Primero me pareció de no
creer, casi imposible sólo atreverme a imaginarlo, y cerré y guardé el libro de
inmediato, avergonzado de mí mismo. Pero fui y busqué el otro. Lo abrí. Era
evidente. No podía creerlo.
Después, tan intrigado como
para volver a cerciorarme, los fui a buscar de nuevo, juntos.
Los hojeé. Y allí estaba,
imposible negarlo. La frase, las palabras y los signos exactos que componían
esa frase están allí, prácticamente idénticos. En ambos libros.
Me quedé confundido. En
semejante autor eso no podía ser un ardid ni una minucia, ni mucho menos un
simplísimo error. Eso a cualquiera iba a pasarle, pero no a El.
Presa de cierto pánico, me
arrojé desconfiado pero ansioso a las aguas insondables de la memoria digital,
para indagar en esos archivos confusos e infinitos alguna prueba, algún
testimonio, algún otro. Algún otro que también se hubiera dado cuenta. Pero no,
no había nada. Y tuve que aceptar lo ya evidente: una y otra frase son
exactamente iguales.
Se me ocurrió buscar en la
primera edición de sus obras completas, que conservo con su firma insegura, de
ciego. Si había sido un desliz, allí podría haberlo subsanado. No fue así. Todo
seguía igual. Y el hecho resultaba, pues, flagrante. Tan flagrante como
impenetrable, en su enceguecedora nitidez.
Porque se trataba de Borges,
ese escritor que ejerce el adjetivo como el torero su estocada final. Un
escritor en cuya entera obra casi no se repite una palabra. Una obra que
congenia exquisita modestia con la exigencia más altiva.
Pero aquí están las pruebas.
Y tenía que ser en el justamente memorable cuento “El Sur”, que cierra a toda
orquesta ese libro, Ficciones, donde empezó a consolidar su nombre. En la
segunda parte que subtituló (precisamente) “Artificios” y fechó en 1944, puede
leerse lo siguiente: “Los muchos años lo
habían reducido y pulido como las aguas a una piedra o las generaciones de los
hombres a una sentencia”.
Es bello, es preciso, es
justo, es tocante. Pero veamos.
No mucho tiempo después
–nada menos que en El aleph, libro que como es sabido apareció originalmente en
1949, pero en uno de los cuatro cuentos que le agregó según su Posdata de
1952–, puede leerse en el relato “El hombre en el umbral”, esta otra frase que
su personaje Pierre Ménard (¡quien crea el Quijote como por primera vez!) bien
pudiera haber reclamado como suya, pero que mi flaca memoria insiste en
reiterar del todo semejante a la primera: “Los
muchos años lo habían reducido y pulido como las aguas a una piedra o las generaciones
de los hombres a una sentencia”.
¿Qué hacer frente a eso,
frente a una cosa así? ¿Yo, descubrirlo en eso, a El? Y peor aún: ¿quién iba a
creer que Borges se había copiado literalmente a sí mismo, que había repetido
en dos cuentos de temas y asuntos diferentes, casi letra por letra, signo por
signo, la misma frase similar? ¿Quién podía imaginar que El, nada menos que
Borges, no había hecho de esa repetición una trampa para incautos sino que,
directamente, o se le había escapado o tanto le gustó que fue a sabiendas?
Por si fuera poco, además de
ese autocitarse, ¡repetirse!, en ambos cuentos también son similares, aunque no
ya tan idénticas, las frases precedentes. Donde se cambia de situación y de
contexto, pero el protagonista sigue siendo básicamente el mismo. Y hasta con
idéntica, o casi idéntica función.
Dice en “El Sur”: “En el suelo, apoyado en el mostrador, se
acurrucaba inmóvil como una cosa, un hombre muy viejo”. Y dice en “El
hombre en el umbral”: “A mis pies,
inmóvil como una cosa, se acurrucaba en el umbral un hombre muy viejo”.
Sólo que aquí intercala, antes de la frase que vimos reiterada en ambos casos,
esto acaso imprescindible: “Diré cómo
era, porque es parte esencial de la historia”. Lo cual agrava el hecho. O
insisto, me parece, puede ser: también lo embebe de ironía.
Nunca sabremos con
exactitud, del todo, a ciencia cierta, qué lo movió a El a esa jugada. Nunca
sabremos si no se dio cuenta (cosa impensable, aterradora) o, como todo
pareciera indicar, lo hizo adrede, a propósito. ¿Y entonces, Borges, estoy
diciendo Borges, no tuvo otro remedio que recurrir a la reiteración porque
sintió que era el momento justo para hacerlo, que precisamente esas palabras
debían estar de nuevo allí?
¿O acaso fue el justo
momento el que le demandó, a El, que era eso lo que debía insertarse en ese
punto? ¿Lo que correspondía, ahí? ¿Se le puede haber escapado, a El, algo como
eso? ¿Lo hizo ex profeso? ¿Quiso demostrarnos que lo de Pierre Ménard seguía
siendo, como siempre lo fue, nunca una burla ni una zancadilla sino una
demostración, una evidencia?
¡Maten a Borges!, dicen que
les gritó Gombrowicz a sus escasos seguidores locales, cuando logró escapar,
después de décadas, de su empantanamiento en Buenos Aires, proa a la Europa que
iba también a consagrarlo.
¿Maten a Borges?
Probablemente una metáfora, una alusión, un símbolo. De cualquier modo, estoy
seguro, ni soy yo ni esta leve digresión quien va a lograrlo.
Pero se lee en “El Sur”: “En el suelo, apoyado en el mostrador, se
acurrucaba inmóvil como una cosa, un hombre muy viejo. Los muchos años lo
habían reducido y pulido como las aguas a una piedra o las generaciones de los
hombres a una sentencia”.
Y al leer “El hombre en el
umbral” ineludiblemente El también dice: “A
mis pies, inmóvil como una cosa, se acurrucaba en el umbral un hombre muy
viejo. Diré cómo era, porque es parte esencial de la historia. Los muchos años
lo habían reducido y pulido como las aguas a una piedra o las generaciones de
los hombres a una sentencia”.
El mismo caso de que ambos
libros sean de escritura consecutiva en pocos años, de 1944 a 1952, primero
uno, después el otro, no resuelve el asunto. Es más, lo agrava. Si la
reiteración se hizo a propósito, el mismo hecho de ubicarla en su obra
inmediata ostenta la honestidad de ofrecernos una pista, demostraría la
inocencia con que lo hizo.
Pero también nos deja, al
hacerlo, lo nunca imaginado: que El no llegó a darse cuenta. Que no lo
percibió, cosa inaudita. ¿Y no se dio cuenta, si así fue, a lo largo de toda su
vida? ¿Y en cada reedición de dichos libros? ¿Y en sus obras completas?
¿Reeditadas una y otra vez? No, si lo hizo, lo hizo a sabiendas. Y si no se dio
cuenta, peor aún.
¿Matar a Borges? Díganle a
Pierre Ménard.
Rodolfo Alonso (Poeta, traductor, ensayista).
Fuente: Página/12.
Los textos
forman parte de estudio en ejercicios de taller.-
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