TALLER ANTONIO SKÁRMETA
(Antofagasta,
Chile, 7 de noviembre de 1940)
Un
capítulo de EL CARTERO DE NERUDA
Crecido
entre pescadores, nunca sospechó el joven Mario Jiménez que en el correo de
aquel día habría un anzuelo con que atraparía al poeta. No bien le había
entregado el bulto, el poeta había discernido con precisión meridiana una carta
que procedió a rasgar ante sus, propios ojos. Esta conducta inédita,
incompatible con la serenidad y discreción del vate, alentó en el cartero el
inicio de un interrogatorio, y por qué no decirlo, de una amistad.
-¿Por
qué abre esa carta antes que las otras?
-Porque
es de Suecia.
-¿Y
qué tiene de especial Suecia, aparte de las suecas?
Aunque
Pablo Neruda poseía un par de párpados inconmovibles, parpadeó.
-El
Premio Nobel de Literatura, mijo.
-Se
lo van a dar.
-Si
me lo dan, no lo voy a rechazar.
-¿Y
cuánta plata es?
El
poeta, que ya había llegado al meollo de la misiva, dijo sin énfasis:
-Ciento
cincuenta mil doscientos cincuenta dólares.
Mario
pensó la siguiente broma: “Y cincuenta centavos”, mas su instinto reprimió su
contumaz impertinencia, y en cambio preguntó de la manera más pulida:
-¿Y?
-¿Hmm?
-¿Le
dan el Premio Nobel?
-Puede
ser, pero este año hay candidatos con más chance.
-¿Por
qué?
-Porque
han escrito grandes obras.
-¿Y
las otras cartas?
-Las
leeré después -suspiró el vate.
-¡Ah!
Mario,
que presentía el fin del diálogo, se dejó consumir por una ausencia semejante a
la de su predilecto y único cliente, pero tan radical, que obligó al poeta a
preguntarle:
-¿Qué
te quedaste pensando?
-En
lo que dirán las otras cartas. ¿Serán de amor?
El
robusto vate tosió.
-¡Hombre,
yo estoy casado! ¡Que no te oiga Matilde!
-Perdón,
don Pablo.
Neruda
arremetió con su bolsillo y extrajo un billete del rubro “más que regular”. El
cartero dijo “gracias”, no tan acongojado por la suma como por la inminente
despedida. Esa misma tristeza pareció inmovilizarlo hasta un grado alarmante.
El poeta, que se disponía a entrar, no pudo menos que interesarse por una
inercia tan pronunciada.
-¿Qué
te pasa?
-¿Don
Pablo?
-Te
quedas ahí parado como un poste.
Mario
torció el cuello y buscó los ojos del poeta desde abajo:
-¿Clavado
como una lanza?
-No,
quieto como torre de ajedrez.
-¿Más
tranquilo que gato de porcelana?
Neruda
soltó la manilla del portón, y se acarició la barbilla.
-Mario
Jiménez, aparte de Odas elementales tengo
libros mucho mejores. Es indigno que me sometas a todo tipo de comparaciones y metáforas.
-¿Don
Pablo?
-¡Metáforas,
hombre!
-¿Qué
son esas cosas?
El
poeta puso una mano sobre el hombro del muchacho.
-Para
aclarártelo más o menos imprecisamente, son modos de decir una cosa
comparándola con otra.
-Deme
un ejemplo.
Neruda
miró su reloj y suspiró.
-Bueno,
cuando tú dices que el cielo está llorando. ¿Qué es lo que quieres decir?
-¡Qué
fácil! Que está lloviendo, pu’.
-Bueno,
eso es una metáfora.
-Y
¿por qué, si es una cosa tan fácil, se llama tan complicado?
-Porque
los nombres no tienen nada que ver con la simplicidad o complicidad de las
cosas. Según tu teoría, una cosa chica que vuela no debiera tener un nombre tan
largo como mariposa. Piensa que elefante tiene la misma cantidad de
letras que mariposa y es mucho más
grande y no vuela –concluyó Neruda exhausto. Con un resto de ánimo, le indicó a
Mario el rumbo hacia la caleta. Pero el cartero tuvo la prestancia de decir:
-¡P’tas
que me gustaría ser poeta!
-¡Hombre!
En Chile todos son poetas. Es más original que sigas siendo cartero. Por lo
menos caminas mucho y no engordas. En Chile todos los poetas somos guatones.
Neruda
retomó la manilla de la puerta, y se disponía a entrar, cuando Mario mirando el
vuelo de un pájaro invisible, dijo:
-Es
que si fuera poeta podría decir lo que quiero.
-¿Y
qué es lo que quieres decir?
-Bueno,
ése es justamente el problema. Que como no soy poeta, no puedo decirlo.
El
vate se apretó las cejas sobre el tabique de la nariz.
-¿Mario?
-¿Don
Pablo?
-Voy
a despedirme y a cerrar la puerta.
-Sí,
don Pablo.
-Hasta
mañana.
-Hasta
mañana.
Neruda
detuvo la mirada sobre el resto de las cartas, y luego entreabrió el portón. El
cartero estudiaba las nubes con los brazos cruzados sobre el pecho. Vino hasta
su lado y le picoteó el hombro con un dedo. Sin deshacer su postura, el
muchacho se lo quedó mirando.
-Volví
a abrir, porque sospechaba que seguías aquí.
-Es
que me quedé pensando.
Neruda
apretó los dedos en el codo del cartero, y lo fue conduciendo con firmeza hacia
el farol donde había estacionado la bicicleta.
-¿Y
para pensar te quedas sentado? Si quieres ser poeta, comienza por pensar
caminando. ¿O eres como John Wayne, que no podía caminar y mascar chiclets al
mismo tiempo? Ahora te vas a la caleta por la playa y, mientras observas el
movimiento del mar, puedes ir inventando metáforas.
-¡Deme
un ejemplo!
-Mira
este poema: “Aquí en la Isla, el mar, y cuánto mar. Se sale de sí mismo a cada
rato. Dice que sí, que no, que no. Dice que sí, en azul, en espuma, en galope.
Dice que no, que no. No puede estarse quieto. Me llamo mar, repite pegando en una
piedra sin lograr convencerla. Entonces con siete lenguas verdes, de siete
tigres verdes, de siete perros verdes, de siete mares verdes, la recorre, la
besa, la humedece, y se golpea el pecho repitiendo su nombre”. -Hizo una pausa
satisfecho-. ¿Qué te parece?
-Raro.
-“Raro.”
¡Qué crítico más severo que eres!
-No,
don Pablo. Raro no lo es el poema. Raro es como yo me sentía cuando usted
recitaba el poema.
-Querido
Mario, a ver si te desenredas un poco, porque no puedo pasar toda la mañana
disfrutando de tu charla.
-¿Cómo
se lo explicara? Cuando usted decía el poema, las palabras iban de acá pa’llá.
-¡Como
el mar, pues!
-Sí,
pues, se movían igual que el mar.
-Eso
es el ritmo.
-Y
me sentí raro, porque con tanto movimiento me marié.
-Te
mareaste.
-¡Claro!
Yo iba como un barco temblando en sus palabras.
Los
párpados del poeta se despegaron lentamente.
-“Como
un barco temblando en mis palabras.”
-¡Claro!
-¿Sabes
lo que has hecho, Mario?
-¿Qué?
-Una
metáfora.
-Pero
no vale, porque me salió de pura casualidad, no más.
-No
hay imagen que no sea casual, hijo.
Mario
se llevó la mano al corazón, y quiso controlar un aleteo desaforado que le
había subido hasta la lengua y que pugnaba por estallar entre sus dientes.
Detuvo la caminata, y con un dedo impertinente manipulado a centímetros de la
nariz de su emérito cliente, dijo:
-Usted
cree que todo el mundo, quiero decir todo
el mundo, con el viento, los mares, los árboles, las montañas, el fuego, los
animales, las casas, los desiertos, las lluvias...
-…
ahora ya puedes decir “etcétera”.
-...
¡los etcéteras! ¿Usted cree que el mundo entero es la metáfora de algo?
Neruda
abrió la boca, y su robusta barbilla pareció desprendérsele del rostro.
-¿Es
una huevada lo que le pregunté, don Pablo?
-No,
hombre, no.
-Es
que se le puso una cara tan rara.
-No,
lo que sucede es que me quedé pensando.
Espantó
de un manotazo un humo imaginario, se levantó los desfallecientes pantalones y,
punzando con el índice el pecho del joven, dijo:
-Mira,
Mario. Vamos a hacer un trato. Yo ahora me voy a la cocina, me preparo una omelette
de aspirinas para meditar tu pregunta, y mañana te doy mi opinión.
-¿En
serio, don Pablo?
-Sí,
hombre, sí. Hasta mañana.
Volvió
a su casa y, una vez junto al portón, se recostó en su madera y cruzó
pacientemente los brazos.
-¿No
se va a entrar? -le gritó Mario.
-Ah,
no. Esta vez espero a que te vayas.
El
cartero apartó la bicicleta del farol, hizo sonar jubiloso su campanilla, y,
con una sonrisa tan amplia que abarcaba poeta y contorno, dijo:
-Hasta
luego, don Pablo.
-Hasta
luego, muchacho.
En El
cartero de Neruda (Ardiente presencia), Editorial Sudamericana, Buenos
Aires, primera edición junio de 1985; vigésimo cuarta edición mayo de 1998. Foto:
Jmp
Antonio Skármeta (Antofagasta,
Chile, 7 de noviembre de 1940).
Los
textos forman parte de estudio en
ejercicios de taller.-