"Y recordá / la vida / no es más que estos pedazos de nosotros / compartidos con los demás"

miércoles, 27 de junio de 2018

MATSUO BASHŌ En los ojos de los peces









TALLER MATSUO BASHŌ
(Ueno, Akasaka, Japón, 1644 - Osaka, 28 de noviembre de 1694)
SENDAS DE OKU
(Fragmento)



(…) Salimos el veintisiete del Tercer Mes. El cielo del alba envuelto en vapores; la luna en menguante y ya sin brillo; se veía vagamente el monte Fuji. La imagen de los ramos de los cerezos en flor de Ueno y Yanaka me entristeció y me pregunté si alguna vez volvería a verlos. Desde la noche anterior mis amigos se habían reunido en casa de Sampu, para acompañarme el corto trecho del viaje que haría por agua. Cuando desembarcamos en el lugar llamado Senju, pensé en los tres mil ri de viaje que me aguardaban y se me encogió el corazón. Mientras veía el camino que acaso iba a separarnos para siempre en esta existencia irreal, lloré lágrimas de adiós:


Se va la primavera,
quejas de pájaros, lágrimas
en los ojos de los peces.


Este poema fue el primero de mi viaje. Me pareció que no avanzaba al caminar; tampoco la gente que había ido a despedirme se marchaba, como si no hubieran querido moverse hasta no verme desaparecer.



Los textos forman parte de estudio en ejercicios de taller.-

lunes, 25 de junio de 2018

WALLACE STEVENS El ojo del mirlo















TALLER WALLACE STEVENS
(Reading, Pensilvania, EE.UU, 2 de octubre de 1879 –
Hartford, Connecticut, 2 de agosto de 1955)
TRECE MODOS DE CONTEMPLAR A UN MIRLO

I
Entre veinte nevados montes
lo único móvil
era el ojo del mirlo.


II
Yo era de tres opiniones,
como un árbol
sobre el que se posan tres mirlos.


III
Giraba el mirlo con los vientos otoñales.
Era su breve papel en la pantomima.


IV
Un hombre y una mujer
son uno.
Un hombre y una mujer y un mirlo
son uno.


V
Yo no sé qué preferir,
si la belleza de las cadencias
o la belleza de las alusiones,
el silbido de un mirlo
o lo que sigue.


VI
Los carámbanos cubrían la amplia ventana
de cristales bárbaros.
La sombra del mirlo
la atravesaba, de un lado a otro.
El estado de ánimo
trazó en la sombra
un motivo indescifrable.


VII
Oh tenues hombres de Haddam,
¿por qué imagináis a pájaros dorados?
¿No veis cómo el mirlo
anda entre los pies
de las mujeres que os rodean?


VIIII
Yo sé de nobles acentos,
y lúcidos, inevitables ritmos:
pero sé, también,
que el mirlo estás implicado
en lo que no sé.


IX
Cuando el mirlo se perdió de vista
señaló los límites
de uno de los muchos círculos


X
A la vista de los mirlos
volando en una luz verde,
aún los alcahuetes de la eufonía
gritarían agudamente.


XI
Viajó por Connecticut
en un coche de cristal.
Una vez el miedo lo traspasó,
al confundir la sombra de su equipaje
con mirlos.


XII
El río se mueve.
El mirlo debe estar volando.


XIII
La tarde entera fue ocaso.
Nevaba
y seguía nevando.
El mirlo se posaba
en las ramas del cedro.


Versión de Alberto Girri

Los poemas forman parte de estudio en ejercicios de taller.-

martes, 12 de junio de 2018

ILDIKO NASSR Dice que ellos crearon su mundo en trece días









TALLER ILDIKO NASSR
(Río Blanco, Provincia de Jujuy, Argentina, 1 de abril de 1976)
CUATRO MICRORRELATOS


EL EMPERADOR

     En una fecha y un lugar distantes y que ya nadie recuerda, el hijo del monarca fue nombrado emperador a los doce años. Era aún un niño más interesado en jugar que en gobernar. No entendía las nociones de pueblo, orden, justicia…  sólo había en su vocabulario vida, juego, magia, aventuras…
El niño estaba a cargo de un séquito de mujeres que lo protegían. Un hombre solo entre las mujeres que manejaban sus días. El emperador no tomaba decisiones. Sin embargo, un día, con su firma, ordenaron matar a todos los niños del pueblo e incendiar las bibliotecas. Pronto se cerraron escuelas, posadas, lavanderías… las ciudades se volvieron tristes. El único niño del pueblo corría por las calles con su conciencia tranquila y sin saber mirarse a un espejo aún.


EL ERMITAÑO

     Sostiene el cuchillo con firmeza y lo inserta entre la carne y el hueso. La sangre brota y empalaga la mano que sostiene el cuchillo. Hay un eco como de tambores que se sienten en el cuerpo y martillean las sienes. Despedazar un cuerpo no es tarea sencilla. Separa huesos, entrañas y carne. Los acomoda en bolsas negras de residuos. Quiere hacer un trabajo prolijo pero la sangre es como la pintura en un bote que ha sido pateado sin querer. Se esparce por todos lados y no escurre. Todo lo mancha, todo lo pinta con su intensidad.  Todo es rojo. Incluso los huesos.
     La fuerza y la firmeza en los cortes flaquean. Lo que comenzó como una profunda incisión de desguace se convirtió en un macheteo improlijo y salvaje.
     Los recuerdos de aquella madrugada no le permiten caminar tranquilamente por las calles de la ciudad, por ello se mudó a la casita de la montaña y vive a base de meditación y soledad.


ALUMNO

     Un alumno me abrazó en clase. Se levantó de su banco y vino directo a mi cintura. Me sentí avergonzada. No sabía cómo taparme. No supe, tampoco, decirle nada.
     Esa noche, soñé que mordía su pene, lo masticaba (no sin dificultad) y me lo tragaba.
     —Eunuco —le decía y él no sabía cómo taparse.
     Extrañamente no había sangre.
     Al día siguiente en clase evité su mirada y a él. Saludé antes de irme y escuché su respuesta. Antes de entrar a la sala de profesores, no sé cómo, volvió a abrazarme. Sus abrazos son el consuelo de penas que vienen desde más allá de mis ancestros más remotos.
     No quise mirarlo, para que mi mirada no delatase las imágenes de mi sueño.
     Me susurró: nunca vuelvas a decirme eunuco.


DICEN

     Dice que ellos crearon su mundo en trece días. “Trece días, señora”, recalca.
     Dice que los dioses los crearon para escuchar una alabanza; y ellos supieron dársela.
     Dice que después llegaron esos, como papagayos gigantescos, y se llevaron todos los libros. “Los libros que alababan a los dioses, señora, y contaban nuestra historia. Se los llevaron hasta cerquita del mar y los quemaron, señora, los quemaron. Yo no pude salvar ni uno, señora, nada”.
     Dice que enamoraron a sus mujeres y ellos nada pudieron hacer.
     Después sobrevino el silencio.
     “¿Qué pasó después?”, insisto en la pregunta.
     Dice: “Señora, después no hay después”.
     Y queda callado, silenciado. La mirada perdida.
     —Pero siempre hay un después.
     “No, señora —dice— hasta eso se llevaron”.



De Los hermanos mayores (“El emperador” y “El ermitaño”) y Placeres cotidianos (“Alumno” y “Dicen”).


Los textos forman parte de estudio en ejercicios de taller.-

lunes, 11 de junio de 2018

ELVIRA SASTRE La soledad es mirar a unos ojos que no te miran













TALLER ELVIRA SASTRE
(Segovia, España, 1992)
EL AMOR EN UN BOTE DE CRISTAL

La soledad es mirar a unos ojos que no te miran.

Llega entonces ella, disfrazada
de pájaro, árbol y viento,
llega entonces ella, disfrazada,
atrapa una lágrima con el dedo
y la mete en un bote de cristal.

Añoro el mar,
alcanzo a decir.

No quedara hueco en el mundo en el que no existas,
me dice,
no existirá lugar alguno en el que
no te mire.
Montañas, sauces, telas de araña,
en todos tejo tu nombre,
en todos coloco tu cuerpo frente al daño.
Te llevaré, acaso,
ante el precipicio,
habré de empujarte y cogerte la mano
para que me creas.
Y solo entonces si desvío la mirada
hacia el fondo,
inquieta por lo que allí te espera,
te diré que no puedo compartir mi dolor,
que el viento me lleva a otro sitio,
que el silencio es el único lugar
en el que me quedan palabras,
que he de soltarte
para poder cogerme,
que me voy, amor,
que te quiero y que me voy queriéndote
para no quererte nunca más
y olvidar las montañas,
y los sauces,
y las telas de araña
y tu cuerpo frente al daño
que me espera ahora en otros lugares.

Y así, con el dolor de lo inevitable,
recogerás con el dedo la misma lágrima
que hoy me quitas
y volverás a dejarla sobre mi rostro,
esta vez
en la otra mejilla.

La soledad es mirar a unos ojos que no te miran.


ENSUEÑO

El tiempo sucede tranquilo.

Hay un latido en la alfombra
que descansa ajeno a su vida:
responde a cualquier nombre
que le hable con cariño.
Me pregunto si habrá respuestas en sus ojos,
si acaso piensa en quién es,
si sabrá que en su mirada
está mi vida completada.

Yo le hablo
y en él las horas son días.
Yo le miro
y él abre mi camino.
Él es mi baile y no sé si lo sabe.

Hay otro latido reposando aquí a mi lado
que no se llama rutina,
quizá ensueño se acerque
más a sus manos pequeñas.
Puede que no entienda que mi tarde descansa
cuando ella sueña,
que me bastan los balcones
o que me vuelve el sueño tan fácil
que me cuesta regresar a ese otro lugar.
Cuando la vida se vuelve tan sencilla
solo hay que imaginar la lluvia.

Aquí, el tiempo sucede tranquilo.
Ellos duermen.
Y yo imagino la lluvia
y dibujo dos rayos en los ojos.


LA PREGUNTA QUE TERMINA CON TODO

Me dijiste que debía
olvidar todo lo que me habías hecho
para que esto pudiera funcionar.

Y lo hice, amor, lo hice,
y olvidé también y sin querer
tu manera de acariciarme,
tu facilidad de hacerme reír,
tu espero al limpiarme,
el amor al cuidarme,
y te olvidé a ti entre un daño
y otro,
olvidé sin querer.

Esa pregunta que termina
con todo:
¿puedes seguir enamorada de alguien
que has dejado de querer?


Los textos forman parte de estudio en ejercicios de taller.-

jueves, 7 de junio de 2018

RODOLFO WALSH Llueve siempre













TALLER RODOLFO WALSH
(Lamarque, Río Negro, 9 de enero de 1927 - desaparecido 25 de marzo de 1977)
ESE HOMBRE



El guardia civil pregunta el nombre, consulta su lista, abre la puerta del parque. El tenue sol madrileño quita de las rodillas la lluvia de París, funde la nieve de Praga. 
En la casa me recibe el secretario discreto, urgido por irradiación cotidiana. Yo sé que debería estar observando los detalles pero no veo más que la alfombra, el artesonado, la penumbra de la sala donde enseguida aparece el Viejo, su voz tranquila. Me estaba esperando. 
Sigue alto y erguido, indestructible. Se agacha un poco para darme la mano. 
-Lo estaba esperando -dice. 
-Tenía muchos deseos de conocerlo -aseguro. 
Todo es claro y ordenado en su despacho: libros en los anaqueles, un Martín Fierro a caballo, el banderín argentino, Juan XXIII bajo el vidrio del escritorio. 
Cuando se sienta, veo por primera vez la desollada cara del Viejo, la cascada de venitas rojas que no aparece en las fotos o que las fotos olvidan, lo mismo que uno. 
-¿Café? -dice-. ¿Coñac? 
Ofrece Winstons, se inclina hacia adelante para dar fuego con el encendedor de oro. Tal vez me he quedado dormido en alguna butaca de algún aeropuerto en alguna indescifrable escala nocturna y este sueño preocupado es una broma del cansancio. Pero el Viejo está allí, veo el traje pizarra, el pulóver rojo, las ideas que se ordenan en su cara, la embellecen, escucho la voz persuasiva que habla del mundo, sus grandes movimientos circulares, sus leyes inmutables. 
-A los imperios no los derriba nadie -dice-. Se pudren por dentro, se caen solos. 
Solos, pienso. 
Parece que adivina. 
-Cuando alguien los empuja -dice, recuerda-. En este continente yo los he enfrentado -dice, anulando de un golpe la distancia, regresando o no partiendo nunca, clavado a este continente que no es este, no es la muchacha que vuelve y sirve el coñac y sirve el café. 
-Café sin cafeína -dice el Viejo-. Es más sano. Mire Vietnam -dice.
Miro Vietnam: sonrisas ambiguas, pisadas nocturnas en la selva húmeda, espaldas maternas cargando obuses, una bandera roja flameando sobre Hué bajo una lluvia incesante de napalm.
-Los militares yanquis -explica- son muy brutos, no leen la historia, creen que la guerra se gana con el ejército. 
Otra vez el gesto circular abarca las edades, los pueblos, el orgullo pisoteado, Roma se derrumba en el espejo de la memoria y la voz del Viejo parece que gozara. 
-Líneas de abastecimiento. Lo sabe un cadete. 
Toma su café sin cafeína. 
-Ya no les quedan amigos en el mundo -dice. 
-Si éstos se salvan -dice- será porque tienen dos océanos de por medio. 
-Pero a usted lo derrocaron. 
-A mí me derrocó la Sinarquía -aclara-. Después vinieron a buscarme. Los yanquis -dice, rememora-. Cuántas veces. 
-Y usted. 
Me pregunta si conozco el cuento del vasco. Escucho el cuento del vasco, rodeado de parientes, que no quería firmar el testamento. El índice del Viejo va y viene despacio sobre el índice izquierdo, preparando la pregunta, la pausa, el corte de manga, su porfiada respuesta. Y ahora no sé cuál es mi risa, cuál es la suya, la del Papa Juan divertido a su modo en el cromo. 
El círculo pulsa, se achica, se concentra. El Viejo desliza sobre el vidrio una caja taraceada de tabacos. Tomo uno, lo hago girar entre los dedos, aspiro su lejano aroma. 
-Me los manda Fidel -dice el Viejo-. Cómo están por allá. 
-Siempre preguntan por usted. 
Es cierto: siempre preguntan por él. 
-Esperaban su visita -digo. 
-Me hubiera gustado ir -suspira-. No ha llegado el momento. Usted sabe, había que pasar por Moscú. 
El periódico sigue inmóvil sobre el escritorio, con sus terremotos, naufragios, sobresaltos del oro, el nuevo récord de Iberia: seis horas, treinta y dos minutos, vuelo directo. No veo las manos del Viejo, tal vez el índice derecho sigue moviéndose despacito sobre el izquierdo, debajo de la mesa, una broma conjunta que podemos apreciar. 
El círculo ha vuelto a crecer, las costas se dilatan, la selva. América. Ahora hablamos de los muertos. El Viejo guarda la caja de tabacos, saca un libro abierto en la dedicatoria de “un adversario que evolucionó”, la firma brevísima del gran muerto reciente cuyas cenizas llueven sobre mil ciudades, que anda por ahí asomado a las cocinas, a los dormitorios, probando el caldo de las ollas, creciendo en los huesos de los chicos. 
-Tenía el fuego sagrado -dice el Viejo-. Lástima que no trabajara para nosotros -y la cara se le nubla, de pena, desconcierto, quién sabe. 
-Él pensaba que había que apurarse. 
-Sí, pero ya ve. 
-Porque ellos creen que Vietnam se acaba, y que después caerán sobre ellos, sobre nosotros -digo-. Por eso estaban apurados. 
-La guerra es larga -responde sin apuro. 
Vuelvo a mirarlo como si yo fuera el Viejo y él tuviera un largo futuro por delante. 
Si él quisiera, pienso. 
La puerta se abre sola. Un fogonazo de alegría alumbra la cara surcada de venitas del Viejo, que se para, avanza hacia el perro lanudo que entra en dos patas. Yo miro el despliegue de mimos y festejos que corta las preguntas, acaso la entrevista. 
Pero el Viejo vuelve, se sienta. 
-Otro café -dice. 
De la manga del saco sale otra anécdota, como otro conejo. Cada vez que el general Roca recibía al embajador boliviano, ponía dos sillas. Una para el embajador, otra para la mala fe. 
-Yo le mandé decir que tuviera cuidado, que desconfiara de esa gente. No era tiempo. 
-Cuándo entonces -digo. 
-Yo he esperado mucho. 
Tal vez lo estoy fastidiando, acaso va a mirar su reloj, usar un pretexto que no necesita, la mujer que atravesó el Atlántico para conseguir su dedicatoria en una foto, el dirigente que aguarda en la sala su epifanía de palabras lejos, vestales con pinta de herederos, tahúres de doble entraña, empresarios dispuestos a compartir las pérdidas, terratenientes a socializar los caminos, clérigos a repartir el reino de los cielos, gorilas convertidos. 
El arresto del último general que casi se subleva flota sobre los pocillos de café sin cafeína. 
-Es un buen muchacho -sugiere-. Le voy a contar un chiste -sugiere. 
Las once de la mañana entran por el ventanal, aclarando la sonrisa. 
Un empresario americano fue a Brasil, donde querían comprar petróleo; fue a Kuwait: querían vender petróleo; a Grecia: les propone transportar petróleo. Armó el negocio, se quedó con la mitad. Los otros le peguntaron: ¿Pero usted qué pone? 
-¿Cómo qué pongo?-, dijo el empresario -dice el Viejo-. -Yo pongo el Atlántico.- Con este muchacho pasa lo mismo. El ejército pone las armas. Nosotros ponemos la gente. ¿Y él qué pone? ¿La patria? 
Risas. Imposible no reír cuando el Viejo cuenta un chiste, porque lo cuenta muy bien. Pero consigue que el cotejo con la realidad parezca un segundo chiste, mejor que el primero. 
Ahora sí, ha mirado su reloj. De golpe entiendo que he pasado horas sumergido en la envolvente conversación del Viejo, como quien escuchara a cualquier padre, y que al salir estaré caminando por una calle de Puerta de Hierro, de Southampton, de Martín García, con todas las preguntas sin hacer. 
-Esa mujer -digo. 
Su cara es gris. Una muralla. 
-Creo que la quemaron -dice. 
-No la quemaron -fantaseo-. Está en un jardín, en una embajada, de pie, una estatua bajo tierra, donde llueve -digo. Llueve siempre, pienso, y ella se pudre. 
-Puede ser -su cara es más remota que nunca-. Algún día se sabrá. 
-Y los otros muertos -quiero saber-. Los fusilados, los torturados. 
Un ramaje de la vieja cólera circula por su cara, relámpago entre nubes. 
-El pueblo pedirá cuentas. 
-¿Cuándo? 
-Algún día. Saldrá a la calle, como el 56, el 57. 
-¿Por qué no ha vuelto a salir? 
-Porque yo no he querido -dice. 
-¿Cuándo, general, cuándo?


Hay un plan de este relato, está escrito a máquina y fechado un 9 de mayo de 1972. Hay seis versiones conservadas de este texto (todas inconclusas). Las fechas marcadas por RW en esas diferentes versiones va desde el 2 de marzo de 1968, la primera, hasta el 21 de junio de 1972, la última. De todas ellas se armó la versión que presento.

Los textos forman parte de estudio en ejercicios de taller.-

viernes, 1 de junio de 2018

MARCO DENEVI Pero seguía hermoso














TALLER MARCO DENEVI
(12 de mayo de 1922 – 12 de diciembre de 1998)
LA INMOLACIÓN POR LA BELLEZA



     El erizo era feo y lo sabía. Por eso vivía en sitios apartados, en matorrales sombríos, sin hablar con nadie, siempre solitario y taciturno, siempre triste, él, que en realidad tenía un carácter alegre y gustaba de la compañía de los demás. Sólo se atrevía a salir a altas horas de la noche y, si entonces oía pasos, rápidamente erizaba sus púas y se convertía en una bola para ocultar su rubor.
     Una vez alguien encontró una esfera híspida, ese tremendo alfiletero. En lugar de rociarlo con agua o arrojarle humo -como aconsejan los libros de zoología-, tomó una sarta de perlas, un racimo de uvas de cristal, piedras preciosas, o quizá falsas, cascabeles, dos o tres lentejuelas, varias luciérnagas, un dije de oro, flores de nácar y de terciopelo, mariposas artificiales, un coral, una pluma y un botón, y los fue enhebrando en cada una de las agujas del erizo, hasta transformar a aquella criatura desagradable en un animal fabuloso.
     Todos acudieron a contemplarlo. Según quién lo mirase, semejaba la corona de un emperador bizantino, un fragmento de la cola del Pájaro Roc o, si las luciérnagas se encendían, el fanal de una góndola empavesada para la fiesta del Bucentauro, o, si lo miraba algún envidioso, un bufón.
     El erizo escuchaba las voces, las exclamaciones, los aplausos, y lloraba de felicidad. Pero no se atrevía a moverse por temor de que se le desprendiera aquel ropaje miliunanochesco. Así permaneció durante todo el verano. Cuando llegaron los primeros fríos, había muerto de hambre y de sed. Pero seguía hermoso.


Los textos forman parte de estudio en ejercicios de taller.-