TALLER DANIEL MOYANO (Buenos Aires, 1930 - España,
1992)
EL PERRO Y EL TIEMPO
Yo no puedo
alimentar también a ese perro –dijo su tío después de mirar a Gregorio y al
perro, sentados al borde de la galería. Gregorio no contestó y siguió
acariciándole la cabeza. Era largo, negro, de nariz partida y orejas caídas.
Cuando lo azuzaban o se interesaba por algo levantaba sólo la mitad de la
oreja, la parte donde los cartílagos eran más duros, y este rasgo era lo que
más le gustaba al niño.
Hubiera esperado una discusión,
un examen previo, algo que le permitiera exponer sus razones para tener al
perro, pero su tío parecía haber calculado de antemano esa posibilidad, y por
tanto su resolución, tan rápida, era simplemente algo que había que recordar, y
tener en cuenta, sin posibilidad de modificaciones.
Además, sus palabras formaban
parte de algunas de las leyes que regían la economía de la familia, compuesta
por varios hijos propios y Gregorio.
Hacía dos días que lo tenía, y
había logrado ocultarlo uno. Las palabras del tío no admitían otra
interpretación, pero sabían que su tío luego olvidaría el asunto. Y eso parecía
demostrar que la desobediencia era una posibilidad. Las palabras habían sido
duras y quebraron todos sus presentimientos acerca de la posesión del animal,
que había comenzado a cambiar tan dulcemente el ritmo de su vida. Eran ricos
los choclos comidos por la noche, y después era hermoso acariciar al perro
hasta dormirse mirando a través de la ventana el cielo estrellado y el aire
serenísimo, como si a través de esa tranquilidad cayese silenciosamente la
escarcha que al día siguiente aparecía en los baldes, en la tina, en los
charcos de la calle. Y ahora esas dos cosas debían modificarse, separarse, a
causa del tío, porque su tío significaba choclos, la posibilidad de comerlos al
calor naciente de la cama, y el perro, y el calor y la presencia del perro, que
debía ir todo unido a aquella sensación, habían sido negados por su tío con
esas palabras tan rápidas y decididas. Y lo peor de todo era que él consideraba
justa esa decisión. Podía recordar palabras suyas, dichas muchas veces cuando
discutían con la tía sobre el sueldo, la luz, el alquiler, el carbón: “Son
muchas bocas y yo no puedo más, esto me está volviendo loco; y todavía uno más”.
Sabía que su tío trabajaba todo el día y que el sueldo no alcanzaba, pero hasta
allí solamente llegaba el entendimiento. Su tía, que solía llorar a solas,
velaba para que aquello que él no alcanzaba a entender pudiese ser explicado de
algún modo: racionaba estrictamente los alimentos, había decidido que nadie
comiese fuera de las horas establecidas, vigilaba para que el carbón no se
consumiera inútilmente. Y puede decirse que él entendía a medias al ver a su
tía por las noches, cuando el tío se acostaba, echar agua con la pava sobre las
brasas.
Cuatro cuadras hacia el sur,
donde el pueblo terminaba, vendían choclos a buen precio en un ranchito que en
el verano apenas se distinguía a causa del maizal. Cuando su tía lo descubrió
fue un día de gran alegría para todos. Ella y los chicos fueron a comprar. Él
llevaba la bolsa y después entre todos ayudaron a juntar. Le gustó el ruido de
los choclos al ser arrancados de las plantas y el jugo dulce que caía de los
extremos. Su tía conversó un rato con la vieja que se los vendió. Una mujer más
vieja que parecía dormitar junto a una pared, cerca del brasero de lata, le dio
un mate a su tía y ella lo tomó con alegría. Hablaron de varias cosas, pagaron
y salieron con la bolsa llena. Los chicos saltaban sobre la tierra removida y
su tía no los retó ni les dijo nada. Estaba cayendo el sol y había sido
realmente un día hermoso. “Los comeremos asados”, dijo su tía cuando llegaron a
la casa invadida por un silencio que era oscuridad a la vez y olor a polvo en
los rincones. Ellos trajeron leña del fondo y su tía encendió el fuego. Pelaron
los choclos y después los oyeron crepitar sobre las brasas. La tía los repartía
a medida que se asaban. Una mitad para cada uno, para que puedan ir comiendo de
dos en dos. Todos tenían urgencias, pero algunos prefirieron esperar los
últimos, que por decisión de la tía serían los más grandes. “El que espera,
come lo mejor”, estableció. Unos exigieron ser los primeros, otros aceptaron la
espera.
El comer choclos por la noche se
convirtió en una costumbre. Cada uno recibía el suyo y se iba a la cama. De tal
manera pues, hubiera sido muy lindo llevarse el choclo casi humeante a la cama,
y acostarse junto al perro, que dormía con dos niños más en una cama grande que
había sido de los tíos, pero sucedía que cuando Gregorio recurría en su memoria
al calor del perro, ya no había choclos y había aparecido la escarcha. De modo
que la disociación de estos dos elementos gratos en su memoria no se debía
solamente a las palabras de su tío sino a los misterios del tiempo.
Todo aquello había sucedido hacía
mucho tiempo, y ahora el perro, llamado Flecha por decisión unánime, lograba
permanecer, nadie sabe cómo, pese a que su tío dijera algunas veces,
discutiendo con su tía: “Yo no puedo más, estoy viejo ya, no puedo pasarme la
vida alimentando chicos”.
Una de las vicisitudes duras para
Gregorio fue cuando su tío ordenó que llevaran el perro al circo, donde
compraban animales viejos e inútiles para alimentar a las fieras. Gregorio
había llorado y su tía le dijo, después de alguna vacilación, que podía
desobedecer y quedarse otra vez con el perro, siempre que lo escondiese en el
cuarto vacío del fondo durante el poco tiempo que el tío permanecía en la casa.
Aquella vez, mientras comían, Flecha salió del cuarto por una abertura en la
puerta donde faltaba un vidrio. Su tío lo vio y no dijo nada, aunque lo creyera
ya en el circo. El perro alzó las patas y las apoyó en la mesa, frente al tío,
y siguió atentamente los movimientos de las manos de éste llevando los alimentos
a la boca. Pero el tío no dijo nada, ni entonces ni después, mientras el perro
movía la cola, pero con la cara como vuelta hacia un costado, como si lo mirase
con el rabillo del ojo. Después llevó un bocado de pan a la boca y siguió
mirando el plato. Acabada la comida, su tío se levantó y dijo: “Hagan lo que
quieran; yo ya no puedo decir nada”. La tía inició la sonrisa general que la
frase produjo. Las manos de los chicos buscaron restos de comida para darle,
pero la tía dijo entonces: “Un momento; le vamos a dar lo que corresponda”.
Alzó de la mesa dos o tres cáscaras de zapallo, que Flecha comió con avidez. En
eso pasó el tío, que envejecía y caminaba como arrastrándose, y dijo sin mirar
a nadie pero dirigiéndose sin duda a Gregorio: “Pero vos le vas a dar de comer,
en adelante, de la parte tuya”. Él no respondió porque estaba sintiendo que
ahora Flecha era una propiedad suya, de la que no podrían despojarlo jamás.
Aquel año los choclos subieron de
precio y su tía tuvo que excluirlos. Pero hacia el invierno, la posesión de
Flecha significó disponer de algo que uno quería y que estaba fuera de las
limitaciones impuestas por los cálculos y demás cosas incomprensibles. El
perro, estirado, era en verdad más largo que Gregorio. Uno de los chicos que
dormían con Gregorio fue obligado a dormir hacia los pies de la cama. Gregorio
y el otro compartían la cabecera con el perro en el medio. Pero algunas veces
Flecha amanecía acurrucado en la parte de los pies, y en esos casos el
beneficiado con su calor, según lo que habían convenido, tenía que alimentar al
perro durante todo ese día con parte de su ración.
Con el perro y la idea de los
choclos la existencia era casi perfecta. Pero de eso también hacía mucho tiempo
y las cosas habían cambiado.
Flecha había engordado y formaba
parte de la familia. Y hacia entonces sucedió lo peor. A él no le gustó la
idea, pero había partido de su tío y, lógicamente, nadie podía cambiar sus
propósitos. Fue un domingo, el tío llegó al mediodía, y nadie hasta entonces se
había dado cuenta de que había salido por la mañana muy temprano. Traía una
jaula grande. Dentro de ella había cinco gallinas. Todos se alegraron y rieron
como aquella vez que trajeron la bolsa de choclos. Su tío abrió la jaula, y
después de mostrársela a todos a hurtadillas, dejó que las gallinas saltaran y
corrieran libremente por el patio. “Cierren la puerta de calle”, gritó su tía,
y después le dijo al tío que no debió dejarlas correr libremente sin antes
cortarles las alas. Nadie se acordó del perro, salvo Gregorio, y emplearon la
siesta en construir, en el fondo, un gallinero. Su tío mismo dirigió las
tareas. Cuando terminaron, su tía se puso a cebar mate y en un momento dado
alguien dijo: “¿y Flecha?” Gregorio sintió la mirada de su tío, que en ese
momento estaba con el mate en la mano, por chupar la bombilla; pero dejó de
hacerlo para mirarlo. “No le hará nada a las gallinas”, dijo él. Y su tía le
dijo entonces que si le hacía algo, ella no vacilaría en elegir entre el perro
y las gallinas. Después olvidaron a Flecha, y su tía dijo que en poco tiempo
las gallinas pondrían, y entonces iban a poder comer huevos antes de acostarse,
y que los huevos irían en sustitución de los choclos. Pero a Gregorio no le
pareció una idea muy agradable, porque el perro, desde ahora, se desmerecía
ante todos.
Y después pudo contar con
tristeza que él también lo había visto. Lo vio cuando llevaba el huevo en la
boca. Una lástima que su tía alcanzara a verlo también y gritara de esa manera.
Flecha soltó el huevo, que se rompió. La fisonomía de su tía cambió totalmente,
y también sus palabras y su manera de decir las cosas. “Es un perro huevero; yo
sabía que era un perro huevero”. Su tío no dijo nada, pero su mirada fue una
confirmación de lo que opinaba la tía. Debían deshacerse del perro. Gregorio
también comprendió que aquello era una cosa ineludible y que toda resistencia
era inútil esta vez. Todo se hizo rápidamente. Él no supo nunca en qué momento
su tía se puso en contacto con un viejo que tenía muchos perros y que vivía más
allá del rancho de la vieja de los choclos. A la hora prevista y desconocida
por él, el viejo llamó a la puerta. Venía solo. Su rostro era venerable. Los
ojos limpísimos. Él mismo tuvo que ayudar para tomar al perro y atarle una
cuerda al cuello. El viejo, que miraba desde la puerta de calle, no pronunció
ni una sola palabra, ni antes ni después. Los chicos miraban en silencio. Su
tío no estaba. Cuando le dio el último abrazo, hacía rato que estaba llorando,
pero parecía que lo advertía ahora. Después, él y varios de sus primos se
pararon en medio de la calle. El viejo tiraba de la cuerda y el perro marchaba
resistiéndose. De vez en cuando se daba vuelta y levantaba la mitad de las
orejas, hasta donde los cartílagos eran duros. Al rato se veía que volvía la
cabeza, pero las orejas ya no se distinguían. El viejo no se dio vuelta en
ningún momento. Cuando dobló, allá lejos, sólo quedaba uno de sus primos junto
a él; los otros habían entrado. Cuando él también entró, vio que estaban
recortando figuritas de un diario viejo, con una tijera, en la galería.
Hacia el invierno Gregorio estuvo
enfermo varios días, y una noche la tía le llevó a la cama un huevo pasado por
agua y se lo dio en cucharitas. Él sintió entonces que el perro pertenecía al
orden de las cosas incomprensibles.
Después volvieron el sol fuerte y
los días claros, y Flecha era apenas una cosa en la memoria. Y pasó mucho
tiempo y esa cosa en la memoria persistía, porque estaba unida a muchas otras,
indisolubles. Y sobre todo ese día, que había vuelto a ver al viejo. El hermano
de su tío, que había venido en un camioncito desde el pueblo vecino y que reía
estrepitosamente ante cualquier cosa que le contasen, les dijo de pronto que
subieran a dar una vuelta por allí. Gregorio se sentó en una de las barandas de
la carrocería, y a medida que el vehículo andaba por el campo reseco sentía el
aire en las mejillas. “Derecho por acá y después doblamos en la curva del
camino”, le había dicho al hermano de su tío. Estaba seguro de que nadie
pensaba en el perro, que por ese camino vivía el viejo que se lo había llevado.
Pero uno de sus primos, en cuclillas, le dijo de pronto que a lo mejor podían
ver a Flecha. “Cierto”, dijo él, como si no hubiera estado pensando en eso.
Habían recorrido un buen trecho después de la curva, y pasado por el rancho de
la vieja de los choclos, y estaban lejos, en lugares adonde jamás habían
llegado. El hermano de su tío sacó la cabeza por la ventanilla y el viento le
levantó el ala de su sombrero. Le habló a él, pero no pudo entender nada porque
el viento era fuerte. Sabía que le preguntaba adónde quedaba el lugar que le
había dicho.
Y anduvieron como media hora, y
el lugar que él suponía no apareció. El camioncito paró y el hermano de su tío
sacó otra vez la cabeza. “Nunca vi ninguna casa por aquí; más allá no hay nada”,
dijo.
Después volvieron y él intentó
explicarse el hecho. En un momento creyó que este misterio pertenecía al orden
del tiempo, esa cosa improbable y lejana. Sin embargo, desde que su tío dijo
que no podía alimentar también a ese perro hasta que el hermano sacó la cabeza
por la ventanilla, para explicar algo inaudible a causa del viento, apenas
había habido algunas modificaciones en las hojas de los árboles, en los
pajonales circundantes. Por fuera, el mundo había avanzado muy poco. A él, en
cambio, le parecía haber retrocedido.
La inexistencia súbita de la casa
del viejo no tenía explicaciones. Quedaba la posibilidad de imaginar las cosas,
y sólo dos le parecieron congruentes: o el viejo, en alguna parte, había
protegido al perro, junto con los otros; o todos habían ido a parar al circo.
Flecha entró entonces en el orden
de las cosas que no comprendía, y allí permanecería, con otros tantos
misterios, por lo menos hasta que él creciera. Pero crecer, lo sabía,
pertenecía al tiempo. Y el tiempo siempre había sido para él una cosa
improbable y lejana.
Los textos forman parte de estudio en ejercicios de
taller.-
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