TALLER ILDIKO
NASSR
(Río Blanco, Provincia de Jujuy, Argentina, 1 de abril de
1976)
CUATRO
MICRORRELATOS
EL EMPERADOR
En una fecha y un
lugar distantes y que ya nadie recuerda, el hijo del monarca fue nombrado
emperador a los doce años. Era aún un niño más interesado en jugar que en
gobernar. No entendía las nociones de pueblo, orden, justicia… sólo había en su vocabulario vida, juego,
magia, aventuras…
El niño estaba a cargo de un séquito de mujeres que lo
protegían. Un hombre solo entre las mujeres que manejaban sus días. El
emperador no tomaba decisiones. Sin embargo, un día, con su firma, ordenaron
matar a todos los niños del pueblo e incendiar las bibliotecas. Pronto se
cerraron escuelas, posadas, lavanderías… las ciudades se volvieron tristes. El
único niño del pueblo corría por las calles con su conciencia tranquila y sin
saber mirarse a un espejo aún.
EL ERMITAÑO
Sostiene el
cuchillo con firmeza y lo inserta entre la carne y el hueso. La sangre brota y
empalaga la mano que sostiene el cuchillo. Hay un eco como de tambores que se
sienten en el cuerpo y martillean las sienes. Despedazar un cuerpo no es tarea
sencilla. Separa huesos, entrañas y carne. Los acomoda en bolsas negras de
residuos. Quiere hacer un trabajo prolijo pero la sangre es como la pintura en
un bote que ha sido pateado sin querer. Se esparce por todos lados y no
escurre. Todo lo mancha, todo lo pinta con su intensidad. Todo es rojo. Incluso los huesos.
La fuerza y la
firmeza en los cortes flaquean. Lo que comenzó como una profunda incisión de
desguace se convirtió en un macheteo improlijo y salvaje.
Los recuerdos de
aquella madrugada no le permiten caminar tranquilamente por las calles de la
ciudad, por ello se mudó a la casita de la montaña y vive a base de meditación
y soledad.
ALUMNO
Un alumno me
abrazó en clase. Se levantó de su banco y vino directo a mi cintura. Me sentí
avergonzada. No sabía cómo taparme. No supe, tampoco, decirle nada.
Esa noche, soñé
que mordía su pene, lo masticaba (no sin dificultad) y me lo tragaba.
—Eunuco —le decía
y él no sabía cómo taparse.
Extrañamente no
había sangre.
Al día siguiente
en clase evité su mirada y a él. Saludé antes de irme y escuché su respuesta.
Antes de entrar a la sala de profesores, no sé cómo, volvió a abrazarme. Sus
abrazos son el consuelo de penas que vienen desde más allá de mis ancestros más
remotos.
No quise mirarlo,
para que mi mirada no delatase las imágenes de mi sueño.
Me susurró: nunca
vuelvas a decirme eunuco.
DICEN
Dice que ellos
crearon su mundo en trece días. “Trece días, señora”, recalca.
Dice que los
dioses los crearon para escuchar una alabanza; y ellos supieron dársela.
Dice que después
llegaron esos, como papagayos gigantescos, y se llevaron todos los libros. “Los
libros que alababan a los dioses, señora, y contaban nuestra historia. Se los
llevaron hasta cerquita del mar y los quemaron, señora, los quemaron. Yo no
pude salvar ni uno, señora, nada”.
Dice que
enamoraron a sus mujeres y ellos nada pudieron hacer.
Después sobrevino
el silencio.
“¿Qué pasó
después?”, insisto en la pregunta.
Dice: “Señora,
después no hay después”.
Y queda callado,
silenciado. La mirada perdida.
—Pero siempre hay
un después.
“No, señora —dice—
hasta eso se llevaron”.
De
Los hermanos mayores (“El emperador” y “El ermitaño”) y Placeres cotidianos
(“Alumno” y “Dicen”).
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