teología creadora de objetos
que se negarán a ser hostiles a Dios.

En “La penitencia y el mérito”, Sur, 1957.


Alberto Girri (Buenos Aires, 1919 – 1991).

Los textos forman parte de estudio en ejercicios de taller.-

sábado, 26 de junio de 2010

Joaquín Giannuzzi – Un arte callado


UN ARTE CALLADO

Nuestros pies perfeccionan
el arte de entrelazar los dedos.
Unidas en la almohada
nuestras cabezas apuestan
a una boda perpetua.
Expatriados,
cerradas las puertas y las ventanas,
abrazados al desnudo oponemos
una ideología de lo callado
a la manera en que marcha el mundo
según la pantalla de la televisión.

Joaquín Giannuzzi
Buenos Aires, 1924- Salta, 2004

miércoles, 12 de mayo de 2010

Edgar Bayley – Cambio de estación


CAMBIO DE ESTACIÓN

los ruidos de la calle
tan diversos
la agitación del follaje
de los árboles cercanos
el ir y venir de las hormigas
el fin del verano
ponen un orden nuevo
en el peldaño
el estribo
en la cabellera de la noche

un balcón entreabierto
la luz crece como un río
rodando por escaleras
es el primer paso del sueño
en la fogata lejana

un hombre camina solo
se detiene a ratos
observa
escucha una risa
la fiesta está por comenzar
y baila finalmente
con la mujer que lo llamaba en sueños
en la luz y el aire
y en la noche despierta

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Edgar Bayley (Buenos Aires, 1919-1990)
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domingo, 4 de abril de 2010

Sencillos deseos


SENCILLOS DESEOS

Hoy quisiera tus dedos escribiéndome historias en el pelo
y quisiera besos en la espalda
acurrucos
que me dijeras las más grandes verdades
o las más grandes mentiras
que me dijeras por ejemplo
que soy la mujer más linda del mundo
que me quieres mucho
cosas así
tan sencillas
tan repetidas,
que me delinearas el rostro
y te quedaras viendo a los ojos
como si tu vida entera dependiera de que los míos sonrieran
alborotando todas las gaviotas en la espuma.
Cosas quiero como que andes mi cuerpo
camino arbolado y oloroso,
que seas la primera lluvia del invierno
dejándote caer despacio
y luego en aguacero.
Cosas quiero como una gran ola de ternura
deshaciéndome
un ruido de caracol
un cardumen de peces en la boca
algo de eso
frágil y desnudo
como una flor a punto de entregarse a la primera luz de la
mañana
o simplemente una semilla, un árbol
un poco de hierba
una caricia que me haga olvidar
el paso del tiempo
la guerra
los peligros de la muerte.

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Gioconda Belli es poeta y narradora. Nacida en 1948 en Managua, Nicaragua, siguió a Ernesto Cardenal y Claribel Alegría, poetas que habían inaugurado una nueva visión de la poesía renovando las letras de su país. En 1975 se exilia en México y en 1976 fija su residencia en Costa Rica. Ha vivido en Los Angeles desde mediados de la década de los noventa.
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jueves, 11 de marzo de 2010

Juan José Saer – Una piedra firme en medio de la corriente


UNA PIEDRA FIRME EN MEDIO DE LA CORRIENTE

“La poesía no es un río majestuoso y fértil sino una piedra firme en medio de la corriente que se deja pulir por el agua.”




Juan José Saer nació en Serodino (provincia de Santa Fe) el 28 de junio de 1937, y murió en París, Francia, el 11 de junio de 2005.

domingo, 7 de marzo de 2010

Edgar Bayley – Por esta noche


POR ESTA NOCHE

hasta cuándo continuaremos lo decía con tono más
bien cómico no había
podido decidir nada
esa tarde no era la apropiada era
La menor de todas
oh si hubiese ocurrido antes
entre peces entre flores esas
informaciones las recibirá Ud. a su debido tiempo
lo decía con tono de ir a buscar
volver con ella volver a
allí una visita breve unos días
nada más veré
al encargado lo decía con un tono más
y cuando entramos a su casa a su departamento
es muy pequeño lo decía con
y cuando entramos una visita
muy corta me gusta
estar aquí mira
qué cosa todos Uds.
me gustaron siempre mucho
todas todos
no digo que
te quiera para siempre
pero en este instante
por esta noche

En “El día”, Ediciones del Mediodía, Buenos Aires, 1968
Edgar Bayley (Buenos Aires, 1919- 1990)

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Foto: Jmp
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domingo, 14 de febrero de 2010

Hugo Padeletti – Sube el gato hasta el techo


SUBE EL GATO HASTA EL TECHO

y halla gatos. ¡Laurel,
escarmiento de los poetas!
Dejar el gato abajo y escalar
el techo de la noche. Los gatos
no son alpinistas.

¡Oh noche,
pensamiento callado,
oh noche de la noche
pensamiento
no pensado!

Dice el gato a la noche:
–¡Oh Pensamiento,
piensa (en mí)
cuando no pienso!

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Hugo Padeletti (Alcorta, Santa Fe, 1928), “El libro de los gatos”. Selección y prólogo de Liliana García del Carril, Bajo la Luna, Buenos Aires, 2008
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Foto: “Hugo Padeletti” por Daniel Mordzinski, Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires.
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viernes, 29 de enero de 2010

J. D. Salinger — Un día perfecto para el pez banana


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UN DÍA PERFECTO PARA EL PEZ BANANA

En el hotel había noventa y siete agentes de publicidad neoyorquinos. Como monopolizaban las líneas telefónicas de larga distancia, la chica del 507 tuvo que esperar su llamada desde el mediodía hasta las dos y media de la tarde. Pero no perdió el tiempo. En una revista femenina leyó un artículo titulado «El sexo es divertido o infernal». Lavó su peine y su cepillo. Quitó una mancha de la falda de su traje beige. Corrió un poco el botón de la blusa de Saks. Se arrancó los dos pelos que acababan de salirle en el lunar. Cuando, por fin, la operadora la llamó, estaba sentada en el alféizar de la ventana y casi había terminado de pintarse las uñas de la mano izquierda.
No era una chica a la que una llamada telefónica le produjera gran efecto. Se comportaba como si el teléfono hubiera estado sonando constantemente desde que alcanzó la pubertad.

Mientras sonaba el teléfono, con el pincelito del esmalte se repasó una uña del dedo meñique, acentuando el borde de la lúnula. Tapó el frasco y, poniéndose de pie, abanicó en el aire su mano pintada, la izquierda. Con la mano seca, tomó del alféizar un cenicero repleto y lo llevó hasta la mesita de noche, donde estaba el teléfono. Se sentó en una de las dos camas gemelas ya hecha y—ya era la cuarta o quinta llamada—levantó el auricular del teléfono.

—Diga—dijo, manteniendo extendidos los dedos de la mano izquierda lejos de la bata de seda blanca, que era lo único que llevaba puesto, junto con las chinelas: los anillos estaban en el cuarto de baño.

—Su llamada a Nueva York, señora Glass—dijo la operadora.

—Gracias—contestó la chica, e hizo sitio en la mesita de noche para el cenicero.

A través del auricular llegó una voz de mujer:

—¿Muriel? ¿Eres tú?

La chica alejó un poco el auricular del oído.

—Sí, mamá. ¿Cómo estás?—dijo.

—He estado preocupadísima por ti. ¿Por qué no has llamado? ¿Estás bien?

—Traté de telefonear anoche y anteanoche. Los teléfonos aquí han...

—¿Estás bien, Muriel?

La chica separó un poco más el auricular de su oreja.

—Estoy perfectamente. Hace mucho calor. Este es el día más caluroso que ha habido en Florida desde...

—¿Por qué no has llamado antes? He estado tan preocupada...

—Mamá, querida, no me grites. Te oigo perfectamente —dijo la chica—. Anoche te llamé dos veces. Una vez justo después...

—Le dije a tu padre que seguramente llamarías anoche. Pero no, él tenía que... ¿estás bien, Muriel? Dime la verdad.

—Estoy perfectamente. Por favor, no me preguntes siempre lo mismo.

—¿Cuándo llegasteis?

—No sé... el miércoles, de madrugada.

—¿Quién condujo?

—Él—dijo la chica—. Y no te asustes. Condujo bien. Yo misma estaba asombrada.

—¿Condujo él? Muriel, me diste tu palabra de que...

—Mamá—interrumpió la chica—, acabo de decírtelo. Condujo perfectamente. No pasamos de ochenta en todo el trayecto, ésa es la verdad.

—¿No trató de hacer el tonto otra vez con los árboles?

—Vuelvo a repetirte que condujo muy bien, mamá. Vamos, por favor. Le pedí que se mantuviera cerca de la línea blanca del centro, y todo lo demás, y entendió perfectamente, y lo hizo. Hasta se esforzaba por no mirar los árboles... se notaba. Por cierto, ¿papá ha hecho arreglar el coche?

—Todavía no. Es que piden cuatrocientos dólares, sólo para...

—Mamá, Seymour le dijo a papá que pagaría él. Así que no hay motivo para...

—Bueno, ya veremos. ¿Cómo se portó? Digo, en el coche y demás...

—Muy bien—dijo la chica.

—¿Sigue llamándote con ese horroroso...?

—No. Ahora tiene uno nuevo

—¿Cuál?

—Mamá... ¿qué importancia tiene?

—Muriel, insisto en saberlo. Tu padre...

—Está bien, está bien. Me llama Miss Buscona Espiritual 1948—dijo la chica, con una risita.

—No tiene nada de gracioso, Muriel. Nada de gracioso. Es horrible. Realmente, es triste. Cuando pienso cómo...

—Mamá—interrumpió la chica—, escúchame. ¿Te acuerdas de aquel libro que me mandó de Alemania? Unos poemas en alemán. ¿Qué hice con él? Me he estado rompiendo la cabeza...

—Lo tienes tú.

—¿Estás segura?—dijo la chica.

—Por supuesto. Es decir, lo tengo yo. Está en el cuarto de Freddy. Lo dejaste aquí y no había sitio en la... ¿Por qué? ¿Te lo ha pedido él?

—No. Simplemente me preguntó por él, cuando veníamos en el coche. Me preguntó si lo había leído.

—¡Pero está en alemán!

—Sí, mamita. Ese detalle no tiene importancia—dijo la chica, cruzando las piernas—. Dijo que casualmente los poemas habían sido escritos por el único gran poeta de este siglo. Me dijo que debería haber comprado una traducción o algo así. O aprendido el idioma... nada menos.. .

—Espantoso. Espantoso. Es realmente triste... Ya decía tu padre anoche...

—Un segundo, mamá—dijo la chica. Se acercó hasta el alféizar en busca de cigarrillos, encendió uno y volvió a sentarse en la cama—. ¿Mamá?—dijo, echando una bocanada de humo.

—Muriel, mira, escúchame.

—Te estoy escuchando.

—Tu padre habló con el doctor Sivetski.

—¿Sí?—dijo la chica.

—Le contó todo. Por lo menos, eso me dijo, ya sabes cómo es tu padre. Los árboles. Ese asunto de la ventana. Las cosas horribles que le dijo a la abuela acerca de sus proyectos sobre la muerte. Lo que hizo con esas fotos tan bonitas de las Bermudas... ¡Todo!

—¿Y...?—dijo la chica.

—En primer lugar, dijo que era un verdadero crimen que el ejército lo hubiera dado de alta del hospital. Palabra. En definitiva, dijo a tu padre que hay una posibilidad, una posibilidad muy grande, dijo, de que Seymour pierda por completo la razón. Te lo juro.

—Aquí, en el hotel, hay un psiquiatra —dijo la chica.

—¿Quién? ¿Cómo se llama?

—No sé. Rieser o algo así. Dicen que es un psiquiatra muy bueno.

—Nunca lo he oído nombrar.

—De todos modos, dicen que es muy bueno.

—Muriel, por favor, no seas inconsciente. Estamos muy preocupados por ti. Lo cierto es que... anoche tu padre estuvo a punto de enviarte un telegrama para que volvieras inmediatamente a casa...

—Por ahora no pienso volver, mamá. Así que tómalo con calma

—Muriel, te doy mi palabra. El doctor Sivetski ha dicho que Seymour podía perder por completo la...

—Mamá, acabo de llegar. Hace años que no me tomo vacaciones, y no pienso meter todo en la maleta y volver a casa porque sí—dijo la chica—. Por otra parte, ahora no podría viajar. Estoy tan quemada por el sol que ni me puedo mover.

—¿Te has quemado mucho? ¿No has usado ese bronceador que te puse en la maleta? Está...

—Lo usé. Pero me quemé lo mismo.

—¡Qué horror! ¿Dónde te has quemado?

—Me he quemado toda, mamá, toda.

—¡Qué horror!

—No me voy a morir.

—Dime, ¿has hablado con ese psiquiatra?

—Bueno... sí... más o menos...—dijo la chica.

—¿Qué dijo? ¿Dónde estaba Seymour cuando le hablaste?

—En la Sala Océano, tocando el piano. Ha tocado el piano las dos noches que hemos pasado aquí.

—Bueno, ¿qué dijo?

—¡Oh, no mucho! ¡Él fue el primero en hablar. Yo estaba sentada anoche a su lado, jugando al bingo, y me preguntó si el que tocaba el piano en la otra sala era mi marido. Le dije que sí, y me preguntó si Seymour había estado enfermo o algo por el estilo. Entonces yo le dije...

—¿Por que te hizo esa pregunta?

—No sé, mamá. Tal vez porque lo vio tan pálido, y yo qué sé—dijo la chica—. La cuestión es que, después de jugar al bingo, él y su mujer me invitaron a tomar una copa. Y yo acepté. La mujer es espantosa. ¿Te acuerdas de aquel vestido de noche tan horrible que vimos en el escaparate de Bonwit? Aquel vestido que tú dijiste que para llevarlo había que tener un pequeño, pequeñísimo...

—¿El verde?

—Lo llevaba puesto. ¡Con unas cadenas...! Se pasó el rato preguntándome si Seymour era pariente de esa Suzanne Glass que tiene una tienda en la avenida Madison... la mercería...

—Pero ¿qué dijo él? El médico.

—Ah, sí... Bueno... en realidad, no dijo mucho. Sabes, estábamos en el bar. Había mucho barullo.

—Sí, pero... ¿le... le dijiste lo que trató de hacer con el sillón de la abuela?

—No, mamá. No entré en detalles—dijo la chica—. Seguramente podré hablar con él de nuevo. Se pasa todo el día en el bar.

—¿No dijo si había alguna posibilidad de que pudiera ponerse... ya sabes, raro, o algo así...? ¿De que pudiera hacerte algo...?

—En realidad, no—dijo la chica—. Necesita conocer más detalles, mamá. Tienen que saber todo sobre la infancia de uno... todas esas cosas. Ya te digo, había tanto ruido que apenas podíamos hablar.

—En fin. ¿Y tu abrigo azul?

—Bien. Le subí un poco las hombreras.

—¿Cómo es la ropa este año?

—Terrible. Pero preciosa. Con lentejuelas por todos lados.

—¿Y tu habitación?

—Está bien. Pero nada más que eso. No pudimos conseguir la habitación que nos daban antes de la guerra—dijo la chica—. Este año la gente es espantosa. Tendrías que ver a los que se sientan al lado nuestro en el comedor. Parece que hubieran venido en un camión.

—Bueno, en todas partes es igual. ¿Y tu vestido de baile?

—Demasiado largo. Te dije que era demasiado largo.

—Muriel, te lo voy a preguntar una vez más... ¿En serio, va todo bien?

—Sí, mamá—dijo la chica—. Por enésima vez.

—¿Y no quieres volver a casa?

—No, mamá.

—Tu padre dijo anoche que estaría encantado de pagarte el viaje si quisieras irte sola a algún lado y pensarlo bien. Podrías hacer un hermoso crucero. Los dos pensamos...

—No, gracias—dijo la chica, y descruzó las piernas—.

—Mamá, esta llamada va a costar una for...

—Cuando pienso cómo estuviste esperando a ese muchacho durante toda la guerra... quiero decir, cuando una piensa en esas esposas alocadas que...

—Mamá—dijo la chica—. Colguemos. Seymour puede llegar en cualquier momento.

—¿Dónde está?

—En la playa.

—¿En la playa? ¿Solo? ¿Se porta bien en la playa?

—Mamá—dijo la chica—. Hablas de él como si fuera un loco furioso.

—No he dicho nada de eso, Muriel.

—Bueno, ésa es la impresión que das. Mira, todo lo que hace es estar tendido en la arena. Ni siquiera se quita el albornoz.

—¿Que no se quita el albornoz? ¿Por qué no?

—No lo sé. Tal vez porque tiene la piel tan blanca.

—Dios mío, necesita tomar sol. ¿Por qué no lo obligas?

—Lo conoces muy bien—dijo la chica, y volvió a cruzar las piernas—. Dice que no quiere tener un montón de imbéciles alrededor mirándole el tatuaje.

—¡Si no tiene ningún tatuaje! ¿O acaso se hizo tatuar cuando estaba en la guerra?

—No, mamá. No, querida—dijo la chica, y se puso de pie—. Escúchame, a lo mejor te llamo otra vez mañana.

—Muriel, hazme caso.

—Sí, mamá—dijo la chica, cargando su peso sobre la pierna derecha.

—Llámame en cuanto haga, o diga, algo raro..., ya me entiendes. ¿Me oyes?

—Mamá, no le tengo miedo a Seymour.

—Muriel, quiero que me lo prometas.

—Bueno, te lo prometo. Adiós, mamá—dijo la chica—. Besos a papá—y colgó.

—Ver más vidrio (*)—dijo Sybil Carpenter, que estaba alojada en el hotel con su madre—. ¿Has visto más vidrio?

—Cariño, por favor, no sigas repitiendo eso. Vas a volver loca a mamaíta. Estáte quieta, por favor.

La señora Carpenter untaba la espalda de Sybil con bronceador, repartiéndolo sobre sus omóplatos, delicados como alas. Sybil estaba precariamente sentada sobre una enorme y tensa pelota de playa, mirando el océano. Llevaba un traje de baño de color amarillo canario, de dos piezas, una de las cuales en realidad no necesitaría hasta dentro de nueve o diez años.

—No era más que un simple pañuelo de seda... una podía darse cuenta cuando se acercaba a mirarlo—dijo la mujer sentada en la hamaca contigua a la de la señora Carpenter—. Ojalá supiera cómo lo anudó. Era una preciosidad.

—Por lo que dice, debía de ser precioso—asintió la señora Carpenter.

—Estate quieta, Sybil, cariño...

—¿Viste más vidrio?—dijo Sybil.

La señora Carpenter suspiró.

—Muy bien—dijo. Tapó el frasco de bronceador—. Ahora vete a jugar, cariño. Mamaíta va a ir al hotel a tomar un martini con la señora Hubbel. Te traeré la aceituna.

Cuando estuvo libre, Sybil echó a correr inmediatamente por el borde firme de la playa hacia el Pabellón de los Pescadores. Se detuvo únicamente para hundir un pie en un castillo de arena inundado y derruido, y en seguida dejó atrás la zona reservada a los clientes del hotel.

Caminó cerca de medio kilómetro y de pronto echó a correr oblicuamente, alejándose del agua hacia la arena blanda. Se detuvo al llegar junto a un hombre joven que estaba echado de espaldas.

—¿Vas a ir al agua, ver más vidrio?—dijo.

El joven se sobresaltó, llevándose instintivamente la mano derecha a las solapas del albornoz. Se volvió boca abajo, dejando caer una toalla enrollada como una salchicha que tenía sobre los ojos, y miró de reojo a Sybil.

—¡Ah!, hola, Sybil.

—¿Vas a ir al agua?

—Te esperaba—dijo el joven—. ¿Qué hay de nuevo?

—¿Qué?—dijo Sybil.

—¿Qué hay de nuevo? ¿Qué programa tenemos?

—Mi papá llega mañana en un avión—dijo Sybil, tirándole arena con el pie.

—No me tires arena a la cara, niña—dijo el joven, cogiendo con una mano el tobillo de Sybil—. Bueno, ya era hora de que tu papi llegara. Lo he estado esperando horas. Horas.

—¿Dónde está la señora?—dijo Sybil.

—¿La señora?—el joven hizo un movimiento, sacudiéndose la arena del pelo ralo—. Es difícil saberlo, Sybil. Puede estar en miles de lugares. En la peluquería. Tiñéndose el pelo de color visón. O en su habitación, haciendo muñecos para los niños pobres.

Se puso boca abajo, cerró los dos puños, apoyó uno encima del otro y acomodó el mentón sobre el de arriba.

—Pregúntame algo más, Sybil—dijo—. Llevas un bañador muy bonito. Si hay algo que me gusta, es un bañador azul.

Sybil lo miró asombrada y después contempló su prominente barriga.

—Es amarillo—dijo—. Es amarillo.

—¿En serio? Acércate un poco más.

Sybil dio un paso adelante.

—Tienes toda la razón del mundo. Qué tonto soy.

—¿Vas a ir al agua?—dijo Sybil.

—Lo estoy considerando seriamente, Sybil. Lo estoy pensando muy en serio.

Sybil hundió los dedos en el flotador de goma que el joven usaba a veces como almohadón.

—Necesita aire—dijo.

—Es verdad. Necesita más aire del que estoy dispuesto a admitir—retiró los puños y dejó que el mentón descansara en la arena—. Sybil—dijo—, estás muy guapa. Da gusto verte. Cuéntame algo de ti—estiró los brazos hacia delante y tomó en sus manos los dos tobillos de Sybil—. Yo soy capricornio. ¿Cuál es tu signo?

—Sharon Lipschutz dijo que la dejaste sentarse a tu lado en el taburete del piano—dijo Sybil.

—¿Sharon Lipschutz dijo eso?

Sybil asintió enérgicamente. Le soltó los tobillos, encogió los brazos y apoyó la mejilla en el antebrazo derecho.

—Bueno —dijo—. Tú sabes cómo son estas cosas, Sybil. Yo estaba sentado ahí, tocando. Y tú te habías perdido de vista totalmente y vino Sharon Lipschutz y se sentó a mi lado. No podía echarla de un empujón, ¿no es cierto?

—Sí que podías.

—Ah, no. No era posible. Pero ¿sabes lo que hice?

—¿Qué?

—Me imaginé que eras tú.

Sybil se agachó y empezó a cavar en la arena.

—Vayamos al agua—dijo.

—Bueno—replicó el joven—. Creo que puedo hacerlo.

—La próxima vez, échala de un empujón —dijo Sybil.

—¿Que eche a quién?

—A Sharon Lipschutz.

—Ah, Sharon Lipschutz —dijo él—. ¡Siempre ese nombre! Mezcla de recuerdos y deseos.—De repente se puso de pie y miró el mar—. Sybil—dijo—, ya sé lo que podemos hacer. Intentaremos pescar un pez banana.

—¿Un qué?

—Un pez banana—dijo, y desanudó el cinturón de su albornoz.

Se lo quitó. Tenía los hombros blancos y estrechos. El traje de baño era azul eléctrico. Plegó el albornoz, primero a lo largo y después en tres dobleces. Desenrolló la toalla que se había puesto sobre los ojos, la tendió sobre la arena y puso encima el albornoz plegado. Se agachó, recogió el flotador y se lo puso bajo el brazo derecho. Luego, con la mano izquierda, tomó la de Sybil.

Los dos echaron a andar hacia el mar.

—Me imagino que ya habrás visto unos cuantos peces banana—dijo el joven.

Sybil negó con la cabeza.

—¿En serio que no? Pero, ¿dónde vives, entonces?

—No sé—dijo Sybil.

—Claro que lo sabes. Tienes que saberlo. Sharon Lipschutz sabe dónde vive, y sólo tiene tres años y medio.

Sybil se detuvo y de un tirón soltó su mano de la de él. Recogió una concha y la observó con estudiado interés. Luego la tiró.

—Whirly Wood, Connecticut—dijo, y echó nuevamente a andar, sacando la barriga.

—Whirly Wood, Connecticut—dijo el joven—. ¿Eso, por casualidad, no está cerca de Whirly Wood, Connecticut?

Sybil lo miró:

—Ahí es donde vivo—dijo con impaciencia—. Vivo en Whirly Wood, Connecticut.

Se adelantó unos pasos, se cogió el pie izquierdo con la mano izquierda y dio dos o tres saltos.

—No puedes imaginarte cómo lo aclara todo eso —dijo él.

Sybil soltó el pie:

—¿Has leído El negrito Sambo?—dijo.

—Es gracioso que me preguntes eso—dijo él—. Da la casualidad que acabé de leerlo anoche.—Se inclinó y volvió a tomar la mano de Sybil—. ¿Qué te pareció?

—¿Te acuerdas de los tigres que corrían todos alrededor de ese árbol?

—Creí que nunca iban a parar. Jamás vi tantos tigres.

—No eran más que seis—dijo Sybil.

—¡Nada más que seis! —dijo el joven—. ¿Y dices «nada más»?

—¿Te gusta la cera?—preguntó Sybil.

—¿Si me gusta qué?

—La cera.

—Mucho. ¿A ti no?

Sybil asintió con la cabeza:

—¿Te gustan las aceitunas?—preguntó.

—¿Las aceitunas?... Sí. Las aceitunas y la cera. Nunca voy a ningún lado sin ellas.

—¿Te gusta Sharon Lipschutz?—preguntó Sybil.

—Sí. Sí me gusta. Lo que más me gusta de ella es que nunca hace cosas feas a los perritos en la sala del hotel. Por ejemplo, a ese bulldog enano de la señora canadiense. Te resultará difícil creerlo, pero hay algunas niñas que se divierten mucho pinchándolo con los palitos de los globos. Pero Sharon, jamás. Nunca es mala ni grosera. Por eso la quiero tanto.

Sybil no dijo nada.

—Me gusta masticar velas—dijo ella por último.

—Ah, ¿y a quién no?—dijo el joven mojándose los pies—. ¡Diablos, qué fría está!—Dejó caer el flotador en el agua—. No, espera un segundo, Sybil. Espera a que estemos un poquito más adentro.

Avanzaron hasta que el agua llegó a la cintura de Sybil. Entonces el joven la levantó y la puso boca abajo en el flotador.

—¿Nunca usas gorro de baño ni nada de eso?—preguntó él.

—No me sueltes—dijo Sybil—. Sujétame, ¿quieres?

—Señorita Carpenter, por favor. Yo sé lo que estoy haciendo—dijo el joven—. Ocúpate sólo de ver si aparece un pez banana. Hoy es un día perfecto para los peces banana.

—No veo ninguno—dijo Sybil.

—Es muy posible. Sus costumbres son muy curiosas. Muy curiosas.

Siguió empuiando el flotador. El agua le llegaba al pecho.

—Llevan una vida triste—dijo—. ¿Sabes lo que hacen, Sybil?

Ella negó con la cabeza.

—Bueno, te lo explicaré. Entran en un pozo que está lleno de bananas. Cuando entran, parecen peces como todos los demás. Pero, una vez dentro, se portan como cerdos, ¿sabes? He oído hablar de peces banana que han entrado nadando en pozos de bananas y llegaron a comer setenta y ocho bananas—empujó al flotador y a su pasajera treinta centímetros más hacia el horizonte—. Claro, después de eso engordan tanto que ya no pueden salir. No pasan por la puerta.

—No vayamos tan lejos—dijo Sybil—. ¿Y qué pasa después con ellos?

—¿Qué pasa con quiénes?

—Con los peces banana.

—Bueno, ¿te refieres a después de comer tantas bananas que no pueden salir del pozo?

—Sí—dijo Sybil.

—Mira, lamento decírtelo, Sybil. Se mueren.

—¿Por qué?—preguntó Sybil.

—Contraen fiebre platanífera. Una enfermedad terrible.

—Ahí viene una ola—dijo Sybil nerviosa.

—No le haremos caso. La mataremos con la indiferencia—dijo el joven—, como dos engreídos.

Tomó los tobillos de Sybil con ambas manos y empujó hacia delante. El flotador levantó la proa por encima de la ola. El agua empapó los cabellos rubios de Sybil, pero sus gritos eran de puro placer.

Cuando el flotador estuvo nuevamente inmóvil, se apartó de los ojos un mechón de pelo pegado, húmedo, y comentó:

—Acabo de ver uno.

—¿Un qué, amor mío?

—Un pez banana.

—¡No, por Dios!—dijo el joven—. ¿Tenía alguna banana en la boca?

—Sí—dijo Sybil—. Seis.

De pronto, el joven tomó uno de los mojados pies de Sybil que colgaban por el borde del flotador y le besó la planta.

—¡Eh!—dijo la propietaria del pie, volviéndose.

—¿Cómo, eh? Ahora volvamos. ¿Ya te has divertido bastante?

—¡No!

—Lo siento—dijo, y empujó el flotador hacia la playa hasta que Sybil descendió. El resto del camino lo llevó bajo el brazo.

—Adiós —dijo Sybil, y salió corriendo hacia el hotel.

El joven se puso el albornoz, cruzó bien las solapas y metió la toalla en el bolsillo. Recogió el flotador mojado y resbaladizo y se lo acomodó bajo el brazo. Caminó solo, trabajosamente, por la arena caliente, blanda, hasta el hotel.

En el primer nivel de la planta baja del hotel—que los bañistas debían usar según instrucciones de la gerencia— entró con él en el ascensor una mujer con la nariz cubierta de pomada.

—Veo que me está mirando los pies—dijo él, cuando el ascensor se puso en marcha.

—¿Cómo dice?—dijo la mujer.

—Dije que veo que me está mirando los pies.

—Perdone, pero casualmente estaba mirando el suelo —dijo la muier, y se volvió hacia las puertas del ascensor.

—Si quiere mirarme los pies, dígalo—dijo el joven—. Pero, maldita sea, no trate de hacerlo con tanto disimulo.

—Déjeme salir, por favor—dijo rápidamente la mujer a la ascensorista.

Cuando se abrieron las puertas, la mujer salió sin mirar hacia atrás.

—Tengo los pies completamente normales y no veo por qué demonios tienen que mirármelos—dijo el joven—. Quinto piso, por favor.

Sacó la llave de la habitación del bolsillo de su albornoz.

Bajó en el quinto piso, caminó por el pasillo y abrió la puerta del 507. La habitación olía a maletas nuevas de piel de ternera y a quitaesmalte de uñas.

Echó una ojeada a la chica que dormía en una de las camas gemelas. Después fue hasta una de las maletas, la abrió y extrajo una automática de debajo de un montón de calzoncillos y camisetas, una Ortgies calibre 7,65. Sacó el cargador, lo examinó y volvió a colocarlo. Quitó el seguro. Después se sentó en la cama desocupada, miró a la chica, apuntó con la pistola y se disparó un tiro en la sien derecha.

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“Un día perfecto para el pez banana”, relato incluido en Nueve cuentos.
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Jerome David Salinger (Nueva York, 1 de enero de 1919 – Cornish, Nuevo Hampshire, 27 de enero de 2010).
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lunes, 4 de enero de 2010

Aurora Velturini - Fragmento de "Las primas"


Mi mamá era maestra de puntero de guardapolvo blanco y muy severa, pero enseñaba bien en una escuela suburbana donde concurrían chicos de clase media para abajo y no muy dotados. El mejor era Rubén Fiorlandi, hijo del almacenero. Mi mamá ejercitaba el puntero en la cabeza de aquellos que se hacían los graciosos y los mandaba al rincón con orejas de burro hechas de cartón colorado. Raramente un malportado reincidía. Mi madre opinaba que la letra con sangre entra, en tercer grado la llamaban “la señorita de tercero” pero estaba casada con mi papá que la abandonó y nunca volvió a casa a cumplir obligaciones de pater familia. Ella asumía tareas docentes turno mañana y regresaba a las dos de la tarde. La comida ya estaba hecha porque Rufina, la morochita que oficiaba de ama de casa, muy consecuente sabía cocinar. Yo estaba harta de puchero todos los días. En el fondo cacareaba un gallinero que nos daba de comer y en la quintita brotaban zapallos milagrosamente dorados soles desbarrancados y sumergidos desde alturas celestiales a la tierra, crecían junto a las violetas y raquíticos rosales que nadie cuidaba, ellos insistían en poner la nota perfumada en aquel albañal desgraciado.

Nunca confesé que aprendí a leer la hora en las esferas de los relojes a los 20 años. Esta confesión me avergüenza y me sorprende. Me avergüenza y sorprende por lo que ustedes sabrán de mí después, y vienen a mi memoria muchas preguntas. Especialmente viene a mi memoria la pregunta: ¿qué hora es? Verdad de verdades. Yo no sabía la hora y los relojes me espantaban como el rodar de la silla ortopédica de mi hermana.

Ella, más cretina que yo, sí sabía leer la esfera de los relojes aunque ignorara leer en libros. No éramos comunes, por no decir que no éramos normales.

Rum... rum... rum... murmuraba Betina, mi hermana paseando su desgracia por el jardincillo y los patios de laja. El rum parecía empaparse en las babas de la boba que babeaba. Pobre Betina. Error de la naturaleza. Pobre yo, también error y más aún mi madre que cargaba olvido y monstruos.

Pero todo pasa en este mundo inmundo. Por eso no es lógico afligirse demasiado por nada ni por nadie. A veces pienso que somos un sueño o pesadilla cumplida día a día que en cualquier momento ya no será, ya no aparecerá en la pantalla del alma para atormentarnos. (...)

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Aurora Venturini nació en La Plata el 20 de diciembre de 1921. Poeta y narradora.

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domingo, 3 de enero de 2010

Wang Wei – Dos poemas



El cultivo de las letras no necesita del trato mundanal
Ardua es la ciencia de la filosofía, y, para lograrla, camino solo.
Amo los puros arroyuelos que serpentean entre las rocas.
Y amo mi rústica cabaña, tan sosegada en medio de los pinos.


*


Sentado, solo, entre los bambúes,
Toco el laúd, y silbo, silbo, silbo.
Nadie me oye en el inmenso bosque,
Pero la blanca luna me ilumina.


Traducción del chino: Marcela de Juan. En: Segunda Antología de la Poesía China, Revista de Occidente, 1962.
Wang Wei (China, 701-761)

Los textos forman parte de estudio en ejercicios de taller.-