"Y recordá / la vida / no es más que estos pedazos de nosotros / compartidos con los demás"

sábado, 28 de septiembre de 2019

ANDRÉS RIVERA Un tumor me pudre la lengua











TALLER ANDRÉS RIVERA
(Marcos Ribak, Buenos Aires, 12 de diciembre de 1928
– Córdoba, 23 de diciembre de 2916)
LA REVOLUCIÓN ES UN SUEÑO ETERNO



CUADERNO 1

          I

          Escribo: un tumor me pudre la lengua. Y el tumor que la pudre me asesina con la perversa lentitud de un verdugo de pesadilla.
¿Yo escribí eso, aquí, en Buenos Aires, mientras oía llegar la lluvia, el invierno, la noche? Escribí: mi lengua se pudre. ¿Yo escribí eso, hoy, un día de junio, mientras oía llegar la lluvia, el invierno, la noche?
          Y ahora escribo: me llamaron –¿importa cuándo?– el orador de la Revolución. Escribo: una risa larga y trastornada se enrosca en el vientre de quien fue llamado el orador de la Revolución. Escribo: mi boca no ríe. La podredumbre prohíbe, a mi boca, la risa.
          Yo, Juan José Castelli, que escribí que un tumor me pudre la lengua, ¿sé, todavía, que una risa larga y trastornada cruje en mi vientre, que hoy es la noche de un día de junio, y que llueve, y que el invierno llega a las puertas de una ciudad que exterminó la utopía pero no su memoria?


          III

          Yo, ¿quién soy?
          Yo, que me pregunto quién soy, miro mi mano, esta mano, y la pluma que sostiene esta mano, y la letra apretada y aún firme que traza, con la pluma, esta mano, en las hojas de un cuaderno de tapas rojas.
          Miro la mesa en la que apoyé el cuaderno de tapas rojas, y miro, en la mesa, un tintero con base de piedra, y la vela, gruesa, que alumbra el cuaderno, la mesa y, creo, mi frente, mi boca y la mano que escribe. Y una silla vacía, del otro lado de la mesa, entre la vela y yo.
¿Qué soy? ¿Un actor que levanta sus ojos de un cuaderno de tapas rojas, y mira la transparente penumbra de una habitación sin ventanas, de techo alto, y que sugiere, desde ese escenario, al público que lo contempla, que el invierno llegó a la ciudad? (A la izquierda del escenario, un catre de soldado. A los pies del catre de soldado –para que yo no olvide, sea yo quien sea–, una manta color humo, limpia, doblada con prolijidad. En la cabecera del catre de soldado, enrollada, una capa azul, que huele a bosta y sangre. Entre la manta y la capa, un tablero de ajedrez: las treinta y dos piezas del juego son de peltre. El rey blanco y el rey negro parecen muy altos ÿ muy encorvados, como si hubieran cargado un mundo sobre sus espaldas. Tienen cara, supongo, porque están encapuchados.)
          ¿Soy un actor que, mudo, mira, desde el escenario, al público que lo contempla, y se ríe? (Sea quien sea el que está en el escenario, no habla. Se ríe sin abrir la boca, sin mover la lengua, y la risa que le sacude el vientre suena como un cajón que se cierra). ¿De qué ríe el que está en el escenario, sea quien sea el que está en el escenario?
          ¿Soy un actor que escribe que se ríe de él y de las vidas que vivió: que se ríe de la historia –un escenario tan irreal como el que él, ahora, ocupa– y de los hombres que lo cruzan, de los papeles que encarnan y de los que renuncian a encarnar? ¿De las marionetas que proliferan tenaces en el escenario de la historia, y que mastican ceniza? (Se ríe, sea quien sea el que se ríe, sin abrir la boca, sin mover la lengua, y la risa suena en su vientre como un cajón que se cierra: acaba de escribir marionetas, acaba de escribir, por segunda vez, escenario, y marionetas y escenario proponen una metáfora ultrajada por el uso y la trivialidad.)
          ¿Soy el público que contempla a un actor mudo, y que le devuelve, con las simetrías implacables de un espejo, sus representaciones; y que, sin embargo, a veces celebra la risa de viejo ventrílocuo que le emerge –espasmódica, sigilosa y fría– del centro del cuerpo?
          Yo, ¿quién soy?

          IV

          Angela, por favor, deme zapallo. Puedo masticar zapallo. ¿Lee lo que escribí? Acerque la vela. ¿Lee? ¿Sí? Zapallo, Angela. Y una empanada. Y vino. Un vaso de vino.


          VIII

          Ríase, ríase, Angela. Así se reía su madre cuando la conocí. ¿Castelli le parece un viejito ensopando la galleta en el té con leche? Ese mozo, el doctor Cufré, dice que tengo el vigor y el pulso de un muchacho de veinte años.
Ángela, ¿qué haría Castelli sin usted?


          XI

          Castelli, ¿Qué soñaste?, le preguntó, anoche, María Rosa.
          Castelli, boca arriba en la cama, abrió los ojos a la oscuridad del dormitorio, y llevó su mano, la que no escribe, hasta la entrepierna desnuda de María Rosa: La sintió húmeda y tibia.
          ¿Soñé?, preguntó Castelli, la mano que no escribe, húmeda y tibia, en el vientre desnudo de María Rosa, allí donde, para las yemas de los dedos, para la piel de la palma de la mano, todo era sumiso y previsto.
          Hablaste. Hablaste mucho. María Rosa sonrió en la oscuridad.
          Castelli pasó su lengua, herida, por la boca que habló:

          ¿Soñé? ¿Es verdad que hablé mucho?
           Soñaste. Y hablaste mucho. Le recé a Santa Rita, Castelli, para que te cure. Y para que seas sólo mío, suspiró María Rosa.
          Castelli, sobre ella, que se hundía en ella, se pasó la lengua, herida, por los labios.
          ¿Es verdad que soñé y que, en el sueño, hablé?
          Hablaste, Castelli, hablaste, dijo, húmeda, la boca de María Rosa. Y te vas a curar.
          ¿Me voy a curar? La boca de Castelli besó los ojos de la mujer que, debajo de él, se movía, húmeda, cálida, sumisa, previsible, insaciable.
          Te vas a curar, y a ser sólo mío, como ahora, dijo María Rosa, la voz pastosa, repentinamente inmóvil debajo de él.
          ¿Me voy a curar? La lengua le ardió, a Castelli, en la boca que olía a putrefacción.
          Le hice una promesa a Santa Rita, dijo María Rosa, que se reía como se reía cuando terminaban de copular.
          Castelli la abrazó, y ella, dormida casi, su lengua, ensalivada y quieta en la boca de él, murmuró, con la placidez irreductible de la hembra satisfecha:
          Santa Rita es la patrona de los imposibles.

          XII

          ¿Qué nos faltó para que la utopía venciera a la realidad? ¿Qué derrotó a la utopía? ¿Por qué, con la suficiencia pedante de los conversos, muchos de los que estuvieron de nuestro lado, en los días de mayo, traicionan la utopía? ¿Escribo de causas o escribo de efectos? ¿Escribo de efectos y no describo las causas? ¿Escribo de causas y no describo los efectos?
          Escribo la historia de una carencia, no la carencia de una historia.


          XXI

          ¿Quién escribe las preguntas que escribe esta mano? ¿El orador de la Revolución? ¿El representante de la Primera Junta en el ejército del Alto Perú? ¿El lengua cortada? ¿Quién de ellos dicta estos signos? ¿Acaso alguien que no es ninguno de ellos?


          XXV

          Angela miró el cuaderno abierto, miró las dos últimas páginas escritas del cuaderno, y puso sus manos en la mía, en la que sostenía, todavía, la pluma. Acercó sus labios a mi frente, y dijo que yo tenía fiebre. Dijo que iba a buscar al doctor Cufré. La retuve unos segundos, di vuelta las dos últimas páginas escritas del cuaderno, y en la página en blanco que seguía a las dos últimas páginas escritas del cuaderno, escribí tres palabras.
          Ella leyó las tres palabras que mi mano escribió, y besó la mano que escribió: Angela, llámeme Castelli.



CUADERNO II

          XII

          Entre tantas preguntas sin responder, una será respondida: ¿Qué revolución compensará las penas de los hombres?


Los textos forman parte de estudio en ejercicios de taller.-

miércoles, 25 de septiembre de 2019

ABEL ROBINO Si la carroña atrae las moscas















ABEL ROBINO (1952)
ACERCA DE GUY BOURDIN
(París, Francia, 2 de diciembre de 1928 - 29 de marzo de 1991).

Si la carroña atrae las moscas ¿por qué no darle a la belleza la misma posibilidad?


Y mandó a juntar moscas y mariposas muertas para pegarlos a sus modelos.


El inquietante Guy zangoloteo esos esqueletos gráciles de chicas que exhiben ropa, maniquíes hasta entonces percheros con vida.

Fue él quien cacheteó la época devolviéndoles sangre y transpiración en sus poses, provocándolas con asesorías, música y penumbras. Vascular hacia lo distinto, era donde apuntaba.


¿Cuánto pero cuánto le deben hoy las pasarelas a este innovador?


         Sutil copiador de momentos arrojadas a una pornografía suave de papel ilustración, princesas vienesas con aberturas de piernas exageradas más gesticulaciones forzadas, pilas de piernas con medias como en una inmensa ikebana de nilón calado.


         Vestía sus chicas y, el feminismo perdone la machirulada, con un cuidado de bodas de los pies a la cofia y tomaba solo la foto de una mano enguantada, sin duda la totalidad hace a la parcialidad sin lugar a duda.


         Gordito malicioso, mirada rozando la ironía, niñato provocador de los que hacen bromas pesadas pero sutiles y que se deja descubrir por la sonrisa.


         Guy Bourdin, fotógrafo de moda incorregible rechazó exposiciones, memorias sobre su obra, retrospectivas y cuánto honor franchute anduviese suelto y en este país donde siempre se admiró las noblezas (bajas), títulos, premios y cuánta otra distinción imite el reflejo de algo que ellos mismos le rebanaron la cabeza.


         Guy Bourdin disimuló su vida en una de las revistas más prestigiosas de moda, Vogue (mira qué lugar para que no lo descubriesen), donde todos plantan el ojo a ver si crecen sueños.


         Revolvió el color, pintó mares y en épocas donde el fotoshop no existía.


         Pero fue, también, vendedor en sus comienzos en las grandes tiendas, en el sector artículos funerarios, al lado justo donde estaba el sector fotos.


         De allí su curiosidad, allí comienza a interesarse por lo que el llamará el accidente:


“Una fotografía es ante todo un accidente.”


         Quiso ser pintor y el cuero le dio para unas poquitas Expo de muchacho, al fin se rindió a la foto de moda publicitaria e hizo su imperio pop, Hitchcockianí. Apiló piernas, tiró por la borda gente en cuclillas, bueno eso es lo que parece, lamió tacos y puso flores en el pubis juvenil de una Venus con porta ligas y lunar.


         Si, sin duda lo mató la misma casa Vogue que lo echó por ringard (traducción, algo así como ¿cursi?). Me cuestan estas palabras, poquitísimas, como la nota de Le Monde cuando murió, páginas últimas. Abandonado por ese mundo, ¿por qué no culparlos de sus dolores estomacales véase cáncer fulminante.

         ¿De tristeza también mueren los rebeldes?


         Vaya uno a saber…

         Un puntazo al ego no lo banca cualquiera aún rodeado de bellezas toda una vida.






Los textos forman parte de estudio en ejercicios de taller.-