TALLER Roberto Arlt (1900-1942)
En
Los siete locos, 1929
LA SORPRESA
Al abrir la puerta
de la gerencia, encristalada de vidrios japoneses, Erdosain quiso retroceder;
comprendió que estaba perdido, pero ya era tarde.
Lo esperaban el director, un hombre de
baja estatura, morrudo, con cabeza de jabalí, pelo gris cortado a «lo Humberto
I», y una mirada implacable filtrándose por sus pupilas grises como las de un
pez: Gualdi, el contador, pequeño, flaco, meloso, de ojos escrutadores, y el
subgerente, hijo del hombre de cabeza de jabalí, un guapo mozo de treinta años,
con el cabello totalmente blanco, cínico en su aspecto, la voz áspera y mirada
dura como la de su progenitor. Estos tres personajes, el director inclinado
sobre unas planillas, el subgerente recostado en una poltrona con la pierna
balanceándose sobre el respaldar, y el señor Gualdi respetuosamente de pie
junto al escritorio, no respondieron al saludo de Erdosain. Sólo el subgerente
se limitó a levantar la cabeza:
-Tenemos la denuncia de que usted es un
estafador, que nos ha robado seiscientos pesos.
-Con
siete centavos -agregó el señor Gualdi, a tiempo que pasaba un secante sobre la
firma que en una planilla había rubricado el director. Entonces, éste, como
haciendo un gran esfuerzo sobre su cuello de toro, alzó la vista. Con los dedos
trabados entre los ojales del chaleco, el director proyectaba una mirada sagaz,
a través de los párpados entrecerrados, al tiempo que sin rencor examinaba el
demacrado semblante de Erdosain, que permanecía impasible.
-¿Por qué anda usted tan mal vestido?
-interrogó.
-No gano nada como cobrador.
-¿Y el dinero que nos ha robado?
-Yo no he robado nada. Son mentiras.
-Entonces, ¿está en condiciones de rendir
cuentas, usted?
-Si quieren, hoy mismo a mediodía.
La contestación lo salvó transitoriamente.
Los tres hombres se consultaron con la mirada, y, por último, el subgerente,
encogiéndose de hombros, dijo bajo la aquiescencia del padre:
-No... tiene tiempo
hasta mañana a las tres. Tráigase las planillas y los recibos... Puede irse.
Lo sorprendió tanto esa resolución que
permaneció allí tristemente, de pie, mirándolos a los tres. Sí, a los tres. Al
señor Gualdi, que tanto lo había humillado a pesar de ser un socialista; al
subgerente, que con insolencia había detenido los ojos en su corbata
deshilachada: al director, cuya tiesa cabeza de jabalí rapado se volvía a él,
filtrando una mirada cínica y obscena a través de la raya gris de los párpados
entrecerrados.
Sin embargo, Erdosain no se movía de
allí... Quería decirles algo, no sabía cómo, pero algo que les diera a
comprender a ellos toda la desdicha inmensa que pesaba sobre su vida; y
permanecía así, de pie, triste, con el cubo negro de la caja de hierro ante los
ojos, sintiendo que a medida que pasaban los minutos su espalda se arqueaba
más, mientras que nerviosamente retorcía el ala de su sombrero negro, y la
mirada se le hacía más huida y triste. Luego, bruscamente, preguntó.
-¿Entonces, puedo irme?
-Sí...
-No... Entréguele los recibos a Suárez y
mañana a las tres esté aquí, sin falta, con todo.
-Sí... todo... -y volviéndose, salió sin
saludar.
Por la calle Chile bajó hasta Paseo Colón.
Sentíase invisiblemente acorralado. El sol descubría los asquerosos interiores
de la calle en declive. Distintos pensamientos bullían en él, tan desemejantes,
que el trabajo de clasificarlos le hubiera ocupado muchas horas.
Más tarde recordó que ni por un instante
se le había ocurrido preguntarse quién podría haberlo denunciado.
Los
textos forman parte de estudio en ejercicios de taller.-
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