TALLER
Marcel Proust (1871-1922)
En
“Por el camino de Swann”
(Fragmento)
Traducción: Pedro Salinas
(…) Considero muy razonable la creencia céltica
de que las almas de los seres perdidos están sufriendo cautiverio en el cuerpo
de un ser inferior, un animal, un vegetal o una cosa inanimada; perdidas para
nosotros hasta el día, que para muchos nunca llega, en que suceda que pasamos
al lado del árbol, o que entramos en posesión del objeto que
les sirve de cárcel. Entonces se
estremecen, nos llaman, y en cuanto las reconocemos se rompe el
maleficio. Y liberadas por nosotros, vencen a la muerte y tornan a vivir en
nuestra compañía.
Así ocurre con nuestro pasado. Es trabajo
perdido el querer evocarlo, e inútiles todos los afanes de nuestra
inteligencia. Ocúltase fuera de sus dominios y de su alcance, en un objeto
material (en la sensación que ese objeto material nos daría) que no sospechamos.
Y del azar depende que nos encontremos con ese objeto ante de que nos llegue la
muerte, o que no lo encontremos nunca.
Hacía ya muchos años que no existía para
mí de Combray más que el escenario y el drama del momento de acostarme, cuando
un día de invierno, al volver a casa, mi madre, viendo que yo tenía frío, me
propuso que tomara, en contra de mi costumbre, una taza de té. Primero dije que
no; pero luego, sin saber por qué, volví de mi acuerdo. Mandó mi madre por uno
de esos bollos, cortos y abultados, que llaman magdalenas, que parece que
tienen por molde una valva de concha de peregrino. Y muy pronto, abrumado por
el triste día que había pasado y por la perspectiva de otro tan melancólico por
venir, me llevé a los labios unas cucharadas de té en el que había echado un
trozo de magdalena. Pero en el mismo instante en que aquel trago, con las miga
del bollo, tocó mi paladar, me estremecí, fija mi atención en algo
extraordinario que ocurría en mi interior. Un placer delicioso me invadió, me aisló,
sin noción de lo que lo causaba. Y él me convirtió las vicisitudes de la vida en
indiferentes, sus desastres en inofensivos y su brevedad en ilusoria, todo del
mismo modo que opera el amor, llenándose de una esencia preciosa; pero, mejor
dicho, esa esencia no es que estuviera en mí, es que era yo mismo. Dejé de sentirme
mediocre, contingente y mortal. ¿De dónde
podría venirme aquella alegría tan fuerte? Me daba
cuenta de que iba unida al sabor del té y
del bollo, pero le excedía en, mucho, y no debía de ser de la misma
naturaleza. ¿De dónde venía y qué significaba? ¿Cómo llegar a aprehenderlo?
Bebo un segundo trago, que no me dice
más que el primero; luego un tercero, que ya me dice un
poco menos. Ya es hora de pararse, parece que la virtud del brebaje va
aminorándose. Ya se ve claro que la verdad que yo busco no está en él, sino en
mí. El brebaje la despertó, pero no sabe cuál es y lo único que puede hacer es
repetir indefinidamente, pero cada vez con menos intensidad, ese testimonio
que no sé interpretar y que quiero
volver a pedirle dentro de un instante y
encontrar intacto a mi disposición para llegar a una aclaración decisiva. Dejo
la taza y me vuelvo hacia mi alma. Ella es la que tiene que dar con la verdad.
¿Pero cómo? Grave incertidumbre ésta, cuando el alma se siente superada por sí
misma, cuando ella, la que busca, es juntamente el país oscuro por donde ha de
buscar, sin que le sirva para nada su bagaje. ¿Buscar? No sólo buscar, crear.
Se encuentra ante una cosa que todavía no existe y a la que ella sola puede dar
realidad, y entrarla en el campo de su visión.
Y otra vez me pregunto: ¿Cuál puede ser
ese desconocido estado que no trae consigo ninguna prueba lógica, sino la
evidencia de su felicidad, y de su realidad junto a la que se desvanecen todas
las restantes realidades? Intento hacerlo aparecer de nuevo. Vuelvo con el
pensamiento al instante en que tome la primera cucharada de té. Y me encuentro
con el mismo estado, sin ninguna claridad nueva. Pido a mi alma un esfuerzo
más; que me traiga otra vez la sensación fugitiva. Y para que nada la estorbe
en ese arranque con que va a probar captarla,
aparta de mí todo obstáculo, toda idea
extraña, y protejo mis oídos y mi atención contra los ruidos de la habitación
vecina. Pero como siento que se me cansa el alma sin lograr nada, ahora la
fuerzo, por el contrario, a esa distracción que antes le negaba, a pensar en
otra cosa, a reponerse antes de la tentativa suprema. Y luego, por
segunda vez, hago el vacío frente a ella, vuelvo a ponerla cara a cara
con el sabor reciente del primer trago de té, y siento estremecerse en mí algo
que se agita, que quiere elevarse; algo que acaba de perder ancla a una gran
profundidad, no sé qué, pero que va ascendiendo lentamente; percibo la
resistencia y oigo el rumor de las distancias que va atravesando.
Indudablemente, lo que así palpita dentro
de mi ser será la imagen y el recuerdo visual que, enlazado al sabor aquel,
intenta seguirlo hasta llegar a mí. Pero lucha muy lejos, y muy confusamente;
apenas si distingo el reflejo neutro en que se confunde el inaprensible
torbellino de los colores que se agitan; pero no puedo discernir la forma, y
pedirle, como a único intérprete posible, que me traduzca el testimonio de su contemporáneo,
de su inseparable compañero el sabor, y que me enseñe de qué circunstancia
particular y de qué época del pasado se trata.
¿Llegará hasta la superficie de mi
conciencia clara ese recuerdo, ese instante antiguo que la atracción de un instante
idéntico ha ido a solicitar tan lejos, a conmover y alzar en el fondo de mi
ser? No sé. Ya no siento nada, se ha parado, quizá desciende otra vez, quién
sabe si tornará a subir desde lo hondo de su noche. Hay que volver a empezar
una y diez veces, hay que inclinarse en su busca. Y a cada vez esa cobardía
que nos aparta de todo trabajo dificultoso y de
toda obra importante, me aconseja que deje eso y que me beba el té pensando
sencillamente en mis preocupaciones de hoy y en mis deseos de mañana, que se
dejan rumiar sin esfuerzo.
Y de pronto el recuerdo surge. Ese sabor
es el que tenía el pedazo de magdalena que mi tía
Leoncia me ofrecía, después de mojado en su infusión de té o de tila, los
domingos por la mañana en Combray (porque los domingos yo no salía hasta la
hora de misa), cuando iba a darle los buenos días a su cuarto. Ver la magdalena
no me había recordado nada, antes de que la probara; quizá porque, como había
visto muchas, sin comerlas, en las pastelerías, su imagen se había separado de
aquellos días de Combray para enlazarse a otros más recientes; ¡quizá porque de
esos recuerdos por tanto tiempo abandonados fuera de la memoria no sobrevive
nada y todo se va desagregando!; las formas externas -también
aquella tan grasamente sensual de la concha, con sus dobleces severos y
devotos-, adormecidas o anuladas, habían perdido la fuerza de expansión que las
empujaba hasta la conciencia. Pero cuando nada subsiste ya de un pasado
antiguo, cuando han muerto los seres y se han derrumbado las cosas, solos,
más frágiles, más vivos, más inmateriales, más, persistentes y más fieles
que nunca, el olor y el sabor perduran mucho más, y recuerdan, y aguardan, y
esperan, sobre las ruinas de todo, y soportan sin doblegarse en su impalpable
gotita el edificio enorme del recuerdo.
En cuanto reconocí el sabor del pedazo de
magdalena mojado en tila que mi tía me daba (aunque todavía no había
descubierto y tardaría mucho en averiguar el por qué ese recuerdo me daba tanta
dicha), la vieja casa gris con fachada a la calle, donde estaba su cuarto, vino
como una decoración de teatro a ajustarse al pabelloncito del jardín que detrás
de la fábrica principal se había construido para mis padres, y en donde estaba
ese truncado lienzo de casa que yo únicamente recordaba hasta entonces; y con
la casa vino el pueblo, desde la hora matinal hasta la vespertina y en todo
tiempo, la plaza, adonde me mandaban antes de almorzar, y las calles por donde
iba a hacer recados, y los caminos que seguíamos cuando hacía buen tiempo. Y
como ese entretenimiento de los japoneses que meten en un cacharro de porcelana
pedacitos de papel, al parecer, informes, que en cuanto se mojan empiezan a
estirarse, a tomar forma, a colorearse y a distinguirse, convirtiéndose en
flores, en casas, en personajes consistentes y cognoscibles, así ahora todas
las flores de nuestro jardín y las del parque del señor Swann y las ninfeas del
Vivonne y las buenas gentes del pueblo y sus viviendas chiquitas y la iglesia y
Combray entero y sus alrededores, todo eso, pueblo y jardines, que va tomando
forma y consistencia, sale de mi taza de té.
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