TALLER
ABELARDO CASTILLO
(Buenos Aires, 1935)
Ignoro
si, como quería Mallarmé, el mundo ha sido hecho para llegar al libro, pero
estoy seguro de la inversa: los libros han sido, son y serán escritos para
llegar al mundo. Los emperadores, algún califa, ciertos monjes de la Edad Media,
los teólogos de la Inquisición, y la policía, han olvidado, por turno, aquello
que los latinos llamaron "el destino del libro", su paralela historia
con el hombre, quien, como se sabe desde Prometeo, tiene entrañas de inmortal—
y, por turno, han pasado a esa turbia posteridad que también, implacablemente,
registran los libros: a sus capítulos largos de execración.
Esto lo escribíamos, en otro sitio, hace un año, cuando el
fantasma del Senador Mac Carthy (Mac Burro, dijo Guillén) se nos apareció de
golpe, disfrazado de Sargento Chirico y, sin más trámite que el usual trabucazo
en las costillas, prohibió Gaceta Literaria, El Grillo de Papel, Fichero,
Cuadernos de Cultura, Cuatro Patas, clausuró no sé cuántas editoriales y saqueó
(entre otras cosas) bibliotecas. Aquella vez, hubo una Mesa Redonda en la SADE,
alguien propuso un Comité de Defensa de la Cultura, y, a la salida nomás, en
una cantina de San Telmo, ideamos el nombre de esta revista. No sabemos, pues,
si festejar la Efemérides o llorarla, porque hasta hoy nadie se atrevió a
formar aquella Junta, siguen en silencio las mejores publicaciones literarias
del país y, todavía, hay en las imprentas interdictas, ciertos caballeros de
azul, con gorra, fumando en la puerta. Hemos visto muchas arbitrariedades en
este tiempo. La poderosa castidad de un fiscal originó pleitos, juicios,
censuras: soportamos, incluso, la intolerable payasada de ir presos. Hace unos
meses fue cerrada Impresora del Oeste; el otro día, la revista Che y, con ella,
algo de lo poco (o quizá todo) lo que en este país nos quedaba para leer sin
arriesgarnos a morir fulminados por la súbita imbecilidad, la vergüenza, la
risa o sencillamente el asco. Por fortuna hay gente empecinada publicar
revistas. Hoy en la Cultura, Eco Contemporáneo, Palabra, Una Hoja, Síntesis,
Airón, son algunas de las que quiero recordar ahora. La cercanía afectiva, o
ideológica, no impide sin embargo que uno, al leerlas, se sienta escéptico: en
general (salvando las dos primeras) dan la idea de ser publicaciones
estudiantiles, atropelladas, neblinosamente escritas cuando no —como sucede con
Una Hoja, con Entrega— mal escritas. 0 de misteriosa ideología, como sucede con
Eco Contemporáneo. Se dirá, en el primer caso, que importa menos escribir
"bien" que tener algo que decir. Y de eso, justamente, se trata,
porque es bastante inextricable que, quien piensa bien, pueda escribir mal. En
el segundo caso se objetará (tal vez) que no es imperioso, para dar una opinión
honesta o escribir un magnífico cuento, tener "ideología", sea
misteriosa o explícita. Es cierto, pero, si no bastara indagar el luminoso
origen de la palabra ("idea") podríamos alegar que no hablábamos de
Dogma, de Ortodoxia, sino de coherencia intelectual. Y siempre nos pareció
bastante menos hirsuto tenerla que carecer de ella. Por otra parte, al traer a
la memoria el humillante panorama de la cultura argentina, la sistemática
violencia que el Estado ejerce sobre las ideas, sobre la creación artística,
sin olvidarnos (de paso) que estamos trabajando en un sistema donde la
televisión, la radio, el periodismo están imaginados para un nivel de
inteligencia tipo norteamericano medio —entiéndase, aproximadamente, al nivel
de un chimpancé adulto—, al recordar esto, digo, lo menos que puede pedírsele
al hombre que dirige una revista, a quienes la hacen, es claridad de juicio y
—toda vez que se expresan por medio de la ficción, o el poema— una razonable
dosis de belleza. Lo demás, son chiquilinadas de adolescentes jugando a ser
importantes. El riesgo que se corre entre nosotros, es que, cualquier día al
millón y medio de literatos, poetas, filósofos y teóricos que protuberan en Buenos
Aires se les antoje darse el gustazo de publicar su revista propia: inigualable
espanto, si se piensa —por ejemplo— que trabajando todos de acuerdo podríamos
editar un diario enorme, como La Nación —o, seamos francos, hacer una
revolución, no, precisamente, literaria.
Estas dos necesidades, la de una buena literatura
(redundancia que en cualquier otro idioma del mundo sería un disparate
sintáctico, pero que, en argentino, es una imposición histórica), ésa, y la
urgencia de claridad intelectual son, a mi entender, lo único que puede
justificar el trabajo, penoso, impago, temible, de escribir. Intelectual y
Literatura —lo sé— son dos palabras que se han vuelto despreciables; pero de
esto tienen la culpa, justamente, quienes ignoran qué es un escritor y qué es
un hombre inteligente. No se trata de reivindicar vocablos, sino de rescatar,
para nosotros, la idea que ellos representan. Porque somos nosotros: Hoy en la
Cultura, Airón, El Escarabajo de Oro, Una Hoja, Síntesis, Eco Contemporáneo,
Palabra: los que escribimos y caminamos por los quioscos, y andamos
enloquecidos levantando pagarés o gambeteándole a la censura, padeciendo lo que
creamos, amándolo; los que quizá nacimos para otra cosa, para inventar novelas
grandes, o cuentos inmortales, o poemas irrepetibles, o dramas para siempre,
pero de pronto estamos sacando una revista, peleándonos a palabra limpia con la
vida, ganándosela a ellos por derecho de juventud y de pasión; somos —acaso—
los únicos que podemos inventar el limpio significado de las bellas palabras;
los únicos que tenemos motivos legítimos para hacerlo. No hay más que una
literatura, la grande, no hay, para el escritor, más que una justificación:
escribirla. Lo demás, es tipografía.
En revista “El escarabajo de oro”, nº 5, febrero
de 1962.
Los textos
forman parte de estudio en ejercicios de taller.-