"Y recordá / la vida / no es más que estos pedazos de nosotros / compartidos con los demás"

domingo, 1 de diciembre de 2013

Juan Carlos Onetti, el gato

EL GATO


Muchas cosas desagradables se pueden decir o imaginar de John. Pero nunca le sospeché una mentira; tenía demasiado desprecio por la gente para inventarse cualquier fábula que le fuera favorable.

De modo que cuando me contó alegre y bebiendo dry martinis la historia –para mí, sobretodo– de uno de sus casamientos fallidos, no tuve duda. Era, o fue, como mirar y oír una película sin posibilidad de recomienzo ni temor sobre su capacidad de ser creída. Tampoco quedaba agujero para una sonrisa.

Yo llegaba, una semana antes, de París y quería actualizar, confirmar y desechar los rumores que me habían llegado sobre amigos, más o menos comunes, durante mi ausencia.

John era un inglés conversador y sabía burlarse de todo con despego, a veces lástima, nunca maldad.

Bebimos y hubo un largo silencio: John parecía meditar indeciso con el ceño fruncido.

Dejó su vaso sobre la mesa y me dijo, conservando su actitud de piernas cruzadas y de resuelto perfil:

–Era francesa y tú la conoces. Tal vez lo sepas porque estábamos prácticamente casados. Sólo nos faltaba el sacerdote, el juez y la llegada de unos muebles viejos y caros de los que no quería desprenderse. Bisabuelos y abuelos y padres, casi toda la historia de Francia. A mí sólo me importaba ella, Marie. Ya puedes buscar entre todas las Maries que recuerdes. Estaba loco y a veces pensé que era una locura sexual. Verla, bastaba; oler un pañuelo olvidado, bastaba; entrar al baño después de que ya había salido. Nos veíamos todas las semanas, aquí o en París. Dos o tres días seguidos. Íbamos y volvíamos. Y mi deseo aumentaba cada vez y yo me entregaba a él, escarbaba en él; quería más y más. Y cada más era como un escalón que me impulsaba a pisar otro. Siempre en descenso porque yo sabía que estaba perdiendo salud y cerebro.

Sin dejar de ofrecerme un hombro, hizo una seña a Jeeves y vinieron dos vasos: dry martini para él y un gin tonic para mí. Encendió la pipa (él sabía que fumar apresuraría mi muerte) y estuvo un rato pensando, casi sonriendo con labios que no endulzaba la alegría. Como ocurre siempre en esta clase de cuentos me mantuve en silencio, esperando; fui recompensado, Johny dijo sin mirarme:

–Al gato lo bauticé Edgar. Y no porque fuera un gato negro con símbolos de horror, blancos, en su pecho.
Una noche en que Marie, como estaba planeado, llegó al aeropuerto. La recibí, tomamos cocteles con la alegría de siempre, brindamos por la felicidad matrimonial. Esto no hace reír pero es cómico. Fuimos a cenar y luego a mi departamento. No te dije, porque no lo sé y tal vez no me importe, que la portera y semipatrona estaba encaprichada conmigo o, simplemente, me odiaba sin pausa. Algo de eso.

Entramos y encendí la luz. Ella no había estado nunca allí. Miró alrededor con una sonrisa que era de aprobación antes de haber nacido. Y vio, vimos, en medio de la gran cama, con su colcha blanca de señorita, un gato negro, grande, gordo. Un gato que yo veía por primera vez y que parecía acostumbrado a ronronear allí. Con las patas dobladas bajo el pecho nos miró con ojos curiosos y volvió a cerrarlos.

Hasta hoy no sé cómo pudo haber entrado. Sospecho, apenas. Me adelanté para acariciarle el lomo y la garganta y entonces ella explotó. Que echara el gato inmundo, que iba a llenar la cama de pulgas. A gritos y pateando el suelo. Yo encendí un cigarrillo y abrí la puerta. Le dije que me había hecho feliz encontrar por sorpresa que alguien nos daba la bienvenida. Ella me trató de estúpido y golpeó las manos hasta que el gato corrió hacia la puerta y la sombra del pasillo. Bueno, vamos a tomar otro vaso porque ya vasta como prólogo. Lo que ocurrió es simple y para mí muy trabajoso de explicar. En aquel momento resolví que yo nunca podría casarme con aquella mujer; que era imposible vivir con ella, ser feliz con ella. No se lo dije entonces y el resto de la noche, hasta el cansancio de la madrugada pasaron como lo presentíamos y lo deseábamos.

Bebió de un trago, encendió nuevamente la pipa y sonrió alegre y desafiante. Ahora se volvió para mirarme los ojos y dijo:

–Lo que explica para cualquier tipo inteligente porque desde entonces solo he tenido aventuras y me he propuesto que duren poco.


Juan Carlos Onetti (Montevideo, 1909 – Madrid, 1994).

En: “Cuentos completos”,  Alfaguara, Madrid, 1998.
Foto: José María Pallaoro, "Mishi Ma". 

lunes, 25 de noviembre de 2013

Juan Carlos Onetti, antes del alba



LA ESCOPETA



     No era noche cerrada cuando estiré el brazo para encender la lámpara sobre la mesa. Era necesario que terminara de escribir mi artículo antes del alba y correr para echarlo al buzón y esperar acurrucado que volviera el cartero entre la bruma que el amanecer iba castigando con látigo del color exacto de la sangre fresca y brillante. Volvía muy gordo y tranquilo trayéndome el cheque mensual y era necesario apurarse y no fue más que encender la luz y oír el ruido de alguien tratando de forzar la cerradura y alrededor de mí la soledad de la aldea desierta, inmovilizada por la luna vertical justo en el centro geométrico del mundo tan inmenso con tantos millones de camas donde balbuceaban sus sueños personas diversas y dormidas, cada una con un hilo de baba rozando las mejillas y estirándose con dibujos raros en la blancura de las almohadas. Hasta que salté y me puse a un costado de la puerta preguntando muchas veces con un ritmo invariable quién es, qué quiere, qué busca. Y un silencio y el forcejeo rodeó la casita y continuó trabajando en una de las ventanas no recuerdo cual, impulsándome en dos movimientos sucesivos, casi sin pausa, a matar con la palma de la mano la luz de la mesa y abrir el armario para sacar la escopeta y luego caminando de una ventana a otra y de una ventana a la puerta, según variaban los ruidos del ladrón, siempre preguntando hasta la ronquera qué busca, haciendo girar la escopeta, oliendo crecer desde el pecho y las axilas el olor tenebroso del miedo y la fatalidad.


Después de una pausa y un pequeño ruido de papeles, el hombre de la baba blanca habló detrás de mi nuca. Su voz era átona:



-Este sí que es fácil. Un sueño elemental. Hasta un niño podría interpretarlo. Yo soy el ladrón que busca saber, entrar en su ego. ¿Por qué tanto miedo?

domingo, 24 de noviembre de 2013

Marcel Schwob, Empédocles

EMPÉDOCLES – DIOS SUPUESTO


Nadie sabe cuál fue su nacimiento, ni cómo vino a la tierra. Apareció junto a las riberas doradas del río Acragas, en la bella ciudad de Agrigento, poco tiempo después de que Jerjes ordenara azotar el mar con cadenas. La tradición cuenta sólo que su abuelo se llamaba Empédocles: nadie lo conoció. Indudablemente hay que entender de ello que era hijo de sí mismo, cual la conviene a un Dios. Pero sus discípulos aseguran que, antes de recorrer en plena gloria las campiñas sicilianas, ya había pasado cuatro existencias en nuestro mundo, y que había sido planta, pez, pájaro y muchacha. Llevaba un manto de púrpura sobre el que se desparramaban sus largos cabellos; alrededor de la cabeza traía una banda de oro, en los pies sandalias de bronce, y llevaba guirnaldas trenzadas de lana y de laureles.

Por imposición de sus manos curaba a los enfermos y recitaba versos, al modo homérico, con acentos pomposos, subido en un carro y la cabeza alzada hacia el cielo. Un gran gentío le seguía y se prosternaba ante él para escuchar sus poemas. Bajo el cielo puro que ilumina los trigos, los hombres acudían de todas partes hacia Empédocles, con los brazos cargados de ofrendas. Los dejaba boquiabiertos al cantarles la bóveda divina, hecha de cristal, la masa de fuego que llamamos sol, y el amor, que contiene todo, semejante a una vasta esfera.

Todos los seres, decía, no son más que trozos desjuntados de esa esfera de amor donde se insinuó el odio. Y lo que llamamos amor es el deseo de unirnos y fundirnos y confundirnos, como éramos antaño, en el seno del dios globular que la discordia rompió. Invocaba el día en que la esfera divina había de hincharse, después de todas las transformaciones de las almas. Porque el mundo que conocemos es la obra del odio, y su disolución será la obra del amor. Así cantaba por los pueblos y los campos; y sus sandalias de bronce venidas desde Laconia tintineaban en sus pies, y delante de él sonaban címbalos. Sin embargo, de las fauces del Etna surgía una columna de humo negro que lanzaba su sombra sobre Sicilia.

Semejante a un rey del cielo, Empédocles iba envuelto en púrpura y ceñido de oro, mientras los pitagóricos se arrastraban en sus delgadas túnicas de lino, con zapatillas hechas de papiros. Se decía que sabía hacer desaparecer la legaña, disolver los tumores y sacar los dolores de los miembros; le suplicaban que hiciera cesar las lluvias y huracanes; conjuró las tempestades en un circo de colinas; en Selinonte expulsó la fiebre haciendo que dos ríos vertieran en el lecho de un tercero; y los habitantes de Selinonte lo adoraron y le elevaron un templo, y acuñaron medallas en las que su imagen estaba frente por frente de la imagen de Apolo.

Otros pretenden que fue adivino, instruido por los magos de Persia, que poseía la nigromancia y la ciencia de las hierbas que dan la locura. Un día en que cenaba en casa de Anquitos, un hombre furioso irrumpió en la sala con la espada en alto. Empédocles se levantó, tendió el brazo, y cantó los versos de Homero sobre el nepentes que proporciona la insensibilidad. Y al punto la fuerza del nepentes se apoderó del furibundo, que se quedó clavado, con la espada en el aire, sin acordarse de nada, como si hubiera bebido el dulce veneno mezclado en el vino espumoso de una cratera.

Los enfermos acudían a él fuera de las ciudades y él estaba rodeado por una muchedumbre de miserables. A su séquito se sumaron mujeres. Besaban los faldones de su precioso manto. Una se llamaba Panthea, hija de un noble de Agrigento. Debía ser consagrada a Ártemis, pero escapó lejos de la fría estatua de la diosa y dedicó su virginidad a Empédocles. No se vieron su signos de amor, porque Empédocles preservaba una insensibilidad divina. No profería palabras sino en el metro épico, y en dialecto de Jonia, aunque el pueblo y sus fieles sólo utilizasen el dorio. Todos sus gestos eran sagrados. Cuando se acercaba a los hombres era para bendecirlos o curarlos. La mayor parte del tiempo permanecía en silencio. Ninguno de los que lo seguían pudo sorprenderlo nunca durante el sueño.
Nunca se le vio sino majestuoso.

Panthea iba vestida de fina lana y de oro. Sus cabellos estaban peinados según la rica moda de Agrigento, donde la vida fluía suavemente. Llevaba los senos sostenidos por un estrobo rojo, y era perfumada la suela de sus sandalias. Por lo demás, era hermosa y larga de cuerpo, y de color muy deseable. Era imposible asegurar que Empédocles la amase, pero se compadeció de ella. En efecto, el viento asiático engendró la peste en los campos sicilianos. Muchos hombres fueron tocados por los dedos negros del azote. Hasta los cadáveres de los animales alfombraban el borde de los prados y aquí y allá se veían ovejas sin pelo, muertas, con la boca abierta hacia el cielo y las costillas salientes. Y Panthea empezó a languidecer de esa enfermedad. Cayó a los pies de Empédocles y ya no respiraba. Los que la rodeaban levantaron sus miembros rígidos y los bañaron con vino y plantas aromáticas. Soltaron el estrobo rojo que sostenía sus jóvenes senos y la envolvieron en vendas. Y su boca entreabierta quedó sujeta por un lazo y sus ojos huecos ya no veían la luz.

Empédocles la miró, se quitó la banda de oro que le ceñía la frente, y se la impuso. Sobre sus senos colocó la guirnalda de laurel profético, cantó versos desconocidos sobre la migración de las almas, y por tres veces le ordenó levantarse y caminar. La muchedumbre estaba aterrorizada. A la tercera llamada, Panthea salió del reino de las sombras, y su cuerpo se animó y se irguió sobre sus pies, completamente envuelta en las vendas funerarias. Y el pueblo vio que Empédocles era evocador de muertos.

Pisianacte, padre de Panthea, quiso adorar al nuevo dios. Se dispusieron mesas bajo los árboles de su quinta, a fin de ofrecerle libaciones. A ambos lados de Empédocles, unos esclavos sostenían grandes antorchas. Los heraldos proclamaron, como en los misterios, el silencio solemne. De pronto, en la tercera vigilia, las antorchas se apagaron y la noche envolvió a los adoradores. Hubo una voz fuerte que llamó: “¡Empédocles!” Cuando la luz se hizo, Empédocles había desaparecido. Los hombres no volvieron a verlo.

Un esclavo espantado contó que había visto un rayo rojo que surcaba las tinieblas hacia las cumbres del Etna. Los fieles subieron las faldas estériles de la montaña a la luz sombría del alba. El cráter del volcán vomitaba un haz de llamas.

Encontraron, en el brocal poroso de lava que circunda el ardiente abismo, una sandalia de bronce retorcida por el fuego.


Marcel Schwob (Francia, 1867-1905), Vidas imaginarias

martes, 19 de noviembre de 2013

Alberto Szpunberg, un poema










Todas las mañanas tomás mate en la cocina de tu casa, pero desde hace unos días encendés el fuego, tu pequeño fuego, en medio del mar.

Donde sea, las gaviotas chillan como si el ancla temblara en el barro más profundo.

A lo mejor hoy es el día, nunca se sabe, pero llueve como si lo fuera.




En: “Como sólo la muerte es pasajera. Poesía reunida”, Entropía, 2013.
Alberto Szpunberg (Buenos Aires, 1940).

martes, 22 de octubre de 2013

Haroldo Conti, muerte de un hermano

HAROLDO CONTI
MUERTE DE UN HERMANO


A mi madre


El viejo ni siquiera sintió el golpe. Solamente un blando adormecimiento que le subía desde los pies. Algunas voces crecieron hacia el medio de la calle y después recularon suavemente.
El hombre se aproximó desde la niebla que lo rodeaba y se inclinó sobre él.
—Juan...
El hombre sonrió.
— ¡Juan!
— ¿Qué tal, hermano?
— ¿De dónde sales, Juan?
Le apuntó con un dedo sin dejar de sonreír.
— ¿No te dije que algún día iba a volver?
—Sí... eso dijiste... ¡claro que sí!

La niebla se agitó detrás de la figura. Varas de sombras avanzaban hacia él pero cuando trató de reconocerlas se comprimieron y juntaron en una franja circular.
—Juan, hermanito...
Movió la cabeza para uno y otro lado.
—Ha pasado tanto tiempo... No tienes idea.
—Lo sé.
— ¡Oh, no!... el tiempo para ti es otra cosa. Me refiero al mío, muchacho... Te esperé, claro que te esperé... Yo le decía a esta gente —trató de señalar—, esta gente...
Entrecerró los ojos y lo miró con fijeza. Era él, no había duda. El mismo rostro duro y franco.
—Yo también llegué a dudar, ¿sabes? —reconoció entonces por lo bajo.
Y la voz se le quebró en la garganta. —Bueno, se comprende.
—Supongo que sí...
—Pero en el fondo sabías que iba a volver, ¿no es así, hermanito?
Le apuntó otra vez con el dedo y una vieja llama brotó dentro de él.
— ¡Claro! ¡Claro que sí!
Trató de incorporarse y abrazar a aquel hermano que había vuelto por fin, pero le fallaron las piernas. La verdad que ni siquiera las sentía. Entonces se abandonó sobre el pavimento aguantándose apenas con las manos, nada más que para no perder de vista ese rostro querido.
— ¿Y cómo te ha ido por ahí, muchacho? —preguntó con una voz complacida.
Trataba de parecer natural. En realidad se sentía mejor que nunca en mucho tiempo y el viejo cuerpo no pesaba ahora absolutamente nada.
—Bien, bien...
— ¡Este Juan!... ¿Eso es todo?
—Nunca hablé demasiado.
—No, es verdad... Apenas un poco más que el viejo... dos o tres palabras más.

Y sonrió recordando al viejo y al Juan de aquel tiempo, casi igual a este Juan. O tal vez igual del todo.
—Pero cantabas muy bien, eso sí ¿Todavía conservas esa linda voz?
—Creo que sí.
— ¿Y cantas también?
—Todavía. El que anda solo como yo, siempre canta alguna cosa.
—Aquí hay mucha gente sola, si te refieres a eso, pero no canta casi nunca...
Hizo una pausa porque sentía un gran cansancio.
—A veces me acordaba de ti y cantaba. A decir verdad, últimamente era la única forma de acordarme.
Inclinó la cabeza hacia el pavimento y añadió por lo bajo:
—Nadie ve con buenos ojos que un viejo cante porque sí... Yo les decía... trataba de explicarles. Pero tú sabes cómo es esta gente. Va y viene todo el día... Creo que el cabo me entendió una vez. Por lo menos sonrió y me dijo: "Siga, viejo. Cante de nuevo esa cosa."
Volvió a levantar la cabeza.
—Juan, hermanito, yo también he caminado mucho.
Y una gruesa lágrima rodó por su mejilla.

Juan extendió una mano en silencio y lo palmeó suavemente a pesar de que era una mano ancha y poderosa.
—Creí que ya no vendrías. Ésa era la verdad. Perdóname, pero lo llegué a creer.
—¿Qué importa eso ahora? El hecho es que he venido y te voy a llevar.
—¡Es lo que yo decía! ¡Repítelo, Juan, quiero que lo oigan todos!
—Eso es...
—Vendrá Juan, decía yo, vendrá mi gran hermano y nos iremos un día... ¿Qué pasa?
¡Juan! ¡Juan!
—Aquí estoy, muchacho. No te preocupes.
—Creí que te habías ido.
—No te preocupes.

Volvió a ponerle la mano sobre el hombro.
Ése era Juan. No había que explicarle nada. Lo comprendía y lo abarcaba todo. De una vez. Y su gran mano sobre el hombro despedía una corriente, algo que lo traspasaba a uno. Era como un árbol con la firme raíz y los sonidos de la tierra por un lado y los pájaros y los cielos por el otro.
Años atrás, la mano también sobre el hombro, le había dicho casi lo mismo. "No te preocupes. Volveré por ti un día." Estaban sobre el camino de tierra, en el límite del campo, una mañana de otoño. Juan no había querido que lo acompañase nadie más que él. Atravesaron el campo en silencio y no se volvió una sola vez. Después salieron al camino, ya de mañana, y cuando apareció el coche le puso la mano sobre el hombro y le dijo aquellas palabras. Después desapareció en un recodo.
Él se preguntó más de una vez de dónde le había nacido la idea. Era un hombre de la tierra, como el viejo. Tal vez la proximidad del camino, aquella franja pardusca que salía y entraba en el horizonte y sobre la que de vez en cuando veían deslizarse algún carro soñoliento o la figura más pequeña y más lenta de algún vagabundo que los saludaba con la mano en alto y después desaparecía en el recodo y tenía todo el camino para él, de una punta a otra, y además
lo que no se veía del camino, es decir, el resto del mundo.
De cualquier forma, había en él, en ese rostro duro y confiado, algo que no había en los otros, una marca o señal que se iluminaba por dentro cuando miraba el camino o cuando simplemente hablaba de él. De manera que un día cualquiera Juan se marchó.

Algo después el camino se llevó a su madre en un carruaje de tristeza. Y después vinieron los años difíciles. La tierra se hizo dura y esquiva y el viejo un ser taciturno. Partió en la misma carroza que su madre el invierno del 37.
Hasta que una mañana de agosto salió al camino él también y esperó el coche y se marchó por fin. La casa desapareció detrás del recodo, para siempre. La mayor parte de su vida venía después, pero eran años desprovistos de recuerdos, apenas un poco más miserable uno que otro. Diez años de pobreza, miseria. Pobreza, miseria y vejez de ciudad.

En realidad quizá fue un poco feliz cuando aceptó toda esa miseria. La gente no puede entender esto. Pero al cabo del tiempo él era feliz, o casi feliz, a su manera. Toda su preocupación consistía en estar a las seis de la tarde en la puerta del asilo y cuidar que ningún vago le birlara la cama junto a la ventana. A esa hora y desde ese lugar los enormes y blancos edificios parecían boyar en la luz amable de la tarde. Después se oscurecían lentamente. Después las luces erraban en la noche a confusas alturas y en cierto modo la ciudad desaparecía y pensaba en la casa lejana, el campo joven y abundoso.

Entonces volvía a ver el camino y recordaba las palabras de Juan. No siempre lograba recordar al Juan entero porque tenía que ayudarse con canciones y vislumbres más propios del día. Pero de todas maneras su hermano había crecido dentro de él y era una cosa mucho más viva que él, a pesar de la ausencia.
Había una hora y un lugar, precisamente cuando los viejos y los vagos se reunían frente al asilo y esperaban a que se abriesen las puertas. Entonces, vaya a saber por qué, Juan reaparecía entero o casi entero en medio de toda aquella miseria. Y eso, por lo menos, le daba impulso para alcanzar la cama al lado de la ventana.
Sólo que últimamente la imagen había empalidecido y algunos días no aparecía siquiera. Y si conseguía la cama no era por el Juan sino porque ya nadie quería disputársela.
Para decir la verdad, hacía un tiempo que había perdido interés en el asunto. Ni más ni menos.
Los años habían terminado por doblegarlo. Estaba seco por dentro y se dejaba llevar y traer como un casco viejo.
Miró a Juan y trató de sonreír.
—Las cosas lo llevan y lo traen a uno como un casco viejo. Es eso...
—¿De qué estás hablando?
—Me pregunto cómo sucedió todo esto.
—¿Qué importancia tiene, muchacho?
—Ninguna, por supuesto. Quise decir simplemente que las cosas sucedieron sin que yo me propusiera nada.
Hablaba con una voz mansa y dolorida.
—Bueno, es lo que pasa por lo general.
—No a ti, no a ti, muchacho... Tú saltaste sobre la vida y la domaste como a un potro. ¿Eh, Juan?
—No fue así. Bueno, yo sé cómo fue realmente. Lo que pasa es que nunca me pregunto esas cosas... La tomaba como venía.
—Eso es, muchacho. Eso es. ¡Cerrabas el puño y te la metías en el bolsillo! Juan, ¿estás ahí?
La figura parecía oscilar y alejarse.
—Aquí estoy.
—¿Quisieras darme la mano?
—Claro que sí.
Ahora casi no veía su rostro. Pero sintió la mano áspera y dura.
No tenía idea de la hora pero de cualquier manera le resultaba extraño aquel silencio en esa calle de la ciudad.
— ¿Qué se habrá hecho de la gente? —se preguntó sin verdadera curiosidad mientras trataba de sostener la cabeza que parecía querer escapársele—. Debe ser muy tarde.
La figura osciló hacia adelante y entonces con el último hilo de voz preguntó todavía:
—¿Vamos, Juan?
Sintió la voz muy cerca de él.
—Cuando quieras, muchacho.

—Vamos ya...

sábado, 19 de octubre de 2013

Roberto Arlt, la madre en la vida y en la novela


ROBERTO ARLT:
LA MADRE EN LA VIDA Y EN LA NOVELA

Me acuerdo que cuando se estrenó la película La Madre, de Máximo Gorki, fue en un cinematógrafo aristocrático de esta ciudad. Los palcos desbordaban de gente elegante y superflua. La cinta interesaba, sobre to­das las cosas, por ser del más grande cuentista ruso, aunque la tesis... la tesis no debía ser vista con agrado por esa gente.

Pero cuando en el film se vio, de pronto, un escuadrón de cosacos precipitarse sobre la madre que, en medio de una calle de Moscú, avanza con la bandera roja, súbitamente la gente prorrumpió en un grito:         
—¡Bárbaros! ¡Es la madre!
Era la madre del revolucionario ruso.

Hay algo de patético en la figura de la madre que adora a un hijo, y de extraordinariamente hermoso. En los cuentos de Máximo Gorki, por ejemplo, las figuras de madres son siempre luminosas y tristes. ¿Y las abue­las? Me acuerdo que Gorki, en La historia de mi vida, describe a la abue­la ensangrentada, por los puñetazos del abuelo, como una figura mística y santa. El corazón más duro se estremece frente a esa estampa doliente, mansa, que se inclina sobre la pobre criatura y le hace menos áspera la vida con sus cuentos absurdos y sus caricias angélicas.

En Marcel Proust, novelista también, la figura de la madre ocupa muchas páginas de las novelas El camino de Swan y A la sombra de las muchachas en flor.
Aquí, en la Argentina, el que le ha dado una importancia extraordi­naria a la madre es Discépolo en sus sainetes. Por ejemplo, en Mateo hay una escena en que la madre, sumisa a la desgracia, se rebela de pronto contra el marido, vociferando este grito:
—Son mis hijos, ¿sabes? ¡Mis hijos! ¡Míos!

En Estéfano también la figura de la madre, de las dos madres, es ma­ravillosa. Cuando asistía a la escena, yo pensaba que Discépolo había vi­vido en el arrabal, que lo había conocido de cerca, pues de otro modo no era posible ahondar la psicología apasionada de esas mujeres que, no teniendo nada en la vida, todo lo depositan en los hijos, adorándolos ra­biosamente.

Sin discusión ninguna, los escritores que han exaltado la figura de la madre son los rusos. En El príncipe idiota, de Dostoievski, así como en las novelas Crimen y castigo y Las etapas de la locura, las figuras de madres allí trazadas tocan aún el corazón del cínico más empedernido. Otro gigante que ha cincelado estatuas de madres terriblemente hermosas es Andreiev. En Sacha Yeguley, esa mujer que espera siempre la llegada del hijo que ha sido enviado a Siberia, es patética. ¿Y la madre de uno de Los siete ahorcados? ¿Esa viejecita que sin poder llorar se despide del hijo que será colgado dentro de unas horas? Cuando se leen estas páginas de pronto se llega a comprender el dolor de vivir que tuvieron que sopor­tar esos hombres inmensos.

Porque todos ellos conocieron madres. Por ejemplo, el hermano de Andreiev fue el que colocó una bomba en el pala­cio de invierno del zar. La bomba estalló a destiempo, y ese hombre, con las piernas destrozadas, fue llevado hasta la horca, buscando con sus ojos empañados de angustia a la madre y al pequeño Andreiev, que más tarde contaría esa despedida enorme en Los siete ahorcados.

¿Y qué historia de la revolución rusa no tiene una madre? Encade­nadas fueron llevadas a la Siberia; debían declarar contra los hijos bajo el látigo, y los que quedaron no las olvidaron más. De allí esos retratos conmovedores, saturados de dulzura sobrenatural, y que sólo sabían llo­rar, silenciosamente; ¡tanto les habían torturado los hijos!

Porque, ¿qué belleza podría haber en una mujer anciana si no fuera esa de los ojos que, cuando están fijos en el hijo, se animan en un fulgor de juventud reflexiva y terriblemente amorosa? Mirada que va ahondán­dose en la pequeña conciencia y adivinando todo lo que allí ocurre. Por­que está esa experiencia de la juventud que se fue y dejó recuerdos que ahora se hacen vivos en la continuidad del hijo.

El hijo lo es todo. Recuerdo ahora que en el naufragio del "Principessa Mafalda" una mujer se mantuvo con su criatura ocho horas en el agua. ¡Ocho horas! ¡Ocho horas! Esto no se comprende. ¡Ocho horas!  En el agua helada, con una criatura entre los brazos. ¡Ocho horas! Cuan­do, por fin, le arrojaron un cabo y la izaban, un bárbaro, de un golpe, le hizo caer el hijo al agua, y esa mujer enloqueció. Digo que ante esa madre debía uno ponerse de rodillas y adorarla como el más magnífico símbolo de la creación. El más perfecto y doliente.

Y esta terrible belleza de la madre tiene que desparramarse por el mun­do.

Salvo excepciones, el hombre todavía no se ha acostumbrado a ver en la madre sino una mujer vieja y afeada por el tiempo. Es necesario que esta visión desaparezca, que la madre ocupe en el lugar del mundo un puesto más hermoso, más fraternal y dulce.

Yo no sé. Hay momentos en que me digo que esto debe fatalmente ocurrir, que hasta ahora hemos estado viviendo todos como encegueci­dos, que hemos pasado junto a las cosas más bellas de la tierra con una especie de indiferencia de protohombres, y que todavía faltan muchos al­tares en el templo de la vida.


Y como otras muchas cosas, esta exaltación de la madre, esta adora­ción de la madre, llegando casi a lo religioso, se la debemos a los escrito­res rusos. Cada uno de ellos, en la cárcel, o en la terrible soledad de la estepa, cayéndose de cansancio y de tristeza, de pronto tuvo, ante los ojos, esa visión de la mujer, "carne cansada y dolorosa", que más tarde, invi­siblemente inclinada sobre sus espaldas, les dicta las más hermosas pági­nas que han sido dadas a nuestros ojos.

miércoles, 18 de septiembre de 2013

Taller de lectura y escritura creativa en City Bell, 2013


ES INFINITA ESTA RIQUEZA ABANDONADA

esta mano no es la mano ni la piel de tu alegría
al fondo de las calles encuentras siempre otro cielo
tras el cielo hay siempre otra hierba playas distintas
nunca terminará es infinita esta riqueza abandonada
nunca supongas que la espuma del alba se ha extinguido
después del rostro hay otro rostro
tras la marcha de tu amante hay otra marcha
tras el canto un nuevo roce se prolonga
y las madrugadas esconden abecedarios inauditos islas remotas
siempre será así
algunas veces tu sueño cree haberlo dicho todo
pero otro sueño se levanta y no es el mismo
entonces tú vuelves a las manos al corazón de todos de cualquiera
no eres el mismo no son los mismos
otros saben la palabra tú la ignoras
otros saben olvidar los hechos innecesarios
y levantan su pulgar han olvidado
tú has de volver no importa tu fracaso
nunca terminará es infinita esta riqueza abandonada
y cada gesto cada forma de amor o de reproche
entre las últimas risas el dolor y los comienzos
encontrará el agrio viento y las estrellas vencidas
una máscara de abedul presagia la visión
has querido ver
en el fondo del día lo has conseguido algunas veces
el río llega a los dioses
sube murmullos lejanos a la claridad del sol
amenazas
resplandor en frío

no esperas nada
sino la ruta del sol y de la pena
nunca terminará es infinita esta riqueza abandonada




La vigilia y el viaje, 1949.1955
Edgar Bayley (Buenos Aires, 1919-1990)

Foto: José María Pallaoro

miércoles, 11 de septiembre de 2013

Aurora Venturini, el profesor me dijo


LA EXPOSICIÓN EN BELLAS ARTES


El profesor me dijo: Yuna –así me llaman– tus cuadros son dignos de integrar una exposición. Hasta puede ser que alguno se venda.

Me alborozó tal alegría que salté sobre el profesor con todo el cuerpo y quedé adherida al cuerpo del profesor con los cuatro miembros: pies y piernas, y nos caímos juntos.

El profesor dijo que yo era muy bonita, que cuando creciéramos íbamos a noviar y que me enseñaría cosas tan bonitas como dibujar y pintar pero que no divulgara nuestro proyecto que en realidad era sólo su proyecto y yo supuse que se trataría de exposiciones más importantes y entonces volvía a asaltarlo y lo besé. Y él también con un beso de color azul que me repercutió en lugares que no nombro porque no estaría bien y entonces busqué una tela grande y sin dibujar pinté en rojo dos bocas presionadas enganchadas, unidas, inseparables, cantarinas y dos ojos arriba, azules de los que desmayaban lágrimas de cristal. El profesor, de rodillas besó el cuadro y ahí se quedó, en la sombra y yo volví a casa.

Conté a mamá de la exposición y ella, que no entendía de arte, contestó que esos mamarrachos informes de mis cartones harían reír a los concurrentes a Bellas Artes, pero que si el profesor quería, a ella no le iba ni le venía.

Cuando expuse, entre otras obras de alumnos, me compraron dos cuadros. Lástima que uno fue el de los besos. El profesor lo bautizó: “Primer amor”. A mí me pareció bien. Pero no comprendí del todo el significado.

Yuna es una promesa decía el profesor y esto me gustaba tanto que cada vez que lo decía me quedaba después de hora para saltarle. Él nunca me retó. Pero cuando me crecieron las tetitas me dijo que no lo saltara porque el hombre es fuego y la mujer paja. No entendí. No salté ya.



Las primas, Editorial La Página, Página/12, 2007.

Aurora Venturini nació en La Plata el 20 de diciembre de 1921. 
Poeta y narradora.

martes, 13 de agosto de 2013

Taller de lectura y escritura creativa en City Bell, inicia septiembre 2013


VOLVEMOS AL RUEDO

inicia en septiembre, cupos limitados,
días martes (no te cases ni te embarques

porque hay taller)

informes: columna de la derecha ___>



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sábado, 13 de julio de 2013

De viaje


El taller se detiene por un tiempo..., yo no.
A la vuelta, chiflo. 



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domingo, 2 de junio de 2013

EL PODER DE LA PALABRA (Versiones, interrogaciones e intersticios)

EL PODER DE LA PALABRA
(Versiones, interrogaciones e intersticios)

Por José María Pallaoro

¿La palabra es poder? ¿El lenguaje es poder? Aún, callado, espacio vacío, en silencio ¿es poder? Con palabras se construye el poema, como esa piedra que se deja pulir por el agua, esa piedra firme golpeada por la corriente de un majestuoso río, al decir de Juan José Saer[1].

El poder:
El poder de una palabra/ no radica en la voluntad/ de poder/ decir aquello/ que los demás/ quieren escuchar/ El poder de la palabra/ es un certero golpe/ en la cabeza del silencio/ Y de esa cabeza/ –estallada en el aire–/ se arma el mundo/ a imagen y semejanza[2]

En los “12 poemas” de Tone Pavček (1928-2011), traducidos y seleccionados por Juan Octavio Prenz, se encuentra, quizás, parte de la esencia de su poesía: poemas a la alegría de vivir, de vivir sí, pero en un mundo injusto. Donde la injusticia se ve saciada, de alguna manera, en la unión de las almas de los antepasados con los niños nuevos, esa mirada desde un presente que se ilumina por el pasado en la búsqueda de un futuro otro.

Los pájaros de nuestra memoria:
Tal vez el poema sea/ un campo dorado/ a la espera/ de la lluvia/ Y del viento/ que mece/ los árboles/ donde descansan/ los pájaros/ de nuestra memoria

Soportar la dureza de la vida, y ahí está, aparece, el viento del amor juntando sílabas que se hacen palabras y que acompañadas, unas y otras, nos cuentan lo cotidiano de hombres y mujeres en la tierra hostil pero también agradecida, desde un río que comienza y desemboca en la todavía espera.

Todo lo contrario:
Desenrollar las palabras/ para que el poema desensille/ y la claridad penetre en la oscuridad/ y viceversa

Para Tone Pavček, la fuerza es la claridad de la palabra, palabra encarnecida y que es tierra, aire, agua, fuego. Palabra macerada en el silencio. Silencio. Silencio (la repetición, como continuidad).

Espejada en un nosotros, en un amor único, en un dolor de todos. Palabras que no invaden, que acompañan, goce y conocimiento.

En el propio espejo:
Palabras/ que no invadan/ al otro/ Tan solo palabras/ para mirarse/ en el otro

Y en ese otro, el poeta nos habla con salmos, plegarias, canciones, desde un deseo de comunión de un todos para poder soportar la herida y cantar con libertad nuestra tristeza, nuestro dolor, en un poema infinito.

Nuestra pequeñez escrita:
Ser uno/ entre tantos otros/ Pensar/ nuestra pequeñez/ como lo más importante/ que nos pudo haber pasado

“El libro azul y otros poemas” es una breve antología de poemas de Marjan Strojan (1949), seleccionadas por Cecilia Prenz y en traducción esloveno-castellano de Teresa Kores. Son 17 poemas provenientes de tres libros: “Barcos a vapor en la lluvia” (1999), “El día que me quieras” (2003) y “El tiempo, las piedras, las vacas” (2010).

Escrituras:
Escribo/ sobre el charco/ azul/ palabras/ que se hacen/ nube/ y lluvia

Y amanecer. Ya que en el amanecer encontramos una posible nueva oportunidad, en la espera. De la dicha. La mujer. La poesía. Y resistir, como en el río de Tone Pavček, hasta un nuevo amanecer.

La idea del viaje es recurrente en estos textos. Como la búsqueda, para fortalecernos, para lograr un sentido a nuestro estar, a nuestra memoria. La mirada y la reflexión hacen del conocimiento, del deseo, una partitura a tocar en la soledad de un “yo”, estático y en movimiento, ¿que otra cosa es la lectura?

Foto rota:
En ese fragmento no visible/ lo invisible/ derrota/ la imposibilidad/ de qué/ y ahí está la mañana común/ cielo oscuro/ que se hace sol

El viaje, ya sea por mares ya sea por libros, nos lleva por nuestra interioridad, no solo para re-conocernos, encontrarnos, multiplicarnos, sino también para abrazar la tristeza que nos embriaga y protegerla con la tibieza de los cuerpos, esos cuerpos que es deseo, que es deseo, y quieren dejar de serlo. ¿Quieren dejar de serlo?

Los ojos:
Cómo hacer para mirar/ a los ojos del otro/ y que entienda/ Cómo hacer para que los ojos/ del otro nos encuentren/ y comprendamos

El último poema del libro es “El tiempo”. Un extenso texto que me hace reflexionar sobre lo que está ocurriendo en mi ciudad, La Plata —la ciudad perfecta en su planificación—, y en partidos cercanos, que a comienzos de abril padeció una catástrofe que dejó decenas de muertos y pérdidas irreparables.

La ciudad y las palabras:
Dibuja palabras/ en un papel cuadriculado/ Una ciudad con árboles y pájaros/ donde el pensamiento/ se expande/ como una línea en busca/ de la dirección perdida/ La ciudad perfecta/ tal vez nos conduzca/ –aún entre sus cuatro paredes– / hacia el asombro/ o hacia el abismo/

En el poema de Strojan, el hombre transforma la naturaleza, la convierte en un depredador insaciable, y ese mismo hombre, pareciera no darse cuenta, sigue alimentando con su indiferencia lo que en algún momento va a arrasar con todos nosotros.

La última palabra:
Una de las formas de la muerte/ este vivir desamando/ abrigado siempre/ en la última palabra
  

“Vísteme con un beso” de Saša Pavček se editó en Eslovenia en 2010. Dos años después, aparece su versión castellana en traducción de Ana Cecilia Prenz Kopušar. Los poemas de Saša Pavček, si bien “declaman” la palabra justa, precisa, son poemas viscerales, poemas-cuerpo. Quienes hemos tenido la satisfacción de oírla, verla en “vivo”, sabemos a qué nos referimos. La poeta escribe con el cuerpo, donde las manos cumplen un rol fundamental.

Manos:
Convertiré mis manos/ en hojas de fuego/ para que vuelen/ incendiaré la noche/ con palabras

Eso parece decirnos, desde una sensualidad cuasi-arrolladora, donde en realidad parece guarecerse.

Decires:
Persiste la sensación/ no todo lo dicho es suficiente/ palabras que nacen prematuras/ muertas las convicciones de su decir/ antes de haberse encarnado en la piel/ esa piel que se aja como papel húmedo de sol

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¿Todo libro de poemas es una búsqueda? ¿Todo buen libro de poemas es una búsqueda? Y si así fuera, ¿en esa búsqueda hacemos el amor y el odio con la vida? ¿Buscamos un tesoro..?, ¿remoto?, ¿escondido?, ¿existente? No sabemos, pero buscamos. Como Tone, como Marjan, como Saša.

La búsqueda:
Muy pocas veces/ estuvo cerca/ de hallarlo/ Está oculto/ en algún lugar/ de la casa/ entre libros/ y palabras/ y en contadas noches/ en el silencio aparente de los objetos/ junto a luces ahora dormidas/ presiente/ que un fugaz conocimiento/ pareciera/ revelarlo todo

  
Bibliografía:

Marjan Strojan (2012). “El libro azul y otros poemas”, Libros de la talita dorada (1ª ed.). Traducción: Teresa Kores. Selección: Ana Cecilia Prenz Kopušar.

Pallaoro, José María (2012). “Son dos los que danzan”, Libros de la talita dorada (2ª ed.).

Saša Pavček (2012). “Vísteme con un beso”, Libros de la talita dorada (1ª ed.). Traducción: Ana Cecilia Prenz Kopušar.

Tone Pavček (2012). “12 poemas”, Libros de la talita dorada (1ª ed.). Traducción y selección: Juan Octavio Prenz.








[1] Juan José Saer. Escritor argentino (Argentina, 1937 – Francia, 2005).
[2] Todo los textos en cursiva pertenecen al capítulo 2 “La claridad” de mi libro Son dos los que danzan, 2012.

sábado, 27 de abril de 2013

Los lugares recobrados de Marina Moretti

MARINA MORETTI

Por Silvina Perugino

Una poesía terrenal, vivencial, que se expande sobre imágenes de lo cotidiano, es la poesía de Marina Moretti. Desde una mirada atenta sobre su infancia y adolescencia, donde la imagen de la madre recobra especial importancia, nos invita a un recorrido por costumbres, mandatos, recuerdos de una historia que cruza lo personal con lo político, lo particular con lo general, lo íntimo con la historia de los pueblos.

La poeta hace especial hincapié en los recuerdos de la infancia, la mirada de la madre, los recuerdos que se llevará con ella cuando ya no este, y la necesidad siempre latente de volver a esos momento “(…) en esa búsqueda/he empeñado toda mi vida”. Los mandatos sociales que a través del tiempo se han ido renovando hacia las mujeres “(…) cucú hermosillo/ ¿cuantos años hasta prender el anillo? (…)”. La adolescencia y la juventud, también entre las líneas recrearan escenarios añorados, colmados de libertad.

La crudeza de la mirada adulta sobre el mundo despertara desde Atlántidas, la guerra, las invasiones, las contradicciones en la luchas de la civilizaciones “(…) preparan los taladros para perforar/los billetes del muestreo (…)” y quedará plasmada hasta las ultimas paginas del libro.

Moretti puede reflejarse en su poesía, puede reflejarse incluso desde su intimidad, desde lo cotidiano de la vida, y puede hacerlo sin perder su mirada por el contexto, llegando a entrelazar ambos mundos, dándole así, a la poesía un rol fundamental en cuanto voz de poeta comprometida con su tiempo.



                       Silvina Perugino,
Abogada. Escritora.
Integrante del Taller Mundo Despierto.

Marina Moretti (2012). “Lugares recobrados. Antología”,
Edición bilingüe, Libros de la talita dorada (1ª ed.).
Traducción y selección: Elvira Dolores Maison.