TALLER Juan José Hernández
(1931 - 2007).
En EL INOCENTE (1965)
A José Bianco
Estábamos
acostumbrados a que se dijera de Rudecindo que era una desgracia para su
madre, que hubiera sido preferible que naciese muerto, y otras frases por el
estilo que empezaban con un piadoso "Dios nos libre y guarde" o
"Que Dios no me castigue, pero..." y que terminaban con un suspiro de
resignación.
Cuando hablaba de
su hijo doña Teresa ponía los ojos en blanco:
—¡Qué habré hecho
para merecer esta cruz! —se lamentaba. Mis tías, al oírla, se esforzaban por
disimular una expresión de tristeza adecuada a las circunstancias:
—Una madre es
siempre una madre —le decían luego, sentenciosamente.
Doña Teresa se
ganaba la vida cosiendo vestidos para las mujeres del barrio. Nunca le faltaba
trabajo. "Puesta a pedalear en la Singer, Teresa es un portento. En menos
de una hora se despacha un batón de entrecasa", decían de ella con
admiración. Pero había otros motivos por los cuales la madre de Rudecindo era
tan solicitada. Gracias a su profesión, estaba al tanto de la intimidad de
muchos hogares, y de una manera velada descubría la avaricia, la dejadez o la
infidelidad conyugal de una vecina sospechosa.
Por lo general
doña Teresa llegaba a mi casa después de mediodía, con la valija donde guardaba
el centímetro, las tijeras, el alfiletero, la tiza y el papel para los moldes.
Detrás de ella, enredado en los pliegues de su falda, caminaba Rudecindo. Al
entrar, doña Teresa se disculpaba por traer a su hijo. "No puedo dejarlo
solo. Es un peligro. Todo se lo lleva a la boca", explicaba. En efecto,
era corriente verla abandonar la máquina donde cosía, sentada bajo el parral
del segundo patio, para precipitarse sobre Rudecindo y arrebatarle la hoja de
helecho, la piedrita del cantero o la hormiga que estaba a punto de tragar.
Por más que las
personas mayores y en especial tío Esteban nos habían advertido hasta el
cansancio que era de niños maleducados mirar con insistencia y que lo correcto
es adoptar un aire indiferente, terminábamos por olvidar estas recomendaciones
y acercarnos fascinados al rincón del patio donde Rudecindo, con los ojos
entornados y las piernas cruzadas, parecía dormitar en una actitud idéntica a
la del Buda de porcelana que había en la vitrina de la sala. De vez en cuando
se mojaba los labios con la punta de la lengua, una lengua carnosa,
curiosamente vivaz en su cara redonda, inexpresiva.
Tío Esteban,
hermano de mi difunta madre, vivía con nosotros y nos odiaba a Julia y a mí
porque hacíamos ruido a la hora de la siesta mientras él descansaba. A veces,
furioso, abría la ventana de su cuarto y nos arrojaba un zapato que
esquivábamos hábilmente mientras corríamos a refugiarnos en el cuarto de mi
abuela. De tío Esteban habíamos oído decir que era un extravagante, un solterón
y un ocioso; de mi abuela, que estaba loca; de Julia y de mí, que no éramos
primos sino hermanos.
Tío Esteban
ocupaba parte de su tiempo en peinarse; ordenaba cuidadosamente frente al
espejo sus escasos mechones de su pelo hasta formar con ellos una especie de
casco uniforme y retinto, tarea inútil porque el pelo, al secarse, se
entreabría y dejaba al descubierto su calvicie. Además de cuidarse el pelo, tío
Esteban tenía otra pasión: un gato que se llamaba Roberto, aborrecido por las
mujeres de la casa desde el día que atrapó de un zarpazo a un colibrí; al
advertirlo, corrimos hacia el gato para salvar al pajarito. Pero ya era tarde:
Roberto se relamía, con los ojos más brillantes que de costumbre, como
alimentados por aquella trémula llama verde que acababa de devorar. Una semana
después del episodio, Roberto desapareció. Al principio nadie se preocupó por
ello; quizá anduviera por los techos, como otras veces, y en cualquier momento
apareciera de nuevo en la cocina, con el rabo caído y una oreja lastimada,
maullando frente a la botella de leche. Pero no fue así. Poco tiempo después
Julia y yo lo descubrimos muerto en la quinta del alemán. Ocultamos nuestro
hallazgo. Nos habían prohibido subir a la pared del fondo que daba a la quinta,
pero a menudo desafiábamos el peligro para robar naranjas. Nunca saltábamos la
tapia; hacerlo hubiera sido correr la misma suerte del gato. Provistos de un
palo de escoba en cuyo extremo habíamos dispuesto un alambre en forma de
gancho, cortábamos de un violento tirón las naranjas de los árboles cercanos.
Abajo, los perros guardianes de la quinta ladraban, echaban espuma por la boca,
mostraban los dientes, gemían de furia e impotencia. El alemán, un ingeniero
agrónomo que vivía en el centro de la ciudad, sólo les daba de comer una vez
por semana para volverlos más feroces. En su quinta había un tipo de naranja de
piel muy fina, extremadamente dulce, que a Julia y a mí nos desagradaba pero
que hacía las delicias de la abuela, no sólo a causa de su sabor, sino también
porque las características del fruto le permitían un curioso entretenimiento.
Con sus manos pequeñas apretaba la naranja hasta volverla blanda como una
pelota de goma; luego con un alfiler la pinchaba en un extremo y por allí
comenzaba a sorber el jugo, con expresión de éxtasis, lentamente. Sobre la mesa
de luz quedaban amontonadas las naranjas, exangües y arrugadas como las
mejillas de mi abuela.
Tío Esteban no se
resignó fácilmente a la desaparición del gato. Revisó las habitaciones, abrió
todos los roperos, temeroso de que Roberto estuviera encerrado en alguno.
Desconsolado, trepó al techo. "Robertito, minino querido", repetía
hasta el cansancio, y por las noches dejaba en el patio un plato de carne
picada por si volvía el ingrato.
Mis tías dijeron
que la ingratitud es propia de los felinos, que los gatos tienen mal olor, que
a los animales no se los debe llamar con nombres de cristianos, que tío
Esteban, en vez de lamentarse por esas tonterías, debía ponerse a trabajar en
algo útil, y que después de todo había en el mundo desgracias mayores, como el
caso de doña Teresa, la costurera.
¿Motivó la
desaparición del gato que tío Esteban comenzara a interesarse en Rudecindo y
emprendiera con él una tarea no demasiado apropiada a su carácter irritable?
Bastaba con que Julia o yo no supiéramos la tabla de multiplicar o cometiéramos
el menor error de ortografía para que tío Esteban arrojara el cuaderno contra
la pared y nos cubriera de insultos. A pesar de que no ignorábamos por las
conversaciones de los demás que sus enojos eran pasajeros ("Amaneció con
la luna", decían. "Es mejor no contradecirlo") temíamos sus
estallidos de cólera, sobre todo Julia, que a veces lloraba cuando él, fuera de
sí, exclamaba: "Cerebro de mosquito, como tu madre; no me extraña: de tal
palo tal astilla" olvidando que se refería a su propia hermana.
Como mi abuela,
tío Esteban era muy religioso; rezaba el rosario por las tardes, se persignaba
al pasar por una iglesia, y en las procesiones de Semana Santa marchaba detrás
del Cristo y de la Virgen de los Dolores. Las mujeres de la casa se burlaban en
secreto de tío Esteban y lo llamaban santurrón y anticuado cuando él criticaba
la desvergüenza de una parienta que, a su juicio, iba a misa "escotada y
pintarrajeada como una perdida".
Su decisión de
enseñar a leer y a escribir a Rudecindo fue considerada un disparate: "Qué
ganas de perder el tiempo. Una piedra aprendería con más facilidad". Sin
embargo, él persistió en su propósito. Tres veces por semana, al atardecer,
doña Teresa aparecía con su hijo. "No quisieron admitirlo en ninguna
escuela, don Esteban", le decía, "pero ya verá que el chico es
inteligente".
Tío Esteban
sentaba a Rudecindo en una silla frente a la mesa del vestíbulo, y ponía fuera
de su alcance el lápiz y la goma de borrar, sobre todo esta última que
Rudecindo miraba con ojos de codicia, entreabriendo la boca. Nosotros
observábamos la escena desde el corredor, y a menudo sofocábamos la risa cuando
tío Esteban, empeñado en que Rudecindo copiara una letra del abecedario,
inclinaba la cabeza sobre el cuaderno, movimiento que hacía despegar un largo
mechón de pelo que su alumno atrapaba, también con la intención de llevárselo a
la boca. Meses después, tío Esteban mostró a la familia el resultado de su
esfuerzo: una hoja cubierta de garabatos, en la que podía leerse con buena
voluntad "papá" y "mamá". Ya por entonces tío Esteban nos
permitía, después de sus lecciones, jugar al escondite o a la mancha con su
alumno, llevarlo a la heladería y a la plaza. A Julia y a mí nos divertía
pasear con Rudecindo; la gente se asomaba a los balcones para verlo; después,
en la plaza, los chicos interrumpían sus juegos y nos rodeaban, absortos. Julia
prodigaba a Rudecindo las mismas delicadezas que a su muñeca preferida: lo
sentaba cuidadosamente sobre el césped, le peinaba el flequillo, le arreglaba
el cuello del traje marinero. Si bien es cierto que Rudecindo no había
adelantado mucho en sus estudios, el esfuerzo mental y la disciplina impuestos
por mi tío desarrollaron en él cualidades que yacían aletargadas en su
naturaleza. Algo, como una luz interior, empezó a despejar la informe
superficie de su cara; los párpados se alzaron, las comisuras de su boca adquirieron
movilidad; sus manos, de palmas carnosas y rosadas, una gran destreza. A veces,
mientras las personas mayores dormían la siesta, Julia y yo tomábamos algunas
revistas ilustradas e íbamos al patio donde doña Teresa trabajaba en la máquina
de coser; Rudecindo, a su lado, llenaba de números dos la hoja de un cuaderno:
"El dos es un patito", murmuraba en voz baja, recordando la lección
de tío Esteban. Julia le pedía prestadas las tijeras a doña Teresa para
recortar figuras de flores y pegarlas en un álbum. Un día, ante nuestra
sorpresa, Rudecindo tomó la tijera y recortó a la perfección un crisantemo.
Tío Esteban, que
aprovechaba cualquier oportunidad para instruirnos, nos aseguró una vez que
Rudecindo, de haber nacido entre los antiguos musulmanes, hubiera gozado de un
prestigio comparable al de un santo. Lo cierto es que Julia y yo habíamos
observado ya que Rudecindo ejercía ciertas influencias misteriosas sobre los
pájaros y otros animales. Era frecuente que los gorriones se acercaran a él y
se posaran en su cabeza; las palomas, al verlo, hinchaban el buche y daban
vueltas a su alrededor, confiadas, rumorosas. Pero el episodio más sorprendente
ocurrió una tarde cuando volvíamos de la plaza. Al pasar junto a la quinta del
alemán, los perros guardianes que mataron el gato de mi tío nos reconocieron y
empezaron a mostrar los dientes, amenazadores, detrás del alambre tejido.
Rudecindo se zafó de nosotros y echó a correr en dirección al portón. En el
acto los perros se calmaron: moviendo la cola, gemían cariñosamente, las orejas
echadas hacia atrás; luego se revolcaron en el pasto, agitando en el aire sus
patas encogidas y flojas, satisfechos y mimosos como si una mano invisible les
rascara la barriga.
Sin embargo,
Rudecindo no cambió por completo; de vez en cuando tenía raptos durante los
cuales recuperaba su aspecto oriental: entornaba los párpados, el labio
inferior le caía sobre el mentón huidizo; burbujas de saliva adornaban
nuevamente las comisuras de su boca.
Otro detalle que nos llamó la atención fue la simpatía que
mi abuela demostró por Rudecindo no bien lo conoció, hasta el punto de
regalarle uno de los caramelos de leche que guardaba debajo de la almohada.
Hacía más de veinte años que mi abuela no se levantaba de la cama, y en los
últimos tiempos hablaba y se conducía como una muchacha soltera. El médico
explicó a la familia que mi abuela, al olvidar los años que siguieron a su
casamiento, había recuperado la felicidad. Algunas malas lenguas dijeron que
era una lástima que hubiese perdido la memoria porque la anciana, dos veces
viuda y de una famosa belleza en su juventud, tendría sin duda muchas cosas
interesantes para recordar.
La perturbación
de mi abuela la llevó a evitar el trato de las personas mayores y a enfurecerse
cuando alguno de sus hijos, en un momento de descuido, la llamaba mamá. Su tema
favorito eran los noviazgos y rivalidades amorosas de hombres y mujeres, la
mayoría muertos, que había conocido a principios de siglo. En eso era distinta
de doña Celina, una de las pocas amigas de su generación, que solía visitarla
los domingos, a la salida de misa, y que no recordaba nada, absolutamente nada,
salvo el nombre de la medicina contra la arterioesclerosis, o el de la pomada
para aliviar el reumatismo. Al irse la visita, mi abuela sonreía con dulzura.
Decía: "¡Qué pena! Con ese peinado tan sin gracia y esos dientes tan feos,
Celinita nunca se casará".
A Julia y a mí
nos gustaba que mi abuela dijera que éramos novios. Yo pensaba casarme con
Julia cuando terminara mis estudios. ¿Tío Esteban, acaso, no nos había
explicado que el matrimonio entre hermanos, en las familias reales de Egipto,
estaba permitido?
Precisamente el
año en que terminé sexto grado, durante las vacaciones, mi abuela cambió de
actitud hacia Rudecindo. Estábamos en su dormitorio, hojeando viejos
ejemplares, de Caras y Caretas, cuando me llamó y me dijo en voz baja, con
la mirada fija en Rudecindo: "¿Quién es ese hombre? No lo conozco. Que se
vaya inmediatamente de mi cuarto". Divertido por esta nueva rareza de mi
abuela, al día siguiente le repetí a Julia sus palabras. "Tiene
razón", me dijo. "A mí, de sólo verlo, me da escalofríos."
Habían pasado dos
veranos desde que tío Esteban tuvo la idea de educar a Rudecindo, sin obtener
ningún éxito en su empresa, pero doña Teresa continuaba enviándolo por las
tardes a casa. "Pobrecito, conmigo se aburre", explicaba. "Pero
si molesta demasiado me lo mandan de vuelta con toda confianza." Mis tías
dijeron que Rudecindo no molestaba, que era muy juicioso, y que nosotros
deberíamos aprender de él, tan calladito, mirando durante horas la figura del
almanaque del vestíbulo (una bañista en el extremo del trampolín) o aguardando
pacientemente que asomara el cucú del reloj.
La reacción de mi
abuela hizo que yo reparara en el aspecto de Rudecindo. Contrariamente a Julia
y a mí, que crecíamos hacia arriba y teníamos las piernas largas y flacas, el
cuello frágil, la cara angosta, triangular ("Crecen como la mala
hierba", decían de nosotros, "de un año a otro ninguna ropa les queda
bien"), Rudecindo crecía a lo ancho, sin aumentar su estatura, hasta
adquirir el aspecto de un enano musculoso. Sus mejillas se cubrieron de vello;
el timbre de su voz era ronco y monótono; hacía pensar en el canto de los
sapos, o de un repollo (si los repollos tuvieran voz).
También Julia
había cambiado, aunque en otro sentido. En vez de salir conmigo prefería pasear
con sus amigas; cuchicheaban entre sí y de sus conversaciones me excluían como
a un intruso. Cuando una vez le propuse robar naranjas, me contestó que una
señorita no se trepa a las tapias, y que aquellos eran juegos para chicos de mi
edad.
—Sí —continuó
Julia—, Rudecindo es un puerco. Siempre mirando el almanaque con la mano en el
bolsillo del pantalón.
Ruborizado, sin atreverme
a levantar los ojos, balbuceé:
—No entiendo lo
que querés decir.
Luego, en mi
cuarto, lloré amargamente, culpable ante mí mismo, despreciado por Julia y por
el mundo.
Un buen día
decidió abandonar su nuevo estilo de señorita recatada para que fuéramos a
cortar naranjas de la quinta del alemán. Tuvo también la idea de llevar a
Rudecindo con nosotros: "Con él no hay peligro de que los perros se
alboroten y despierten a tío Esteban, que en castigo nos dejará el domingo sin
ir al cine". ¿Acaso Rudecindo no ejercía sobre los animales un extraño
poder, comparable al de Androcles, que acariciaba impunemente la rojiza melena
de un león ante la decepcionada muchedumbre de espectadores romanos? Yo tenía
mis dudas acerca de la eficacia de su poder porque, como decía mi tío, la
fuente de la gracia se agota con los malos pensamientos, y no eran precisamente
buenos aquellos que turbaban a Rudecindo delante del almanaque del vestíbulo.
Esa tarde fuimos
a buscarlo. Doña Teresa levantó a su hijo de la cama donde dormía la siesta.
"Ustedes son unos santos", nos dijo. "Miren
que molestarse por él, y con este calor." Llevamos a Rudecindo hasta el
portón de la quinta. Habíamos decidido que entretuviera a los perros mientras
nosotros, desde la tapia del fondo de mi casa, cortábamos naranjas con la mayor
tranquilidad. Ágil como un mono, Rudecindo trepó por el alambre tejido y de un
salto cayó del otro lado del cerco. Avanzó entre los árboles, se sentó a
esperar. Nos disponíamos a volver a casa cuando vimos a los perros que corrían
presurosos en dirección a Rudecindo. Entonces nos detuvimos a contemplar la
consabida escena, la conversión de las fieras en corderos, pero el milagro no
ocurrió. Ante nuestras miradas atónitas, los perros despedazaron a Rudecindo a
dentelladas. Luego lo arrastraron hacia el interior de la quinta.