"Y recordá / la vida / no es más que estos pedazos de nosotros / compartidos con los demás"

lunes, 20 de septiembre de 2021

ABELARDO CASTILLO Erika de los pájaros




TALLER ABELARDO CASTILLO 
(Buenos Aires, 1935 - 2017) 
ERIKA DE LOS PÁJAROS

Me matarán; ellos no perdonan. Ya se habrán dado cuenta de que los traicioné, no sé a qué llamo traición, es cierto, porque todo empieza ahora, ahora y aquí mismo y se reduce a esto, al recuerdo de una carrera sangrienta bajo la luna, y a saber que ellos, los que no conozco, vendrán y me matarán. A tiros. Como a un perro.
Él escapó –yo escapé– durante la noche. Durante toda la noche corrió desesperadamente entre las piedras, largos pedregales sin color, y breñas. Los pies estaban hechos pedazos. Corrió durante la noche con los pies sangrantes y llegó al amanecer. Erika, porque ella entonces se llamaba Erika, lo había mirado con sus ojos hermosos y cansados. Ella tenía ahora los ojos cansados y se llamaba Erika. Siempre su mismo rostro de niña, el rostro que tanto amo, pero todo era distinto: más viejo. Terriblemente fatigado y viejo. Ella dijo:
–No te atreviste.
Pero no era un reproche: ella también sabía de antemano que yo, que él no se atrevería. Y él cayó a los pies de Erika, se abrazó al amado cuerpo de muchacha buena, a su maldito cuerpo, y había llorado.
–No pude, Erika: no soy capaz. Soy cobarde. Ella acarició sus cabellos finos, demasiado finos, como los de una mujer y dijo:
–Niño, mi pequeño niño.
Y su voz no tenía expresión, o sí. Creo que era triste, llena de una tristeza profunda e inexpresiva, como la tristeza.
–Debemos escapar, Erika: ellos vendrán, ya deben de estar en camino, vendrán con sus largos rifles y me matarán a mí, a los dos, pero también a mí, y yo no podré recordarte. A tiros. Sé que ha de ser a tiros, como a los perros, ¡perra! Debemos irnos, perra, amor mío, mujer única. Te amo.
Pero él no podía dar un paso; sus pies eran dos guiñapos dolorosos y sanguinolentos, sobre todo, dolorosos. De pronto ya no estaba junto a ella, sino en el camastro; tirado sobre el camastro y sin poder moverse, Erika, Erika.
–¡Erika!


Ella, en otro sitio, dice:
–El necesita un caballo, tiene lastimados los pies, lastimados y debe irse.
El muchacho la miró, el muchacho que tiene otro pelo distinto del mío, un pelo ondulado y fuerte, de muchacho, la miró y dijo:
–No podrás pagármelo –y sonreía, y estoy seguro de que pensaba por qué es tan blanco el cuerpo de ella, de Erika. Erika va a decir algo monstruoso. Lo dice:
–Bien sabes que puedo –dice, y ni siquiera ella se asombra del tono silbante, íntimo, de reptil silbante, que tomó de pronto su voz de diablo.
El muchacho era muy joven, apenas tendría dieciséis años, joven y fuerte y bestial, pero de pronto perdió todo su aplomo: su rostro, bello rostro moreno es moreno y el mío pálido, el del hombre que está tirado en el camastro y odia, es pálido, no como el rostro moreno del muchacho bestial que ahora se sonroja estúpidamente y parece más niño y más hermoso. Se acercó a Erika, a su vestido de verano y aire, y dijo:
–Si quisieras. Robaré un caballo, no importa si luego el patrón me mata a palos.
Erika sonrió triunfante, pero no debió sonreír, estúpida, no ve que los rasgos del muchacho se endurecen. Erika, debes sonreír triunfante, aunque los rasgos de él se endurezcan, yo te amo, son¬ríe, sonríe así, pero los rifles son tan largos. Y yo no podré recordarte luego, y este dolor y el miedo. Acércatele, antes de que sea tarde, acércatele o todo está perdido. Ella sonríe sin darse cuenta de lo que va a decir el muchacho: yo lo sé, el hombre tirado en el camastro lo sabe y, por eso, el muchacho lo dice:
–Y por qué no se lo pides al otro, al Patrón. Me quieres engañar, como siempre, luego me despreciarás como siempre. El Patrón, él te da cosas, yo te he visto abrazada con él, y ahora quieres caballo para salvar al pequeño.
Erika golpeaba impaciente el suelo con su pie, y el pequeño, el hombre de los pies deshechos, sabe lo que piensa, piensa al Patrón no más, nunca más, a esa bestia lujuriosa y puerca.
Mentiras. Ella sabe que el Patrón nunca volverá a darle nada, perra mentirosa, ni collares ni monedas amarillas, nada, nunca te dará más nada. Dijo:
–No le pido porque no, porque no quiero. El muchacho la miró, miró su vestido de aire y de verano, liviana Erika de los pájaros, y el muchacho dijo:
–Te lo llevaré a la cabaña aunque me mate a palos. Ella dijo:
–Pronto. Tiene que ser pronto.
Juntos mientras el muchacho viene, mientras ellos vienen también por las piedras, con los largos rifles y la muerte.
–¿Cómo te sientes ahora? –pregunta Erika.
–Debemos irnos –dice él–: ahora mismo.
–Después. Pronto traerán un caballo y nos iremos. Él dice:
–Erika, sabes, tengo la cabeza llena de fuego y fuego. Erika muchacha de las guirnaldas, amor, sabes, esto no es más que un sueño. ¡Ríete!, porque esto es solamente un sueño, despertaré, despertarás mañana, y los dos estaremos en la aldea, en la aldea donde hay casas de paja y amarillo tibio, muchacha mía, pequeña de andar entre las flores cantando, mañana, oye, despertarás y yo despertaré en la aldea.
–No grites –dice Erika.
Él grita, me duele la garganta de gritar, él grita y camina por el cuarto con piso de madera, duelen los pies deshechos. Grita:
–Un sueño, Erika. Una pesadilla, nada más que sombras que dan miedo, pero mañana seremos niños, casi niños, y yo volveré a encontrarte junto al estanque, en el claro donde las hojas de los ceibos son verdes y hay flores rojas, muy rojas, y entre el follaje se ve el agua azul. Erika, sabes, hubo un tiempo en el que aún no tenías catorce años y yo te amaba, catorce años cuando nos que¬damos dormidos, entre las guirnaldas y los pájaros.
Ella lo mira con sus ojos selváticos, es bella, bella como una estampa viejísima y ajada pero bella, igual a sí misma, hermosa como sólo ella puede serlo y luego dice:
–Catorce años, sí, cuando nos quedamos dormidos, amor, y yo te amaba.
–Yo iba, Erika, lo recuerdas, iba por las noches al borde del agua, y te encontraba allí, y sabía canciones. Tú no las sabías, yo sí, y te enseñaba entonces todas las cosas, y por eso mañana despertaremos en la aldea.
–Despertaremos, sí, despertaremos hace mucho.
–Ahora entiendes, verdad que entiendes, no hubo huida sobre las piedras grises, ni habrá hombres con la muerte en los rifles, buscándome por tu culpa, perra, cuerpo de diablo. Erika pequeña de los pájaros, amor, Erika, porque mañana despertaremos y seremos niños. Yo te traeré aquel libro, sabes, el libro mío, el nuestro de las estampas.
–Te ríes, me haces sonreír. Estás hermoso.
Él ríe, ambos ríen largamente. De pronto los ojos de él, mis ojos arden y él tiene miedo, siente odio mientras ella recupera una expresión casi olvidada de sentirse indefensa, y él grita:
–¡El libro! Dónde está, quiero mi libro, el libro mío de imágenes, ¡ahora mismo! No, no, ahora o después pero no tengas esa mirada de cansancio, y triste, esa mirada no, sonríe, ya no quiero el libro, yo lo buscaré, quietecita, quieta como un animalito, como la perra que eres, que serás siempre, muchacha de los ceibos, amor. Te amo.
Pero ella ha buscado en un rincón y trae el libro. Es un libro azul, yo lo recuerdo ahora, encuadernado con piel azul y perfumada. Es bello como un libro. Él ríe a carcajadas, pero acaso no ríe, porque dice:
–Nuestro libro, Erika, nuestro hermoso libro. Se han sentado en el suelo y lo hojean, como quienes acarician un libro de imágenes y ella dice:
–Mira. Mira ésta.
–Ésta, sí. Todas, tuyas y mías. Ruido de cascos.
Son ellos, pienso, ellos que vienen a matarme y me he puesto de pie, tiemblo, debemos huir y se lo digo:
–¡Es necesario huir!
Sé que ella dirá lo que dirá, que tendrá otra vez los ojos tristes y dirá:
–Mi pequeño miserable, amor.
Pero quien llega es el muchacho moreno, llega con su caballo, mi caballo de huir. No. Tal vez hay tiempo todavía, no. Pero ella tiene ahora la mirada grave y vieja y secular y maternal que él teme. Erika dirá, lo dice:
–Debo pagarle.
Él solo en el cuarto contiguo. Ya no le arde la cabeza y todo está muy claro: no despertarán mañana. Dios mío. Necesito decir Dios mío, preguntar, Dios, por qué todo, por qué yo aquí, solo. Capillas hubo. Santos de palo tallados por manos de leñadores, antes, mucho antes de esto. Esto que no sé qué es, dónde es, ni sé cómo, en qué sitio.
    Ella y el muchacho hablando. Puedo saber de qué hablan, pero no quiero, porque antes hubo despedidas al crepúsculo que no fueron así pero pudieron serlo: la muchacha, ella, que ahora se llama Erika, corría hacia el lago. Corre hacia el agua y sube a una embarcación pequeña, y tan chata, que, mientras se aleja, parece la muchacha flotar sobre el agua azul. Él la ve desde la boca del cántaro, pues el follaje siempre es así, como la boca de un cántaro verde y con flores rojas, y desde allí, se ve el lago con muchacha. Ella rema con un remo largo y fino como un remo de junco, y el agua es tan azul que da miedo.
¡La puerta! ¡Ella ha abierto la puerta! Qué quiere, por qué abre la puerta cuando yo pienso en Erika de los crepúsculos, perra Erika de ahora, amor de siempre, no abras, no.
        Ella abrió la puerta y entró en este cuarto.
–Escúchame –ha dicho su voz triste de Erika, y ha entrado con sus ojos tristes y antiguos de Erika y su cansancio–. Escúchame, no temas nada, amor pequeño, muchacho del libro azul y las canciones. No es la primera vez. No. No es la primera vez que lo hago.
Él no piensa cuando dice lo único que no debió decir. Pero ya la puerta se cerraba nuevamente. Y dijo:
–Ya lo sé –y se da cuenta de que es cierto–. Ya lo sabía.
Y ahora la espiaré. Yo voy a espiarte ahora, puerca, yo de rodillas ante la puerta, yo, mientras una Erika sin cara desprende hábilmente ropas de muchacho que tiene miedo, pero no sólo tiene miedo sino que la desea, hipócrita, y se siente, ha de sentirse superior, eso, mejor que la mujerzuela de los sapos, ramera de lagartos, único amor mío que se le entrega. El, el hombre arrodillado detrás de la puerta, puede entrar como el viento y hacerlo marchar a bofetadas, puede entrar como sólo una vez, esta vez, y únicamente él puede entrar y matar. Y el hombre de rodillas ante la puerta sabe, yo he comprendido, sé que él podría utilizar su noche irrevocable –ésta–, pavorosa pero suya, como sólo una vez en la vida, en el sueño, dónde, a todos está dado utilizarla, a mí, para justificarse o fulminar el universo con un gesto, o –como a él, ahora– para ponerse de pie y ser, de pronto, parecido al viento, hijo del viento, igual al estallido de un astro y a una tempestad tumbando, descuajando. Y entrar entonces. Matarlo a bofetadas. Pero qué más da; ella solamente paga. Sin embargo él intuye, yo conozco lo que ocurrirá, nadie puede evitarlo desde que llegó corriendo con los pies deshechos de correr entre las piedras, sabe que ella, de pronto, tendrá un rostro extraño, un rostro feliz que no será el cansado rostro de Erika, puerca, te entregas de verdad, no pagas, víbora de pantano, me engañas, amor, no ves que me engañas a mí, que te amo, a mí, grandísima perra, que me quedo solo amándote como en el tiempo de las aldeas y el crepúsculo.
Es necesario esconder la cara entre las manos.


Erika y él, nuevamente solos. El muchacho se ha ido. Erika, sin moverse del camastro, espera que él llegue a su lado, él, que tiene los pies hechos pedazos. Qué triste estás, muchacha.
Ella dice:
–Tu caballo está afuera. Puedes irte.
Él la mira, pero ella no lo mira. El caballo está afuera, el caballo que dejó el muchacho moreno. Por la ventana de la cabaña se ve el desierto de las piedras, no se ve la aldea. El, arrastrando los pies, sus guiñapos, llega y se sienta al borde del camastro.
–No –dice ella–. Afuera hay un caballo. Debes irte. Qué triste estás, muchacha, amor.
–Erika –dice él–. Erika de los pájaros.
–No. Afuera hay un caballo.
Él tiende una mano hacia la mujer, hacia su frente, y dice:
–Debo matarte, Erika.
Ella asiente con los ojos cerrados.
–Debo matarte porque mañana no despertaremos en la aldea, y no podré enseñarte mis canciones, ni te irás por el agua. Ayúdame, Erika, porque debo matarte.
Erika tomando las manos del hombre las abrió sobre su garganta donde las manos se quedaron quietas, y ella dijo:
–Lo he dado todo, sabes.
–Todo, qué es todo. Ayúdame.
–Todas las cosas.
–Es necesario que te odie, Erika.
Lejos se pueden escuchar ladridos. Ladridos que vienen por las piedras. Ellos, los hombres de los largos rifles, vienen con sus perros ladradores. Vendrán, abrirán la puerta y nos matarán.
–Debes irte, amor. El caballo es veloz y ellos están fatiga¬dos, no podrán encontrarte.
–Voy a matarte ahora, Erika.
–Sí.
–Ayúdame.
Ella no lo mira, tiene los ojos cerrados. Ella dice:
–Voy a ayudarte, pequeño cobarde, sucio bicho de los albañales, sabandija de los rincones, también le he dado nuestro libro, tu hermoso libro azul de imágenes, el libro que me enseñabas a mirar junto al estanque de la aldea, todo, también tu bello libro de piel perfumada, todo, infame rata, pequeña rata temerosa de los sótanos, el muchacho moreno se llevó tus estampas y te amo.
–Gracias, Erika.
Y él apretó, y ella mientras tanto sonreía. Las manos de él se juntaron una con otra al apretar su garganta y ella sonreía. Ella, Erika de los pájaros.
Luego, él levantó el cuerpo de Erika. Y salió de la cabaña en dirección a las piedras, a los largos rifles, a los perros.





En Las otras puertas, primera edición diciembre de 1961; tercera edición G. Dávalos y D. C. Hernández, editores, marzo 1964 / Foto: jmp

Los textos forman parte de estudio en ejercicios de taller.-

jueves, 16 de septiembre de 2021

RAYMOND CARVER No pido nada



TALLER RAYMOND CARVER
(EE.UU, 25 de mayo de 1938 – 2 de agosto de 1988) 

QUÉ PUEDO HACER

     Lo único que quiero hoy es echar una ojeada a esos pájaros
de fuera de mi ventana. El teléfono está descolgado 
de modo que los que me quieren no pueden dar conmigo 
y echarme el brazo por encima del hombro.
Ya les he dicho que el grifo se ha secado.
No quisieron oírlo. Siguen tratando de que las cosas 
continúen igual. En este momento no puedo soportar enterarme 
de que al coche se le ha roto otro intermitente. 
O que el remolque que creía haber pagado hace tiempo, 
ahora lo reclaman por falta de pago. O el hijo en Italia, 
que amenaza con quitarse la vida allí 
a no ser que yo le siga pagando sus gastos. Mi madre quiere 
hablar conmigo también. Quiere volverme a recordar todo 
lo que le debo. Toda la leche que tomé, 
mientras me acunaba en sus brazos
Necesita que le pague esta nueva mudanza suya. 
Le gustaría ir a Sacramento por vigésima vez. 
La suerte, toda, se ha ido al sur. Lo único que pido es 
que se me deje estar sentado un poco más. 
Cuidándome la mordedura que el perro 
me dio la otra noche. 
Y observando esos pájaros. No pido nada 
excepto tiempo soleado. Dentro de un minuto 
tendré que colgar el teléfono y tratar de separar 
lo cierto de lo falso. Hasta entonces 
una docena de pajaritos, no mayores que tazas de té, 
están posados en las ramas del otro lado de la ventana. 
De pronto dejan de cantar y vuelven la cabeza.
Está claro que notan algo.
Se echan a volar.





En Bajo una luz marina, traducción de Mariano Antolín Rato (no bilingüe), Colección Visor de Poesía, 1996 / Foto: jmp

Los textos forman parte de estudio en ejercicios de taller.-