"Y recordá / la vida / no es más que estos pedazos de nosotros / compartidos con los demás"

sábado, 8 de junio de 2024

GUY DE MAUPASSANT El primer día bueno del año




TALLER GUY DE MAUPASSANT 
DOS AMIGOS

     En un París bloqueado, hambriento, agonizante, los gorriones escaseaban en los tejados y las alcantarillas se despoblaban. Se comía cualquier cosa.
     Mientras se paseaba tristemente una clara mañana de enero por el bulevar exterior, con las manos en los bolsillos de su pantalón de uniforme y el vientre vacío, el señor Morissot, relojero de profesión y alma casera a ratos, se detuvo en seco ante un colega en quien reconoció a un amigo. Era el señor Sauvage, un conocido de orillas del río.
     Todos los domingos, antes de la guerra, Morissot salía con el alba, con una caña de bambú en la mano y una caja de hojalata a la espalda. Tomaba el ferrocarril de Argenteuil, bajaba en Colombes, y después llegaba a pie a la isla Marante. En cuanto llegaba a aquel lugar de sus sueños, se ponía a pescar, y pescaba hasta la noche.
Todos los domingos encontraba allí a un hombrecillo regordete y jovial, el señor Sauvage, un mercero de la calle Notre Dame de Lorette, otro pescador fanático. A menudo pasaban medio día uno junto al otro, con la caña en la mano y los pies colgando sobre la corriente, y se habían hecho amigos.
     Ciertos días ni siquiera hablaban. A veces charlaban; pero se entendían admirablemente sin decir nada, al tener gustos similares y sensaciones idénticas.
     En primavera, por la mañana, hacia las diez, cuando el sol rejuvenecido hacía flotar sobre el tranquilo río ese pequeño vaho que corre con el agua, y derramaba sobre las espaldas de los dos empedernidos pescadores el grato calor de la nueva estación, Morissot decía a veces a su vecino: “¡Ah! ¡qué agradable!” y el señor Sauvage respondía: “No conozco nada mejor.” Y eso les bastaba para comprenderse y estimarse.
     En otoño, al caer el día, cuando el cielo ensangrentado por el sol poniente lanzaba al agua figuras de nubes escarlatas, empurpuraba el entero río, inflamaba el horizonte, ponía rojos como el fuego a los dos amigos, y doraba los árboles ya enrojecidos, estremecidos por un soplo de invierno, el señor Sauvage miraba sonriente a Morissot y pronunciaba: “Qué espectáculo!” Y Morissot respondía maravillado, sin apartar los ojos de su flotador: “Esto vale más que el bulevar, ¿eh?”
     En cuanto se reconocieron, se estrecharon enérgicamente las manos, muy emocionados de encontrarse en circunstancias tan diferentes. El señor Sauvage, lanzando un suspiro, murmuró: “¡Cuántas cosas han ocurrido!” Morissot, taciturno, gimió: “¡Y qué tiempo! Hoy es el primer día bueno del año.”
     El cielo estaba, en efecto, muy azul y luminoso.
     Echaron a andar juntos, soñadores y tristes. Morissot prosiguió: “¿Y la pesca, eh? ¡Qué buenos recuerdos!”
     El señor Sauvage preguntó: “¿Cuándo volveremos a pescar?”
     Entraron en un café y tomaron un ajenjo; después volvieron a pasear por las aceras.
     Morissot se detuvo de pronto: “¿Tomamos otra copita?” El señor Sauvage accedió: “Como usted quiera.” Y entraron en otra tienda de vinos.
     Al salir estaban bastante atontados, perturbados como alguien en ayunas cuyo vientre está repleto de alcohol. Hacía buen tiempo. Una brisa acariciadora les cosquilleaba el rostro.
     El señor Sauvage, a quien el aire tibio terminaba de embriagar, se detuvo:
     -¿Y si fuéramos?
     -¿A dónde?
     -Pues a pescar.
     -Pero, ¿a dónde?
     -Pues a nuestra isla. Las avanzadas francesas están cerca de Colombes. Conozco al coronel Dumoulin; nos dejarán pasar fácilmente.
     Morissot se estremeció de deseo: “Está hecho. De acuerdo.” Y se separaron para ir a recoger los aparejos.
     Una hora después caminaban juntos por la carretera. En seguida llegaron a la ciudad que ocupaba el coronel. Éste sonrió ante su petición y accedió a su fantasía. Volvieron a ponerse en marcha, provistos de un salvoconducto.
     Pronto franquearon las avanzadas, cruzaron un Colombes abandonado, y se encontraron al borde de las viñas que bajan hacia el Sena. Eran aproximadamente las once.
     Frente a ellos, el pueblo de Argenteuil parecía muerto. 
     Las alturas de Orgemont y Sannois dominaban toda la región. La gran llanura que se extiende hasta Nanterre estaba vacía, completamente vacía, con sus cerezos desnudos y sus tierras grises.
     El señor Sauvage, señalando con el dedo las cumbres, murmuró: “¡Los prusianos están allá arriba!” Y la inquietud paralizaba a los dos amigos ante aquella tierra desierta.
     “¡Los prusianos!” Nunca los habían visto, pero los percibían allí desde hacía meses, en torno a París, arruinando Francia, saqueando, matando, sembrando el hambre, invisibles y todopoderosos. Y una especie de terror supersticioso se sumaba al odio que sentían por aquel pueblo desconocido y victorioso.
     Morissot balbució: “¿Y si nos los encontráramos? ¿Eh?” 
     El señor Sauvage respondió, con esa chunga parisiense que siempre reaparece, a pesar de todo:
     “Los invitaríamos a pescadito frito.” 
     Pero dudaban de si aventurarse en la campiña, intimidados por el silencio de todo el horizonte.
     Al final, el señor Sauvage se decidió: “Vamos, ¡en marcha!, pero con cuidado.” Y bajaron a una viña, doblados en dos, arrastrándose, aprovechando los matorrales para cubrirse, con ojos inquietos y oídos alerta. 
     Para llegar a la orilla del río les faltaba cruzar una franja de tierra desnuda. Echaron a correr; y en cuanto alcanzaron la ribera, se acurrucaron entre unas cañas secas. 
     Morissot pegó la mejilla al suelo para escuchar si alguien caminaba por las cercanías. No oyó nada. Estaban solos, completamente solos. 
     Se tranquilizaron y se pusieron a pescar. 
     Frente a ellos, la isla Marante, abandonada, les tapaba la otra ribera. La casita del restaurante estaba cerrada, parecía abandonada hacía años. 
     El señor Sauvage cogió el primer zarbo, Morissot atrapó el segundo, y a cada instante alzaban sus cañas con un animalillo plateado coleando en el extremo del sedal: una verdadera pesca milagrosa. 
     Introducían delicadamente los peces en una bolsa de red de mallas muy finas, en remojo a sus pies. Y los invadía una alegría deliciosa, esa alegría que nos asalta cuando recuperamos un placer amado del que nos hemos visto privados mucho tiempo.
     El buen sol dejaba correr su calor sobre sus hombros; ya no escuchaban nada; no pensaban en nada; ignoraban al resto del mundo: pescaban.
     Pero de pronto un ruido sordo que parecía llegar de debajo de la tierra estremeció el suelo. El cañón volvía a retumbar.
     Morissot volvió la cabeza, y por encima de la ribera divisó allá abajo, a la izquierda, la gran silueta del Mont-Valerien, que llevaba en la frente un copete blanco, el vapor de la pólvora que acababa de escupir.
     Al punto un segundo chorro de humo partió de lo alto de la fortaleza; unos instantes después resonó una nueva detonación.
     La siguieron otras, y a cada momento la montaña lanzaba su aliento mortal, resoplaba vapores lechosos que se elevaban lentamente, en el cielo tranquilo, formando una nube sobre ella.
     El señor Sauvage se encogió de hombros: “Ya vuelven a empezar” -dijo.
     Morissot, que miraba ansiosamente cómo se hundía una y otra vez la pluma de su flotador, se vio asaltado de pronto por la cólera del hombre pacífico contra los fanáticos que así luchaban, y refunfuñó: “Hay que ser estúpido para matarse de esa manera.” 
     El señor Sauvage replicó: “Peor que los animales.” 
     Y Morissot, que acababa de coger una breca, declaró: “¡Y pensar que siempre ocurrirá lo mismo, mientras haya gobiernos!” 
     El señor Sauvage lo detuvo: “La República no habría declarado la guerra...”. 
     Morissot lo interrumpió: “Con los reyes, hay guerras fuera; con la República, hay guerra dentro.” 
     Y se pusieron a discutir tranquilamente, desembrollando los grandes problemas políticos con la sana razón de hombres bondadosos y limitados, siempre de acuerdo en un solo punto, que nunca serían libres. Y el Mont-Valerien retumbaba sin tregua, demoliendo a cañonazos casas francesas, segando vidas, aplastando seres, poniendo fin a muchos sueños, a muchas alegrías esperadas, a mucha felicidad deseada, sembrando en corazones de esposas, en corazones de hijas, en corazones de madres, allá lejos, en otros países, sufrimientos que nunca acabarían.
     “Es la vida”, declaró el señor Sauvage.
     “Diga más bien que es la muerte”, replicó riendo Morissot.
     Pero se estremecieron asustados, oyendo que alguien caminaba detrás de ellos; y, volviendo la vista, vieron, pegados a sus espaldas, cuatro hombres, cuatro hombres altos armados y barbudos, vestidos como criados con librea y tocados con gorras de plato, apuntándoles con sus fusiles.
     Las dos cañas se les escaparon de las manos y empezaron a descender río abajo. 
     En unos segundos los cogieron, los ataron, se los llevaron, los arrojaron a una barca y los trasladaron a la isla. 
Y detrás de la casa que habían creído abandonada vieron una veintena de soldados alemanes. 
     Una especie de gigante velludo, que fumaba, a horcajadas en una silla, una gran pipa de porcelana, les preguntó en excelente francés: “¿Qué, señores? ¿Han tenido buena pesca?” 
     Entonces un soldado dejó a los pies del oficial la red llena de peces, que se había preocupado de recoger. El prusiano sonrió: “¡Ah, ah! Veo que no les ha ido mal. Pero se trata de otra cosa. Escúchenme y no se inquieten. Para mí, ustedes son dos espías enviados a vigilarme. Yo los cojo y los fusilo. Ustedes fingían pescar, con el fin de disimular sus intenciones. Han caído en mis manos, mala suerte; es la guerra. Pero, como ustedes han salido por las avanzadas, seguramente tienen una contraseña para regresar. Díganme esa contraseña y les perdono la vida.” 
     Los dos amigos, lívidos, el uno junto al otro, con las manos agitadas por un leve temblor nervioso, callaban.
     El oficial prosiguió: “Nadie lo sabrá nunca, ustedes volverán tranquilamente a casa. El secreto quedará entre nosotros. Si se niegan, es la muerte... y en seguida. Elijan.” 
     Ellos continuaban inmóviles, sin abrir la boca.
El prusiano, sin perder la calma, prosiguió, extendiendo la mano hacia el río: “Piensen que dentro de cinco minutos estarán ustedes en el fondo de esa agua. ¡Dentro de cinco minutos! ¿No tienen ustedes familia?” 
     El Mont-Valerien seguía retumbando.
     Los dos pescadores permanecían en pie y silenciosos. El alemán dio unas órdenes en su lengua. Después cambió su silla de sitio para no encontrarse demasiado cerca de los prisioneros, y doce hombres fueron a colocarse a veinte pasos, con los fusiles al pie.
     El oficial prosiguió: “Les doy un minuto, y ni un segundo más.” 
     Después se levantó bruscamente, se acercó a los dos franceses, cogió a Morissot del brazo, se lo llevó aparte, le dijo en voz baja: “¡Rápido, la contraseña! Su compañero no sabrá nada, fingiré compadecerme...” 
     Morissot no respondió nada.
     El prusiano se llevó entonces al señor Sauvage y le propuso lo mismo.
     El señor Sauvage no respondió.
     Volvieron a encontrarse uno junto a otro.
     Y el oficial se puso a dar órdenes. Los soldados alzaron sus armas.
     Entonces la mirada de Morissot cayó por casualidad sobre la red llena de zarbos, que había quedado en la hierba, a unos pasos de él.
     Un rayo de sol hacía brillar el montón de peces, que se agitaban aún. Y lo invadió el desaliento. A pesar de sus esfuerzos, se le llenaron los ojos de lágrimas. 
     Balbució: “Adiós, señor Sauvage.” 
     El señor Sauvage contestó: “Adiós, señor Morissot.” 
     Se estrecharon las manos, sacudidos de pies a cabeza por invencibles temblores.
     El oficial gritó: “¡Fuego!” 
     Los doce disparos sonaron como uno solo.
     El señor Sauvage cayó de bruces. Morissot, más alto, osciló, giró sobre sí mismo y cayó atravesado sobre su compañero, boca arriba, mientras la sangre escapaba a borbotones por la guerrera agujereada en el pecho.
     El alemán dio nuevas órdenes.
     Sus hombres se dispersaron, regresando después con cuerdas y piedras que ataron a los pies de los dos muertos; después los llevaron a la orilla.
     El Mont-Valerien no cesaba de retumbar, coronado ahora por una montaña de humo.
     Dos soldados cogieron a Morissot por la cabeza y por las piernas; otros dos agarraron al señor Sauvage de idéntica manera. Los cuerpos, balanceados un instante con fuerza, fueron lanzados al río, describieron una curva, después se hundieron, de pie, en el río, pues las piedras arrastraban primero las piernas.
     El agua saltó, burbujeó, se agitó, después se calmó, mientras unas pequeñas ondas llegaban hasta la orilla.
     Flotaba un poco de sangre.
     El oficial, siempre sereno, dijo a media voz: “Ahora los peces se ocuparán de ellos.” 
     Después regresó hacia la casa.
     Y de pronto vio la red con los zarbos en la hierba. La recogió, la examinó, sonrió, gritó: “¡Wilhelm!” 
     Acudió un soldado de delantal blanco. Y el prusiano, lanzándole la pesca de los dos fusilados, le ordenó: “Fríeme en seguida esos animalitos, mientras aún están vivos. Serán deliciosos.” 
     Y volvió de nuevo a fumar su pipa. 




En Cuentos de guerra, Biblioteca Página 12, Buenos Aires, s/f / Traducción Esther Benítez / 5 2 1883 / 
René Albert Guy de Maupassant (Dieppe, 5 de agosto de 1850 - París, 6 de julio de 1893) / Fotos: jmp /
Los autores y textos forman parte de estudio en ejercicios de taller, y su destino es solo para este objetivo.- 

miércoles, 29 de mayo de 2024

2024 TALLER PRESENCIAL EN LA PLATA Inicia en junio


Días viernes a las 18 horas / 


EL TORNADO 
de Aurora Venturini 

     Ha comenzado el invierno y yo estoy gris, abandonada y sin lágrimas en esta casa de árboles y espejos; debe haber un sitio para llevar el alma, vacío, en mi interior de nosferatus.
     Algunos difuntos ambulan y antes me he chocado con ellos por la calle. Hoy me chocan a mí porque voy desapareciendo.
     Milton, mi perro, reposa en paz enterrado al pie de la acacia. Hasta hace un año, me acompañaba él, y los gatos -Heacly y Caty- también lo hacían, y el enanito de cerámica del jardín que me regaló la alemana del almacén, que yo escondía tras una maceta por considerarlo de pésimo gusto. Compañeros. 
     Sólo quedó el gnomo desteñido por la lluvia del cielo y el llanto del sauce en que se apoya.
     Relataré la fuga de los miches porque Milton murió de viejo entre mis brazos.
     Esa tarde vino mi prima Helena con sus tres niños que recibieron el primer contacto con la muerte de los animales que cierran los ojos sin ayuda del manoseo en el momento de penetrar el misterio.
     Cuando Milton era cachorrito corríamos por la foret pisando el trebolar; yo soplaba panaderos de peluche y trepaba a las higueras.
     He amado más a mis perros y a mis gatos que al universo ególatra, pedigüeño, vanidoso, humillado, humillante de los humanos. 

Dylan

     La rara historia de los miches, Heacly y Caty, escapa a cualquier conclusión lógica.
     Nunca se separaron estos félidos; a veces desaparecían por muchas horas y yo los llamaba con la voz de Cumbres borrascosas de las hermanas Brontë: ¡Heacly… Caty…! Son voces temerosas de otras ausencias. Estaban castrados, sus filos serían platónicos. Aclaro que yo no los hice esterilizar; en esas condiciones llegaron desde el aire, copos de lanilla blanca, acariciante y a la vez díscola, venían a comer sus pitanzas con delicadeza de labios de satén que un borbotón de saliva humedecía.
     Como del aura, soplo del aire, ellos aparecían brotados de las nubes o del respiro arisco de la fronda  enhebradora de hilazón neblinosa. Bajo la lluvia nunca salían al parque o al campo.
     Transfigurábanse en estatuillas de cerámica sin apartar los ojos amarillos de los vidrios que dejaban mirar la torrentera y cuando el trueno desbocaba la armonía pluvial, temblaban, cremas de azúcar tenue en copas de postre. 
     Y desdoraban su elegancia egipcia escondiéndose debajo del ropero como animales viles del baldío, ¿memoria de borrascas de antiguas cumbres les devolvían historias de muerte y resurrección, de transmigraciones?
     Enero, escorpión fogoso, enarbolaba su cola; apareados los escorpiones producen rumor de cremallera; los he visto y odiado porque son lo más pérfido entre los insectos. Los fabricó Satán.
     Fue en aquel enero cuando sopló de pronto un viento cínico, malsano, escorpiano, pero no refrescó.
     No se apareaba el ventarrón con el colosal corazón del verano bonaerense. Viento solterón. Asexuado. Cada cual por su lado vejarían la misma víctima: la zona rural de City Bell.
     Y en la profunda llanura vi alzarse el hongo de viento y tierra como bomba atómica que levantó dos vaquillas del campo de pastoreo.
     Fila de arbolitos pasaron delante de mí andando, locos escapaban, arrancados y lanzados pero enhiestos. Arbolitos caminantes.
     Luego el trueno, era el tornado alzando chapas y lajas, tejas, puertas y ventanas, otros animales, llantos, gritos, mugidos, muerte.
 

   No podía atrancar la puerta y mientras sollozaba de terror y de impotencia con espanto pude apreciar que Heacly y Caty, luego de mirarme con ojos negros, oscurecido a tal punto el precioso topacio natural, pegaditos como almas gemelas en pena, se iban abrazados, Dios me asista, al llamado de algo que vibraba en el monstruoso hongo que los elevó, que los disolvió o amparó, copitos de albo miedo rumbo a unos páramos de lo que nadie supo ni sabrá explicarme por qué. Verifiqué la existencia de misterios más tremendos que los de Eleusis a la luz de la evidencia, y me sentí tan poquita cosa que viajé a la costa, me estiré en la arena cuan larga soy, comí salchichas con mostaza, bebí Coca, escuché a Litto Nebbia y acepté que todo eso también me superaba, porque quería curarme del poder enfermizo de atestiguar lo grave, brumoso y temible.
     Una vez vi un ángel.
     Carecía de brazos y sus pies eran enormes garras. 
     Ojalá, lector, que nunca veas un ángel. 
     Mi ángel me lastimó y me vació el alma. 


/ #TallerLiterarioCityBellLaPlata / 
Los autores y textos forman parte de estudio en ejercicios de taller, y su destino es solo para este objetivo.- 

AURORA VENTURINI x JOSÉ MARÍA PALLAOROAURORA VENTURINI x JOSÉ MARÍA PALLAORO

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viernes, 3 de mayo de 2024

PAUL AUSTER El día de la fiesta

La habitación cerrada / 


TALLER PAUL AUSTER 
(Newark, Nueva Jersey, el 3 de febrero de 1947 - Nueva York, 30 de abril de 2024) /

El día de la fiesta / 


(Fragmento


(…) 
     Hay un incidente que se conserva especialmente vívido para mí. Está relacionado con una fiesta de cumpleaños a la que Fanshawe y yo fuimos invitados cuando estábamos en primero o segundo grado, lo cual significa que ocurrió al comienzo del periodo del que puedo hablar con cierta precisión. Era un sábado por la tarde, en primavera, y fuimos a la fiesta con otro chico, un amigo nuestro que se llamaba Dennis Walden. Dennis tenía una vida mucho más dura que la nuestra: una madre alcohólica, un padre que se mataba a trabajar, un montón de hermanos y hermanas. Yo había estado en su casa dos o tres veces -una ruina grande y oscura-, y recuerdo que su madre me daba miedo, me parecía una bruja de cuento. Se pasaba el día detrás de la puerta cerrada de su cuarto, siempre en bata, la cara pálida una pesadilla de arrugas, asomando la cabeza de vez en cuando para gritarle algo a los niños. El día de la fiesta, Fanshawe y yo habíamos sido debidamente provistos de regalos para el niño que cumplía años, bien envueltos en papeles de colores y atados con cintas. Dennis, sin embargo, no llevaba nada, y se sentía mal por ello. Recuerdo que traté de consolarle con alguna frase vacía: daba igual, en realidad a nadie le importaba, con toda la confusión no se darían cuenta. Pero a Dennis sí le importaba, y eso fue lo que Fanshawe comprendió inmediatamente. Sin ninguna explicación, se volvió a Dennis y le dio su regalo. Toma, dijo, quédate con éste, yo les diré que me he dejado el mío en casa. Mi primera reacción fue pensar que a Dennis le molestaría el gesto, que se sentiría insultado por la compasión de Fanshawe, pero estaba equivocado. Vaciló un momento, tratando de asimilar aquel repentino cambio de fortuna, y luego asintió con la cabeza, como reconociendo la sensatez de lo que Fanshawe había hecho. No era tanto un acto de caridad como un acto de justicia, y por esa razón Dennis pudo aceptarlo sin humillarse. Una cosa se había convertido en la otra. Era un acto de magia, una combinación de .desenfado y total convicción, y dudo que nadie que no fuera Fanshawe hubiese podido lograrlo. 
     Después de la fiesta volvimos con Fanshawe a su casa. Su madre estaba allí, sentada en la cocina, y nos preguntó por la fiesta y si al niño del cumpleaños le había gustado el regalo que ella le había comprado. Antes de que Fanshawe tuviera la oportunidad de decir nada, solté la historia de lo que había hecho. No tenía ninguna intención de meterle en un lío, pero me resultaba imposible callármelo. El gesto de Fanshawe me había abierto todo un mundo nuevo: el hecho de que alguien pudiera entrar en los sentimientos de otro y asumirlos tan completamente que los suyos propios ya no tuvieran importancia. Era el primer acto verdaderamente moral que yo había presenciado y me parecía que no valía la pena hablar de ninguna otra cosa. La madre de Fanshawe, sin embargo, no se mostró tan entusiasta. Sí, dijo, era algo amable y generoso, pero también estaba mal. El regalo le había costado a ella su dinero, y, al dárselo a otro, Fanshawe en cierto sentido le había robado ese dinero. Además, Fanshawe había actuado de un modo descortés al presentarse en la fiesta sin un regalo, lo cual la hacía quedar mal a ella, puesto que ella era la responsable de los actos de su hijo. Fanshawe escuchó atentamente a su madre y no dijo una palabra. Cuando ella terminó, él seguía sin decir nada y ella le preguntó si había comprendido. Sí, dijo él, había comprendido. Probablemente la cosa habría quedado ahí, pero luego, tras una breve pausa, Fanshawe añadió que seguía pensando que había hecho bien. No le impor taba lo que ella pensara: volvería a hacer lo mismo la próxima vez. A esta afirmación siguió una escena. La señora Fanshawe se enfadó por su impertinencia, pero Fanshawe se mantuvo firme, negándose a ceder bajo la andanada de su reprimenda. Finalmente, ella le ordenó que se fuera a su cuarto y a mí me dijo que me marchara. Yo estaba horrorizado por la injusticia de su madre, pero cuando traté de hablar en su defensa, Fanshawe me indicó con un gesto que me fuese. En lugar de continuar protestando, aceptó su castigo en silencio y se metió en su cuarto. 
     Todo el episodio fue puro Fanshawe: el acto espontáneo de bondad, la inmutable fe en lo que había hecho y el mudo, casi pasivo, sometimiento a sus consecuencias. Por muy extraordinario que fuera su comportamiento, siempre te parecía que él se distanciaba del mismo. Ésta, más que nada, era la característica que a veces me asustaba y hacía que me apartase de él. Me sentía muy próximo a Fanshawe, le admiraba intensamente, deseaba desesperadamente estar a su altura, y luego, de pronto, llegaba un momento en que me daba cuenta de que me era ajeno, de que la forma en que vivía dentro de sí nunca se correspondería con la forma en que yo necesitaba vivir. Yo quería demasiado de la vida, tenía demasiados deseos, vivía demasiado dominado por lo inmediato para alcanzar nunca tal indiferencia. A mí me importaba tener éxito, impresionar a la gente con los signos vacíos de mi ambición: buenas notas, cartas de la universidad, premios por lo que fuera que aquella semana tocara. Fanshawe permanecía indiferente a todo eso, tranquilamente apartado en su rincón, sin hacer el menor caso. Si triunfaba, era siempre en contra de su voluntad, sin ninguna lucha, sin ningún esfuerzo, sin jugarse nada en lo que había hecho. Esta postura podía resultar irritante, y yo tardé mucho tiempo en aprender que lo que era bueno para Fanshawe no necesariamente era bueno para mí. 
(…) 



En La habitación cerrada, Editorial Anagrama, Barcelona, 1997 (primera edición en Los Ángeles, EEUU, 1987) / Traducción de Maribel De Juan / Fotos: jmp / 
Paul Auster (Newark, Nueva Jersey, el 3 de febrero de 1947 - Nueva York, 30 de abril de 2024) / 
Los autores y textos forman parte de estudio en ejercicios de taller, y su destino es solo para este objetivo.-

miércoles, 24 de abril de 2024

LILIANA HEKER El proceso creativo

"Amo a los gatos"



LILIANA HEKER A LOS 81 AÑOS / 
Acerca de su última novela Noticias sobre el iceberg / 

     Periodista: Los años 60, la liberación sexual, el compromiso político, el boom de la literatura latinoamericana, ¿marcaron la vida de Greta, la protagonista de su novela?

     Haber sido adolescente en los ’60, comenta Greta, fue muy singular, pasaban tantas cosas que una se sentía protagonista de la Historia.

     Igual que Greta usted es escritora y vivió los 60, ¿qué hay de autobiográfico en “Noticias sobre el iceberg”?

     Me interesó tomar un personaje que de alguna manera se parece a mí, pero le ocurren cosas diferentes. Mi vida está muy marcada por veintiséis años en una revista literaria, algo fundamental en mí y en mi creación. Algo que a Greta no le pasa. Tiene una vida distinta de la mía. Publicó sólo dos novelas, con una a los veintidós años tuvo elogios, y con la siguiente fama y prestigio. Después pasó a silencio, a no dar entrevistas, a renunciar a la vida pública.

     Eso lleva a Marcos, un estudiante de periodismo, y a Albertina una chica intrigada por la vida secreta de Greta, a entrevistarla.

     Y ella acepta. La entrevista -que no se cuenta porque me pareció un plomazo una novela que fuera una entrevista- la lleva a remover su historia, ir al encuentro de todo lo que estuvo tapando durante mucho tiempo. Hay preguntas que contesta en parte, otras que piensa, pero no responde, y cosas que no se dicen nunca.

     Ese encuentro generacional, separado por medio siglo, ¿le permitió momentos disparatados, humorísticos, nostálgicos?

     La novela está recorrida por el humor; hay cosas duras y conmovedoras, pero no hay nostalgias. Greta no las tiene porque vivió hasta el carozo su época, tan intensamente que no siente nostalgias, y no quisiera volver a vivir lo que ya vivió.

     ¿Su novela revisa y homenajea una teoría de Hemingway?

     A todos los que escribimos cuentos nos ha fascinado la teoría del iceberg que planteó Hemingway, que es absolutamente cierta. De un buen cuento emerge un treinta por ciento, pero su consistencia la toma del setenta por ciento que está sumergido. Greta descubre algo nuevo que le dice el iceberg, de ahí el título “Noticias sobre el iceberg”. El iceberg puede otras cosas, no es solo lo sumergido. Eso lo supe, se me apareció en El Calafate, cuando estaba escribiendo la novela. Para Greta fue una revelación. Y a mí me dio el final de su historia.

     ¿Contar la vida secreta de una colega imaginaria le dio libertades o restricciones?

     Una enorme libertad. Me permitió contar sus conflictos, que no son iguales a los míos. Lo que más me fascinó fue contar las novelas que Greta escribió, “Hilda Wangel”, “La memoria de Uma Harán” y la detenida “Vera y el optimismo”, que no existen, En mi libro “La trastienda de la escritura” conté el proceso creador de varios de mis cuentos y de mis novelas. Algo que hice mucho en los talleres que dicté. Fue un desafío estimulante contar el proceso de obras ajenas que no existen.

     Prascovia es un personaje importante en la novela. ¿Los gatos son fetiches y amuletos del escritor?

     Amo a los gatos. Y mi gata Prascovia es una importante protagonista en “Noticias sobre el iceberg”, en donde hay otro gato, Illich, que también fue un gato mío. Hoy en mi casa, junto a Prascovia, está Brando, que no aparece en esta novela. Para mí, y para muchos escritores, el gato tiene que ver con el proceso creativo. La compañía del gato es algo muy importante para alguien que escribe, por supuesto, si ama a los gatos.

     En la novela se habla del proceso de creación literaria, ¿eso surgió del trabajo en sus talleres, donde surgieron destacados autores?

     Hoy grandes escritores, grandes colegas y grandes amigos. Greta hace referencias concretas a “Solness, el constructor” de Ibsen y a “Confesiones del estafador Félix Krull” de Thomas Mann. Escritores que fueron fundamentales para mí en la adolescencia. Me ayudaron, junto con Jean-Paul Sartre, a conformar mi visión del mundo. En los talleres no hablé de esos libros. Sugerí autores que muestran modos de escritura, de dialogar, de cómo el gesto de un personaje puede alumbrar lo que le está pasando. Autores que enseñan recursos, como Salinger.

     ¿Por qué hay hoy más literatura escrita por mujeres que por hombres?

      Es algo que fue cambiando, no es que hubo un cambio violento en los últimos años. Lo notaba cada vez más en los talleres. El primer taller que di fue en el teatro IFT en la época de la dictadura. Siete varones y una sola mujer. Y fue la única escritora de ese grupo, Silvia Schujer. Poco a poco en los talleres se fue igualando el número. Ya no importaba si el texto era de una mujer o un hombre sino la calidad. Eso cada vez más empezó a tener peso. Desapareció el subgrupo “literatura femenina”. Hoy hay autores notables, ya no importa el género sino la literatura, valen por los libros que escriben.

     Ha sido elegida como personalidad relevante de nuestra cultura, para dar el discurso inaugural de la Feria del Libro en un momento complejo para el libro y la cultura…

     Un momento muy particular… y, por supuesto, voy a aludir de manera muy clara al ataque que se está haciendo a toda la cultura.

     ¿Que está escribiendo ahora?

     Después de esta vorágine, tengo dos proyectos: un libro de cuentos y uno de textos narrativos de otra índole.




Entrevista de Máximo Soto para Ámbito / Liliana Heker (Buenos Aires, 9 de febrero de 1943) / 
Los autores y textos forman parte de estudio en ejercicios de taller, y su destino es solo para este objetivo.- 

martes, 16 de abril de 2024

JUAN GELMAN Pareciera que están lavando el mundo

Casa Roja / Taller La Plata 


     En la memoria hay palabras que no se pueden decir. Duran, y hacen mal y hacen bien, como un caballo loco. Correr por esos campos sin tapar los ojos del recuerdo para que se detenga. Respetar el deseo que no fue. Contestarse con nada y mostrar valor ante el desastre. 

Casa Verde / Taller City Bell 


     La poesía tiene aceites para limpiar la palabra. Es más grasosa que la vida y deja manchas que llevamos sin merecer. Quema. Es movimiento de su obra y devuelve el pasado a su pasado. 



Juan Gelman (Buenos Aires, 3 de mayo de 1930 – Ciudad de México, 14 de enero de 2014) / 
Los autores y textos forman parte de estudio en ejercicios de taller, y su destino es solo para este objetivo.-

Juan Gelman / Lluvia


martes, 13 de febrero de 2024

COQUE MALLA Y LEONOR WATLING Voy a empezar

Casa Verde / Taller City Bell / 2024


VOY A EMPEZAR

(Ella) 
Hoy voy a empezar a construir 
la casa donde estaré 
para toda la vida

Voy a recorrer esta ciudad 
voy a llegar hasta el mar 
El mar me cura la herida 

Y voy a saltar 
voy a nadar hacia otro lugar 
para toda la vida 

(Él)
Veo la pared donde colgué 
las fotos que acumulé 
durante toda la vida 

No reconozco a nadie y sin embargo 
cuando pienso que eran rostros que ayer 
eran toda mi vida 

Sé que ya no estoy 
y que no quiero mirar la pared 
nunca más en la vida 

(Ella y él)
Hoy voy a empezar a construir 
la casa donde estaré 
para toda la vida 

Voy a recorrer esta ciudad 
voy a quedarme en Berlín 
para toda la vida


“Berlín” (Un homenaje a Lou Reed) / Coque Malla y Leonor Watling / Del disco de Malla Mujeres (2014) / Coque Malla: guitarra acústica y voz / Mac Hernández: bajo y coros / Charlie Bautista: guitarra y coros / Gabriel Marijuan: batería / David Lads: piano, Rhodes, Hammond /