TALLER RICARDO PIGLIA
(1941
– 2017)
EN EL BAR EL
RAYO
Había pasado todo el sábado leyendo El idiota porque estaba escribiendo un
relato sobre un joyero al que me gustaba imaginar como una suerte de príncipe
Mishkin, pero al rato ya me había olvidado de todo y estaba hundido en la
novela de Dostoievski. El carácter destructivo de la bondad era lo que hacía
marchar la historia con la violencia metálica de un tren que se ha salido de
las vías y arrasa todo lo que encuentra en el camino. La compasión anula al
Príncipe y a Natasha Filippovna, que se enfrentan en escenas de increíble
intensidad. Quedé atrapado por la intriga, y cuando me quise acordar era más de
medianoche y me había olvidado de mis amigos y en especial de Vicky, una bella
pelirroja con la que yo salía en aquel tiempo.
Era sábado, estaba solo y demasiado
cansado para llamar a nadie. Salí a la calle y fui al bar El Rayo frente a la
estación de ferrocarril y me dediqué a mirar el mundo. La ciudad parecía otra,
más oscura y procaz, con desesperados que salían del hipódromo y rondaban como
gatos por la zona. En un reservado del bar estaban las alternadoras, a las que
se les pagaba un trago —o dos tragos— por conversar hasta que al fin se podía
ir con ellas a los hoteles que abundaban cerca de la terminal. A cualquier hora
hay hombres buscando una mujer, cruzan furtivamente hacia los dancings que en
la noche dejan caer sobre la ciudad una música dulce. En la entrada un joven,
alto, demacrado, vestido con un largo sobretodo negro, se había detenido con
aire espectral y le hacía señas a una de las chicas que en un costado escuchaba
en la vitrola un bolero de Agustín Lara. Parecía un estudiante crónico que
había salido como yo de su covacha y rondaba con el aire de un lobo solitario.
Pedí una ginebra y después otra; sentía
una rara euforia, como si por fin sintiera el sabor áspero de la vida. Tenía
dieciocho años, vivía solo y, como siempre que llevaba dinero encima, me sentía
sosegado y seguro al tocar los billetes en el bolsillo, podía entrar en la
estación y sacar un boleto a cualquier lado y viajar durante días hacia el
norte en un tren de larga distancia; podía buscar una mujer y pagarle para que
estuviera conmigo esa noche. Encontrar a una altiva Natasha Filippovna que
vendiera su cuerpo como hacía ella en la novela. Mishkin había participado en
la puja porque quería salvarla pero al fin, cuando el villano Rogozin sube la
oferta hasta una suma inconcebible, Natasha accede a quedarse con él. El tiempo
pareció detenerse en esa escena magistral: todos la miran, ella toma el grueso
fajo de billetes, da unos pasos y, con una dulce sonrisa malvada, arroja el
dinero al fuego de la chimenea. Hubo gritos, voces y luego un silencio que
parecía tan hundido en la trama que me dejé una vez más arrastrar por la locura
de la historia. Los hombres se miran encandilados por ese acto demencial,
Rogozin la insulta y trata de rescatar el dinero entre las llamas, mientras el
Príncipe llora desconsolado. De pronto se apagaron las luces y al instante
volvieron a encenderse, iban a cerrar el bar, los mozos acomodaban las sillas
sobre las mesas vacías, ya no había chicas en el reservado. Eran casi las tres
de la mañana, la ciudad estaba quieta.
Salí al aire frío de la noche y me hundí
en el abrigo para defenderme del viento helado. Algunas luces brillaban todavía
en la estación, pero decidí volver a mi cuarto y crucé la esquina hacia la
diagonal buscando la parada de taxis y, como si me hubiera estado esperando, vi
a una de las chicas del bar refugiada en un zaguán.
—Dónde vas, chiche, ¿me llevás? — dijo.
Era rubia, menudita, los ojos muy
pintados, tendría mi edad, o menos quizá, y se abrigaba con un sacón blanco de
piel de oveja.
—Vos sos una que trabaja en El Rayo.
—No soy una y no trabajo, paro en
El Rayo. ¿Y a vos qué te pasa? Parecés un fantasma —se reía—. Vamos juntos.
—No estoy con ganas, nena.
—¿De llevarme?, pero qué muermo…
—Ahí viene un taxi, tomalo, vení. —Ella no
se movía y el taxi siguió de largo, así que me arrimé al zaguán.
—No tengo biyuya —dijo, y se frotó la yema
de los dedos—. Dame un cigarrillo.
Fumamos al amparo, cobijados del aire de
la madrugada. Sentía el olor áspero a cuero curtido del saco de piel y la
escuchaba hablar con su voz infantil, sin parar, como si estuviera asustada. Me
contó que era de Chivilcoy, que se llamaba Constanza, pero le decían Coti,
vivía en Tolosa, dijo que tenía mucha energía interior y que era devota de la
Virgen del Carmen. Se movió bajo la luz, pensativa, y parecía estar
ofreciéndose al que quisiera comprarla.
Me tomó del brazo y se apretó contra mí,
si yo no la llevaba iba a tener que dormir ahí hasta que abriera la estación y
saliera el primer tren de las seis. Miró el relojito con la figura de Mickey
Mouse que llevaba en la muñeca.
—Estoy acostumbrada a dormir acá —dijo—,
los tipos hacen sus cosas y después no me llevan, pero a mí no me importa, yo
estudio teatro y Stanislavski dice que el actor tiene que acostumbrarse a todo
y que todo le sirve para la memoria afectiva.
De pronto me di cuenta de que desvariaba
un poco, de cerca parecía más chica, debía tener quince años, dieciséis… Pensar
eso me excitó y entonces, casi sin pensarlo, me alejé un paso de ella y Coti
retrocedió como si hubiera visto algo malo en mi cara.
—No me pegues… —Se tiró atrás.
—Pero qué decís… Sos tan linda, tomá. Me
tengo que ir. Guardá esto. Ahí tenés un taxi. —Y le metí el rollo de billetes
en el bolsillo del sacón.
Un taxi bajaba por la calle y le hice
señas.
—Qué me das —dijo ella y dio un paso al
costado, con el montón de dinero en la mano—. Plata por nada, pero qué te
creés, degenerado, me querés humillar —dijo y empezó a tirar la plata al suelo
—. Te pensás que soy una pordiosera — dijo y enfiló hacia el taxi mientras yo
juntaba los billetes en la vereda.
—Tomá. Dejame que te ayude…
—Estás borracho, ¿quién te conoce?
Subió al taxi, que estaba contra el cordón
de la vereda con la luz de adentro prendida. —
Pero qué tarada… No ves que gané en las
carreras… Bajá la ventanilla.
Estaba adentro ya, como exhibida en una vidriera
iluminada, y agitó la cabeza pero vi que se reía.
—Dame un beso —le dije.
Abrí la puerta y el taxi arrancó mientras
yo me sentaba con ella y empezaba a besarla y a tocarla bajo la blusa y el
chofer nos miraba por el espejo.
—Apagá la luz —le dije. Ella se me había
acurrucado en el pecho—. ¿Adónde vas? —le pregunté.
—Al hotel —dijo ella.
—Mejor a mi pieza.
Pasamos
la noche juntos, parecía una nena, en realidad era una nena, pero se movía y
hablaba como si estuviera de vuelta de todo. Se levantó desnuda y revisó el
cuarto, abrió el libro de Dostoievski.
—¿Qué leés? Uy, éste sí que es un muermo…
No conoce la motivación emocional, todos los personajes parecen locos, hacen
cualquier cosa, sin ninguna memoria afectiva. Yo estudio teatro con Gandolfo…
—¿Qué? ¿Vas a Buenos Aires?
—No, vienen acá a Bellas Artes, él y
Alezzo dan clase, quiero hacer un show en El Rayo, estoy ensayando, ¿no me
viste hoy? Si tuviera plata me iría a Buenos Aires, tengo una amiga que trabaja
en el Bambú…, es contorsionista, hace striptease, le va superbién… —Miró la
foto de Faulkner en la pared, revisó el ropero y la escuché hurgar en el
botiquín del baño común en el pasillo.
A mediodía salimos al patio y enseguida
empezó a seducir a los provincianos que vivían conmigo, incluido al extremadamente
tímido de Bardi. Se quedó un par de días con nosotros, pasaba de una pieza a
otra, cada noche. La escuchaba reír o gritar con su vocecita de muñeca mientras
yo leía la novela de Dostoievski. La segunda parte no es tan buena como la
primera.
Los
textos forman parte de estudio en ejercicios de taller. –
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