TALLER CLAUDIA PIÑEIRO
(Burzaco,
10 de abril de 1960)
BASURA PARA LAS
GALLINAS
Ella se dispone a atar la bolsa de
plástico negro. Tira de las puntas para hacer el nudo. Pero las tiras resultan cortas, llenó
demasiado la bolsa, ya ni sabe cuánto ni qué metió dentro para llenarla, todo
lo que encontró dando vueltas por la casa.
Levanta
la bolsa en el aire desde sus bordes y
la mueve arriba y abajo con golpes cortos y secos para que el peso de la
basura comprima el contenido y libere más espacio para el nudo. La ata dos
veces, dos nudos. Comprueba que el lazo haya quedado firme tirando del plástico
hacia los costados. El nudo se aprieta pero no se deshace.
Deja
la bolsa a un lado y se lava las manos. Abre la canilla, deja correr el agua
mientras carga sus manos con detergente. Cuando era chica, en su casa, no había
detergente, cuando había usaban
jabón blanco, ella ahora tiene, se trae del detergente que compran por bidones
en el trabajo. Llena una botella vacía de gaseosa y la mete en su mochila. Tampoco había bolsas de plástico cuando era
chica, su abuela metía en un balde todos los restos que podían servir para
abonar la tierra o para alimentar las gallinas, y lo que no lo quemaba detrás
del alambre, sobre el camino de tierra. Al balde iban las cáscaras de papas, los
centros de las manzanas, la lechuga podrida, los tomates pasados de maduros,
las cáscaras de huevo, la yerba lavada, las tripas de los pollos, su corazón,
la grasa. Desde que vive en la ciudad, en cambio, usa bolsas de plástico,
bolsas del mercado o bolsas compradas especialmente para cargar basura como la
que acaba de atar. En una misma bolsa mete todos los restos sin clasificar,
porque donde vive no hay gallinas,
ni tierra que abonar.
Cierra
la canilla y se seca las manos con un repasador limpio. Mira el reloj
despertador que dejó esa tarde sobre la heladera, es hora de sacar la bolsa a
la calle para que se la lleve el camión de la basura. Camina por el pasillo
angosto que comparten todos los vecinos. Colgando de la mano izquierda lleva la
bolsa agarrada con fuerza por el nudo; debe dejar la bolsa en la vereda apenas unos minutos antes de que pase el
basurero. En la mano derecha lleva el manojo de llaves que le pesa casi
tanto como la bolsa. El llavero de metal es un cubo con el logo de la empresa
de limpieza para la que trabaja, de la argolla plateada cuelgan las llaves del
edificio y de cada una de las cinco oficinas que limpia, las llaves de un
trabajo anterior a donde ya no
va, las dos llaves de la puerta hacia la que camina ahora con la bolsa de
la basura golpeando contra su pierna mientras avanza, la llave de
la puerta de su casa planta baja al fondo, la del sótano donde guarda la
bicicleta con la que va a trabajar
su marido cuando tiene trabajo, y la de la puerta del cuarto de su hija, la que
acaba de agregar al llavero después de encerrarla.
Cuando
llega a la puerta de calle manotea el picaporte pero no se abre, deja la bolsa
en el piso, pasa las llaves una a una girando sobre la argolla hasta que da con
la correcta. Mete la llave y abre la puerta. Primero una y después la otra; la
segunda llave la agregaron después de que entraron ladrones en el departamento
“H”. Traba la puerta con un pie mientras carga otra vez la bolsa. En ese corto
tramo hasta el árbol donde la dejará para los basureros, la lleva abrazada
contra su pecho. Al abrazarla se da cuenta de que la aguja de tejer
perforó el plástico y saca su punta hacia ella, como si la señalara. La
mira pero no la toca. Gira la bolsa para que la aguja de metal no le apunte.
Cuando llega al árbol apoya la bolsa
otra vez en el piso, junto a otras bolsas que otros dejaron antes. Con el pie
presiona la aguja para que se meta otra
vez dentro de la bolsa de donde no tuvo que salir. La aguja entra hasta que
se topa con algo y entonces ella ya
no aprieta más, para que no salga por el otro lado y termine siendo peor. Se
queda mirando el orificio que perforó la aguja esperando ver salir por él un
líquido viscoso, pero el líquido no sale. Si saliera y alguien le preguntara,
ella diría que es de cualquiera de las otras cosas que tiró dentro para llenar
la bolsa. Pero del agujero no sale nada.
Juega
con las llaves mientras espera al camión de la basura. Gira las llaves una a
una por la argolla. Es de noche aunque todavía no terminó la tarde, el frío de
julio le corta la cara. Se frota los brazos para darse calor. Agita el llavero
como si fuera un sonajero. Ya está, ya se termina, quisiera entrar otra vez a
su casa a ver cómo está su hija pero no puede dejar la bolsa ahí sola. Teme que alguien husmee en su
bolsa de basura buscando algo que pudiera servirle. O un perro, atraído por el olor. Ella sabe que los animales pueden oler
cosas que nosotros no olemos; allá donde vivía con su abuela había animales,
perros, un burro, gallinas, una vez
tuvieron hasta un chancho.
Tiene
frío pero no puede irse y dejar que un perro ataque con voracidad la bolsa que
acaba de sacar para los basureros. En casa de su abuela había tres perros. Su
abuela también usó una aguja, pero no la bolsa de plástico sino uno de los dos
baldes. Lo que largó su hermana fue al balde de las gallinas. Ella vio a su
abuela sacárselo a su hermana, por eso sabe cómo hacer: clavar la aguja, esperar, los gritos, los dolores de
vientre, la sangre, y después juntar lo
que salió en el balde y tirarlo a las gallinas. Ella aprendió viendo a su
abuela. Y así lo hizo hoy, igual que como se acordaba.
Sólo
que esta vez resultará mejor, porque ella ahora sabe qué tiene que hacer si su
hija grita de dolor y no deja de largar sangre, sabe dónde llevarla, a ella no
se le va a morir. En la ciudad es distinto, hay hospitales o salidas médicas cerca. Su abuela no
sabía qué hacer, no había lugar al que llevarla.
Donde
ellos vivían no había nada, ni siquiera vecinos. No había manojos con llaves
que abren y cierran tantas puertas. No había gente que revolvía en lo que dejaban los otros. Ni bolsas de
plástico. No había nada. Pero había gallinas, que se comían la basura.
Los textos forman parte de
estudio en ejercicios de taller.-
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