LA
ESCOPETA
No era noche cerrada cuando estiré el
brazo para encender la lámpara sobre la mesa. Era necesario que terminara de
escribir mi artículo antes del alba y correr para echarlo al buzón y esperar
acurrucado que volviera el cartero entre la bruma que el amanecer iba
castigando con látigo del color exacto de la sangre fresca y brillante. Volvía
muy gordo y tranquilo trayéndome el cheque mensual y era necesario apurarse y
no fue más que encender la luz y oír el ruido de alguien tratando de forzar la
cerradura y alrededor de mí la soledad de la aldea desierta, inmovilizada por
la luna vertical justo en el centro geométrico del mundo tan inmenso con tantos
millones de camas donde balbuceaban sus sueños personas diversas y dormidas,
cada una con un hilo de baba rozando las mejillas y estirándose con dibujos
raros en la blancura de las almohadas. Hasta que salté y me puse a un costado
de la puerta preguntando muchas veces con un ritmo invariable quién es, qué
quiere, qué busca. Y un silencio y el forcejeo rodeó la casita y continuó
trabajando en una de las ventanas no recuerdo cual, impulsándome en dos
movimientos sucesivos, casi sin pausa, a matar con la palma de la mano la luz
de la mesa y abrir el armario para sacar la escopeta y luego caminando de una
ventana a otra y de una ventana a la puerta, según variaban los ruidos del
ladrón, siempre preguntando hasta la ronquera qué busca, haciendo girar la
escopeta, oliendo crecer desde el pecho y las axilas el olor tenebroso del
miedo y la fatalidad.
Después
de una pausa y un pequeño ruido de papeles, el hombre de la baba blanca habló
detrás de mi nuca. Su voz era átona:
-Este
sí que es fácil. Un sueño elemental. Hasta un niño podría interpretarlo. Yo soy
el ladrón que busca saber, entrar en su ego. ¿Por qué tanto miedo?
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