"Y recordá / la vida / no es más que estos pedazos de nosotros / compartidos con los demás"

sábado, 29 de agosto de 2015

RICARDO PIGLIA Cuando me vine a vivir a Buenos Aires











TALLER RICARDO PIGLIA (Adrogué, 1941)
HOTEL ALMAGRO (En “Formas breves”, 1999)

     Cuando me vine a vivir a Buenos Aires alquilé una pieza en el Hotel Almagro, en Rivadavia y Castro Barros. Estaba terminando de escribir los relatos de mi primer libro y Jorge Álvarez me ofreció un contrato para publicarlo y me dio trabajo en la editorial. Le preparé una antología de la prosa norteamericana que iba de Poe a Purdy y con lo que me pagó y con lo que yo ganaba en la Universidad me alcanzó para instalarme y vivir en Buenos Aires. En ese tiempo trabajaba en la cátedra de Introducción a la Historia en la Facultad de Humanidades y viajaba todas las semanas a La Plata. Había alquilado una pieza en una pensión cerca de la terminal de ómnibus y me quedaba tres días por semana en La Plata dictando clases. Tenía la vida dividida, vivía dos vidas en dos ciudades como si fueran dos personas diferentes, con otros amigos y otras circulaciones en cada lugar.

     Lo que era igual, sin embargo, era la vida en la pieza de hotel. Los pasillos vacíos, los cuartos transitorios, el clima anónimo de esos lugares donde se está siempre de paso. Vivir en un hotel es el mejor modo de no caer en la ilusión de “tener” una vida personal, de no tener quiero decir nada personal para contar, salvo los rastros que dejan los otros. La pensión en La Plata era una casona interminable convertida en una especie de hotel berreta manejado por un estudiante crónico que vivía de subalquilar cuartos. La dueña de la casa estaba internada y el tipo le giraba todos los meses un poco de plata a una casilla de correo en el hospicio de Las Mercedes.

     La pieza que yo alquilaba era cómoda, con un balcón que se abría sobre la calle y un techo altísimo. También la pieza del Hotel Almagro tenía un techo altísimo y un ventanal que daba sobre los fondos de la Federación de Box. Las dos piezas tenían un ropero muy parecido, con dos puertas y estantes forrados con papel de diario. Una tarde, en La Plata, encontré en un rincón del ropero las cartas de una mujer. Siempre se encuentran rastros de los que han estado antes cuando se vive en una pieza de hotel. Las cartas estaban disimuladas en un hueco como si alguien hubiera escondido un paquete con drogas. Estaban escritas con letra nerviosa y no se entendía casi nada; como siempre sucede cuando se lee la carta de un desconocido, las alusiones y sobreentendidos son tantos que se descifran las palabras pero no el sentido o la emoción de lo que está pasando. La mujer se llamaba Angelita y no estaba dispuesta a que la llevaran a vivir a Trenque-Lauquen. Se había escapado de la casa y parecía desesperada y me dio la sensación de que se estaba despidiendo. En la última página, con otra letra, alguien había escrito un número de teléfono. Cuando llamé me atendieron en la guardia del hospital de City Bell. Nadie conocía a ninguna Angelita.

     Por supuesto me olvidé del asunto pero un tiempo después, en Buenos Aires, tendido en la cama de la pieza del hotel se me ocurrió levantarme a inspeccionar el ropero. Sobre un costado, en un hueco, había dos cartas: eran la respuesta de un hombre a las cartas de la mujer de La Plata.

     Explicaciones no tengo. La única explicación posible es pensar que yo estaba metido en un mundo escindido y que había otros dos que también estaban metidos en un mundo escindido y pasaban de un lado a otro igual que yo y, por esas extrañas combinaciones que produce el azar, las cartas habían coincidido conmigo. No es raro encontrarse con un desconocido dos veces en dos ciudades, parece más raro encontrar en dos lugares distintos, dos cartas de dos personas que están conectadas y que uno no conoce.

     La casa de la pensión en La Plata todavía está, y todavía sigue ahí el estudiante crónico, que ahora es un viejo tranquilo que sigue subalquilando las piezas a estudiantes y a viajantes de comercio, que pasan por La Plata siguiendo la ruta del sur de la provincia de Buenos Aires. También el Hotel Almagro sigue igual y cuando voy por Rivadavia hacia la Facultad de Filosofía y Letras de la calle Puan paso siempre por la puerta y me acuerdo de aquel tiempo. Enfrente está la confitería Las Violetas. Por supuesto hay que tener un bar tranquilo y bien iluminado cerca si uno vive en una pieza de hotel.



Los textos forman parte de estudio en ejercicios de taller. - 

viernes, 28 de agosto de 2015

ANTONIO DI BENEDETTO Eran de mi padre y quedaron para mí












TALLER ANTONIO DI BENEDETTO (1922 – 1986)
AMIGO ENEMIGO


     Eran de mi padre y quedaron para mí. Quizás nunca los tocaré. Son dos cajones de libros de química antigua que alternan con cabalísticos, astrológicos y quirománticos. Con los de química no quería hacer nada bueno: falsificar vinos y licores. Creo que lo hizo, porque son más efectivos que cualquiera de los otros, el adivinador de la lotería por ejemplo. Han venido conmigo a todas las pensiones porque no me atrevo a venderlos ni a tirarlos. Tienen algo de mi padre o él tenía algo de ellos, y yo nada tengo de él, excepto esto.
     Excepto esto y la mudez. No era mudo él, no. Pero fue por él. Yo tenía diecinueve años y estaba enamorado. Entré en el baño y ahí estaba mi padre, en la bañera, bajo la lluvia, sí; pero colgado del caño de la flor.


     El pericote, que de tan joven podía confundirse con un ratón, entró de día, en la siesta, quizás en fuga de alguna persecución infantil. Los chicos se bañan ahí al fondo, en el canal, bajo el sauce. Pasan las horas desnudos, alborotando. Hacen puntería sobre alguna lata o sobre algún animalejo. Escarban las cuevas. De vez en cuando muere alguno, alguno de los chicos, se entiende, que muere ahogado.
     El pericote se iría, sí, apenas digerido el miedo al amparo de los cajones surtidos de cábalas de mi padre. Mi padre habría dicho: Pobreza; anuncia la pobreza. Yo, de pensarlo, tendría que haber preguntado: ¿Aún más?
     Proseguí convocando el sueño, que, despreocupado de mí, hacía las cosas a medias: No me tomaba del todo.


     Por esa imposibilidad de participar en la conversación, uno, claro, se exime de atender y nadie se molesta por ello. Rovira, un periodista que acostumbra contar cosas y que me contó esta historia, decía algo para todos. Yo percibí distintamente sólo la palabra "Hamelín" (o "Hameln", no memoro bien) y las demás no, como si se mira la tela y se descuida el marco. Pero no hice nada con ella, porque no la había buscado ni me interesó nada más que por el sonido.
     Después, sólo después, yendo a la habitación, en unos instantes se me presentó todo lo que pude recordar entonces, que es todo lo que sobre eso puedo recordar. "El tesoro de la juventud" y "El flautista de Hamelín". Un viejito de melena larga y blanca que toca un cornetín y multitud de ratas que pasan junto a él y se arrojan a un río. Con el dibujo una poesía -"del escritor inglés..."- que habla de flauta, no de cornetín, y dice que las ratas siguieron, como encantadas, al flautista, y seguían y seguían y cayeron todas al agua y el pueblo se libró de la plaga. Pero había más tarde una venganza y no sé de quién, si de las ratas sobre el flautista o del flautista sobre la gente del pueblo, porque no le pagaron el servicio.
     Quizás, me dije, el pericote esté todavía en mi pieza. Quizás venga su compañera o alguna otra que le guste y hagan cría. Quizás de este modo desde mi pieza podría lanzar sobre toda la pensión, sobre toda la ciudad, una plaga de pericotes. Pero yo no quería hacer mal a nadie. Pensaba no más.


     Esa noche el pericote estaba allí, dentro de un cajón. Tarde, en mi desvelo, meditando otras cosas de la infancia, lo escuchaba roer su alimento nuevo: los libros de mi padre.
     Le di un puntapié al cajón, pero después siguió. Seguí yo también, escuchándolo.
     Esos libros me resisten, mas me empeño en conservarlos. No quería que el pericote se los comiera. Le llevé pan, miga. La introduje por las rendijas y esa noche no percibí que sus dientes molieran papel. Siempre le llevé migas, pero no cada noche se conformó con las migas. No obstante, algo estaba haciendo yo por la salvación de los libros.
     Tomaba las sobras de la mesa del comedor. No me gusta lo bastante nada más que la corteza del pan. Dejo la blanca y pesada pulpa. Más aún desde que una señora atemorizaba a su niño -delante de mí, la malvada- diciéndole que no comiera miga, que engorda, que la miga es el alimento de los tontos y de los mudos.
     Siempre he prescindido de la miga, pero antes nunca cargaba con ella en mis bolsillos. La muchacha lo sabía y me preguntó por qué lo hacía ahora. Quise ser humorista y le escribí en mi cuadernillo: "Es para mi hijo". Pero no le hizo gracia. Otra noche se acordó de mi respuesta al verme recoger migajas sobrantes de todos los pensionistas y me preguntó cuántos años tenía ya mi hijo. No supe qué contestarle, porque deseaba seguir la broma y no se me ocurría nada ingenioso. Pero ella estaba festiva y sin esperar respuesta a la primera pregunta me hizo una segunda: "¿Cómo se llama su hijo?" Ahí con su café, hablaba Rovira. Contaba de las guerras o de alguna guerra. Yo anoté en mi cuadernillo, para la muchacha: "Guerra".
     -¡Je! Se llama Guerra. Un nene que se llama Guerra.
     Entonces me fue fácil, también por el éxito, la respuesta a la primera pregunta: "Tiene los años de la humanidad y todavía más". Pero ella ya no me entendió.
     Yo escribía algo, una carta, y crujió la tapa del cajón puesto arriba. Era la tapa del cajón de arriba presionada desde adentro y astillándose segundo a segundo.
     No podía ser alguna fórmula de mi padre, debía de ser el pericote, que yo tenía olvidado, olvidado ya por tres días, con la emoción de haber recibido esa carta de mi hermana, al cabo de tantos años. No estaba solo, no. 
     No estaba solo en el mundo, no; pero en ese momento, en la pieza, tan tarde, sí, y sin voz, que me hizo tanta falta cuando asomó y sacó la cabeza gorda de bestia cebada, cuando puso afuera -engendro asqueroso- medio cuerpo desmesurado y dos patitas todavía minúsculas. Era un monstruo repelente y fiero que me miraba como en reclamación, como anunciando castigo, venganza, y ahí voy por ti mientras te revuelves en la impotencia de tu propio espanto.
     No podía salir aún porque la panza le resultaba, seguramente, demasiado voluminosa, y un escaso lapso de tregua a mi pavor, vergonzoso pero justificado, me sirvió para escapar de la silla y subirme a la cama.
     Forcejeó más y se arrojó, se arrojó hacia mí; cayó como un derrame de leche condensada, de puro gordo y graso, de pura miga y papel. Y grande, deforme, pelando dientes avanzaba, avanzaba, arrastrado, gomoso, hasta que sentí en mi mano la lapicera y se la lancé como un puñal. Se le clavó en el lomo y vi la sangre brotar en un chorro curvo, decadente, pero continuo en su manar.
     Desfallecí. Caí en mi lecho, boca arriba, abandonado, vencido. El miedo y el asco me forzaban a la lasitud fatal y me forzaron, ¡oh, maravilla!, me forzaron un aliento de voz que yo no sabía qué era y creí sería, deseé que fuese, una flauta. Y mi arroyito de voz era el terror afinándose en música al paso por una flauta.


     Ha quedado el rastro de sangre hasta el canal. Yo no pude verlo, nunca podría verlo. Y sin embargo lo veo. Lo veo desplazándose como una bola inmunda y lustrosa con un lapicero hundido en un hoyo de tinta roja.



Los textos forman parte de estudio en ejercicios de taller. - 

martes, 11 de agosto de 2015

POE BORGES CORTÁZAR La carta robada









TALLER EDGAR ALLAN POE
(Boston, Estados Unidos, 19 de enero de 1809 - Baltimore, Estados Unidos, 7 de octubre de 1849).
En The Gift, 1844

LA CARTA ROBADA Inicio

Versión JORGE LUIS BORGES
“En un desapacible anochecer del otoño de 18... me hallaba en París, gozando de la doble fruición de la meditación taciturna y del nebuloso tabaco, en compañía la de mi amigo C.

Auguste Dupin, en su biblioteca, au troisiéme, Nº 33 Rue Dunôt, Faubourg St. Germain.

Hacía lo menos una hora que no pronunciábamos una palabra: parecíamos lánguidamente ocupados en los remolinos de humo que empañaban el aire.

Yo, sin embargo, estaba recordando ciertos problemas que habíamos discutido esa tarde; hablo del doble asesinato de la Rue Morgue y de la desaparición de Marie Rogêt.

Por eso me pareció una coincidencia que apareciera, en la puerta de la biblioteca, Monsieur G., Prefecto de la policía de París. (…)”

Versión JULIO CORTÁZAR
“Me hallaba en París en el otoño de 18... Una noche, después de una tarde ventosa, gozaba del doble placer de la meditación y de una pipa de espuma de mar, en compañía de mi amigo C.

Auguste Dupin, en su pequeña biblioteca o gabinete de estudios del n.° 33, rue Dunot, au troisième, Faubourg Saint-Germain. 

Llevábamos más de una hora en profundo silencio, y cualquier observador casual nos hubiera creído exclusiva y profundamente dedicados a estudiar las onduladas capas de humo que llenaban la atmósfera de la sala.

Por mi parte, me había entregado a la discusión mental de ciertos tópicos sobre los cuales habíamos departido al comienzo de la velada; me refiero al caso de la rue Morgue y al misterio del asesinato de Marie Rogêt.

No dejé de pensar, pues, en una coincidencia, cuando vi abrirse la puerta para dejar paso a nuestro viejo conocido G..., el prefecto de la policía de París. (…)”




Los textos forman parte de estudio en ejercicios de taller. -

lunes, 10 de agosto de 2015

HORACIO QUIROGA Cree en un maestro












TALLER HORACIO QUIROGA
(1879-1937)
DECÁLOGO DEL PERFECTO CUENTISTA


I
Cree en un maestro —Poe, Maupassant, Kipling, Chejov— como en Dios mismo.

II
Cree que su arte es una cima inaccesible. No sueñes en domarla. Cuando puedas hacerlo, lo conseguirás sin saberlo tú mismo.

III
Resiste cuanto puedas a la imitación, pero imita si el influjo es demasiado fuerte. Más que ninguna otra cosa, el desarrollo de la personalidad es una larga paciencia.

IV
Ten fe ciega no en tu capacidad para el triunfo, sino en el ardor con que lo deseas. Ama a tu arte como a tu novia, dándole todo tu corazón.

V
No empieces a escribir sin saber desde la primera palabra adónde vas. En un cuento bien logrado, las tres primeras líneas tienen casi la importancia de las tres últimas.

VI
Si quieres expresar con exactitud esta circunstancia: "Desde el río soplaba el viento frío", no hay en lengua humana más palabras que las apuntadas para expresarla. Una vez dueño de tus palabras, no te preocupes de observar si son entre sí consonantes o asonantes.

VII
No adjetives sin necesidad. Inútiles serán cuantas colas de color adhieras a un sustantivo débil. Si hallas el que es preciso, él solo tendrá un color incomparable. Pero hay que hallarlo.

VIII
Toma a tus personajes de la mano y llévalos firmemente hasta el final, sin ver otra cosa que el camino que les trazaste. No te distraigas viendo tú lo que ellos pueden o no les importa ver. No abuses del lector. Un cuento es una novela depurada de ripios. Ten esto por una verdad absoluta, aunque no lo sea.

IX
No escribas bajo el imperio de la emoción. Déjala morir, y evócala luego. Si eres capaz entonces de revivirla tal cual fue, has llegado en arte a la mitad del camino.

X
No pienses en tus amigos al escribir, ni en la impresión que hará tu historia. Cuenta como si tu relato no tuviera interés más que para el pequeño ambiente de tus personajes, de los que pudiste haber sido uno. No de otro modo se obtiene la vida del cuento.



Los textos forman parte de estudio en ejercicios de taller.-