TALLER VIRGINIA WOOLF
(Londres,
Inglaterra, 25 de enero de 1882 - Lewes, Sussex, 28 de marzo de 1941)
UNA CASA
ENCANTADA (1921)
A cualquier hora que despertaras
siempre había una puerta balanceándose. Iban de habitación en habitación,
tomados de la mano; levantando aquí, abriendo allá, asegurándose… Una pareja de
fantasmas.
“Aquí lo dejamos”, dijo ella. Y él agregó: “¡Oh,
pero aquí también!”. “Está arriba”, murmuró ella. “Y en el jardín”, susurró él.
“Con cuidado”, dijeron, “o los despertaremos”.
Oh, pero no nos despertaban. “Están buscándolo;
están abriendo la cortina”, podíamos decir, y seguíamos leyendo una o dos
páginas. “Ahora lo encontraron,” estaba segura, y detenía el lápiz en el
margen. Y después, cansada de leer, me levantaba y veía con mis propios ojos la
casa vacía, las puertas abiertas. Sólo se escuchaban las palomas, rebosantes de
alegría, y el zumbido de la máquina de trillar andando en la granja. “¿A qué he
venido? ¿Qué pretendía encontrar?”. Mis manos estaban vacías. “¿Tal vez sea
arriba después de todo?”. En el altillo estaban las manzanas. Bajo otra vez; en
el jardín, la quietud de siempre, sólo el libro se había caído al césped.
Pero lo habían encontrado en la sala. No es
que uno pudiera verlos. Los cristales de la ventana reflejaban las manzanas,
reflejaban las rosas; todas las hojas se veían verdes en los cristales. Si se
movían en la sala la manzana mostraba su costado amarillo. Aún, un instante
después, si la puerta se abría, se desparramaba por el piso, se trepaba por las
paredes, colgaba del techo, ¿qué cosa? Mis manos estaban vacías. La sombra de
un tordo cruzó la alfombra. Desde el más profundo de los silencios se escuchó
su sonido alegre. “A salvo, a salvo, a salvo”, el pulso de la casa latía con
tranquilidad. “El tesoro está enterrado; la habitación…” el pulso se detuvo de
repente. ¿Ese era el tesoro enterrado?
Un momento después la luz se extinguió.
¿Estábamos en el jardín entonces? Pero los árboles se removían para atrapar el
último rayo de sol. Tan bello, tan extraño, hundiéndose lentamente bajo la
superficie: el rayo que buscaba siempre se apagaba detrás del cristal. El
cristal era la muerte; la muerte estaba entre nosotros; alcanzó a la mujer
primero, hacía cientos de años. La casa quedó vacía, las ventanas selladas, las
habitaciones oscuras. La dejó, se fue hacia el norte, hacia el este, vio salir
a las estrellas en el cielo del sur; buscó la casa, la encontró abandonada bajo
las colinas. “A salvo, a salvo, a salvo”, el pulso de la casa latía con alegría.
“El tesoro es tuyo”.
El viento ruge por la avenida. Los árboles
se balancean de un lado al otro. Los rayos de luna caen intensos sobre la
lluvia. Pero la luz de la lámpara cae directo desde la ventana. La vela arde
recta, inmóvil. Deambulan por la casa, abren las ventanas, susurran para no
despertarnos, la pareja de fantasmas busca su contento.
“Aquí dormíamos”, dijo ella. Y él agregó, “besos
infinitos”. “Caminar por la mañana”. “El plateado entre los árboles”. “Arriba”.
“En el jardín”. “Al llegar el verano”. “Durante las nevadas de invierno”.
Las puertas se cierran a la distancia, despacio, como el latido de un corazón.
Las puertas se cierran a la distancia, despacio, como el latido de un corazón.
Se acercan; se detienen en la entrada. El
viento sopla, las plateadas gotas de lluvia se deslizan por la ventana.
Nuestros ojos se oscurecen; no escuchamos pasos detrás; no vemos ninguna mujer
extender su manto fantasmal. Él lleva la linterna. “Mira”, susurra él, “profundamente
dormida. Hay amor en sus labios”.
Inclinándose, cargando la lámpara plateada sobre
nosotros, nos miran durante un largo rato. El viento sopla fuerte; la vela se
inclina apenas. Salvajes rayos de luna cruzan el suelo y la pared y, al
chocarse, iluminan los rostros inclinados; los rostros cavilosos, los rostros
que buscan a los durmientes y a su felicidad escondida.
“A salvo, a salvo, a salvo”, el corazón de
la casa late orgulloso. “Tantos años”, susurra él, “y me has vuelto a encontrar”.
“Aquí”, murmura ella, “durmiendo; en el jardín, leyendo, riendo, llevando las
manzanas al altillo. Aquí dejamos nuestro tesoro”. Inclinados, sus luces me
hicieron abrir los ojos. “¡A salvo, a salvo, a salvo!”. El pulso de la casa
late con fuerza. Me despierto y digo “Oh, ¿es éste su tesoro enterrado? La luz
del corazón”.
En Cuentos completos, traducción Micaela Ortelli