TALLER Abelardo Castillo (Buenos Aires, 1935)
LA MADRE DE ERNESTO
En Las otras puertas,
1961
Si Ernesto se enteró de que ella había vuelto, (cómo había vuelto), nunca lo
supe, pero el caso es que poco después se fue a vivir a El Tala, y, en todo
aquel verano, sólo volvimos a verlo una o dos veces. Costaba trabajo mirarlo de
frente. Era como si la idea que Julio nos había metido en la cabeza -porque la
idea fue de él, de Julio, y era una idea extraña, turbadora: sucia- nos hiciera
sentir culpables. No es que uno fuera puritano, no. A esa edad, y en un sitio
como aquél, nadie es puritano. Pero justamente por eso, porque no lo éramos,
porque no teníamos nada de puros o piadosos y al fin de cuentas nos parecíamos
bastante a casi todo el mundo, es que la idea tenía algo que turbaba. Cierta
cosa inconfesable, cruel. Atractiva. Sobre todo, atractiva.
Fue hace mucho. Todavía estaba el Alabama,
aquella estación de servicio que habían construido a la salida de la ciudad,
sobre la ruta. El Alabama era una especie de restorán inofensivo, inofensivo de
día, al menos, pero que alrededor de medianoche se transformaba en algo así
como un rudimentario club nocturno. Dejó de ser rudimentario cuando al turco se
le ocurrió agregar unos cuartos en el primer piso y traer mujeres. Una mujer
trajo.
–¡No!
–Sí. Una mujer.
–¿De dónde la trajo?
Julio asumió esa actitud misteriosa, que
tan bien conocíamos –porque él tenía un particular virtuosismo de gestos, palabras,
inflexiones que lo hacían raramente notorio, y envidiable, como a un módico
Brummel de provincias–, y luego, en voz baja, preguntó:
–¿Por dónde anda Ernesto?
En el campo, dije yo. En los veranos
Ernesto iba a pasar emanas a El Tala, y esto venía sucediendo desde que el
padre, a de aquello que pasó con la mujer, ya no quiso regresar al pueblo. Yo
dije en el campo, y después pregunté:
–¿Qué tiene que ver Ernesto?
Julio sacó un cigarrillo. Sonreía.
–¿Saben quién es la mujer que trajo el
turco?
Aníbal y yo nos
miramos. Yo me acordaba ahora de la madre de Ernesto. Nadie habló. Se había ido
hacía cuatro años, con una de esas compañías teatrales que recorren los
pueblos: descocada, dijo esa vez mi abuela. Era una mujer linda. Morena y
amplia: yo me acordaba. Y no debía de ser muy mayor, quién sabe si tendría
cuarenta años.
–Atorranta, ¿no?
Hubo un silencio y fue entonces cuando
Julio nos clavó aquella idea entre los ojos. O, a lo mejor, ya la teníamos.
–Si no fuera la madre...
No dijo más que eso.
Quién sabe. Tal vez Ernesto se enteró, pues
durante aquel verano sólo lo vimos una o dos veces (más tarde, según dicen, el
padre vendió todo y nadie volvió a hablar de ellos), y, las pocas veces que lo
vimos, costaba trabajo mirarlo de frente.
–Culpables de qué, che. Al fin de cuentas
es una mujer de la vida, y hace tres meses que está en el Alabama. Y si
esperamos que el turco traiga otra, nos vamos a morir de viejos.
Después, él, Julio, agregaba que sólo era
necesario conseguir un auto, ir, pagar y después me cuentan, y que si no nos
animábamos a acompañarlo se buscaba alguno que no fuera tan braguetón, y Aníbal
y yo no íbamos a dejar que nos dijera eso.
–Pero es la madre.
–La madre. ¿A qué llamás madre vos?: una
chancha también pare chanchitos.
–Y se los come.
–Claro que se los come. ¿Y entonces?
–Y eso qué tiene que ver. Ernesto se crió
con nosotros.
Yo dije algo acerca de las veces que
habíamos jugado juntos; después me quedé pensando, y alguien, en voz alta,
formuló exactamente lo que yo estaba pensando. Tal vez fui yo:
–Se acuerdan cómo era.
Claro que nos acordábamos, hacía tres meses
que nos veníamos acordando. Era morena y amplia; no tenía nada de maternal.
–Y además ya fue medio pueblo. Los únicos
somos nosotros.
Nosotros: los únicos. El argumento tenía la
fuerza de una provocación, y también era una provocación que ella hubiese
vuelto. Y entonces, puercamente, todo parecía más fácil. Hoy creo –quién sabe–
que, de haberse tratado de una mujer cualquiera, acaso ni habríamos pensado
seriamente en ir. Quién sabe. Daba un poco de miedo decirlo, pero, en secreto,
ayudábamos a Julio para que nos convenciera; porque lo equívoco, lo inconfesable,
lo monstruosamente atractivo de todo eso, era, tal vez, que se trataba de la
madre de uno de nosotros.
–No digas porquerías, querés -me dijo
Aníbal.
Una semana más tarde, Julio aseguró que esa
misma noche conseguiría el automóvil. Aníbal y yo lo esperábamos en el bulevar.
–No se lo deben de haber prestado.
–A lo mejor se echó atrás.
Lo dije como con desprecio, me acuerdo
perfectamente. Sin embargo fue una especie de plegaria: a lo mejor se echó
atrás. Aníbal tenía la voz extraña, voz de indiferencia:
–No lo voy a esperar toda la noche; si
dentro de diez minutos no viene, yo me voy.
–¿Cómo será ahora?
–Quién... ¿la tipa?
Estuvo a punto de decir: la madre. Se lo
noté en la cara. Dijo la tipa. Diez minutos son largos, y entonces cuesta
trabajo olvidarse de cuando íbamos a jugar con Ernesto, y ella, la mujer morena
y amplia, nos preguntaba si queríamos quedarnos a tomar la leche. La mujer
morena. Amplia.
–Esto es una asquerosidad, che.
–Tenés miedo – dije yo.
–Miedo no; otra cosa.
Me encogí de hombros:
–Por lo general, todas éstas tienen hijos.
Madre de alguno iba a ser.
–No es lo mismo. A Ernesto lo conocemos.
Dije que eso no era lo peor. Diez minutos.
Lo peor era que ella nos conocía a nosotros, y que nos iba a mirar. Sí. No sé
por qué, pero yo estaba convencido de una cosa: cuando ella nos mirase iba a
pasar algo.
Aníbal tenía cara de asustado ahora, y diez
minutos son largos: Preguntó:
–¿Y si nos echa?
Iba a contestarle cuando se me hizo un nudo
en el estómago: por la calle principal venía el estruendo de un coche con el
escape libre.
–Es Julio –dijimos a dúo.
El auto tomó una curva prepotente. Todo en
él era prepotente: el buscahuellas, el escape. Infundía ánimos. La botella que
trajo también infundía ánimos.
–Se la robé a mi viejo.
Le brillaban los ojos. A Aníbal y a mí,
después de los primeros tragos, también nos brillaban los ojos. Tomamos por la
Calle de los Paraísos, en dirección al paso a nivel. A ella también le
brillaban los ojos cuando éramos chicos, o, quizá, ahora me parecía que se los
había visto brillar. Y se pintaba, se pintaba mucho. La boca, sobre todo.
–Fumaba, ¿te acordás?
Todos estábamos pensando lo mismo, pues
esto último no lo había dicho yo, sino Aníbal; lo que yo dije fue que sí, que
me acordaba, y agregué que por algo se empieza.
–¿Cuánto falta?
–Diez minutos.
Y los diez minutos volvieron a ser largos;
pero ahora eran largos exactamente al revés. No sé. Acaso era porque yo me
acordaba, todos nos acordábamos, de aquella tarde cuando ella estaba limpiando
el piso, y era verano, y el escote al agacharse se le separó del cuerpo, y
nosotros nos habíamos codeado.
Julio apretó el acelerador.
–Al fin de cuentas, es un castigo –tu voz,
Aníbal, no era convincente–: una venganza en nombre de Ernesto, para que no sea
atorranta.
–¡Qué castigo ni castigo!
Alguien, creo que fui yo, dijo una
obscenidad bestial. Claro que fui yo. Los tres nos reímos a carcajadas y Julio
aceleró más.
–¿Y si nos hace echar?
–¡Estás mal de la cabeza vos! ¡En cuanto se
haga la estrecha lo hablo al turco, o armo un escándalo que les cierran el
boliche por desconsideración con la clientela!
A esa hora no había mucha gente en el bar:
algún viajante y dos o tres camioneros. Del pueblo, nadie. Y, vaya a saber por
qué, esto último me hizo sentir audaz. Impune. Le guiñé el ojo a la rubiecita
que estaba detrás del mostrador; Julio, mientras tanto, hablaba con el turco.
El turco nos miró como si nos estudiara, y por la cara desafiante que puso
Aníbal me di cuenta de que él también se sentía audaz. El turco le dijo a la
rubiecita:
–Llevalos arriba.
La rubiecita subiendo los escalones: me
acuerdo de sus piernas. Y de cómo movía las caderas al subir. También me
acuerdo de que le dije una indecencia, y que la chica me contestó con otra,
cosa que (tal vez por el coñac que tomamos en el coche, o por la ginebra del mostrador
nos causó mucha gracia. Después estábamos en una sala pulcra, impersonal, casi
recogida, en la que había una mesa pequeña: la salita de espera de un dentista.
Pensé a ver si nos sacan una muela. Se lo dije a los otros:
–A ver si nos sacan una muela.
Era imposible aguantar la risa, pero
tratábamos de no hacer ruido. Las cosas se decían en voz muy baja.
–Como en misa – dijo Julio, y a todos
volvió a parecernos notablemente divertido; sin embargo, nada fue tan gracioso
como cuando Aníbal, tapándose la boca y con una especie de resoplido, agregó:
–¡Mirá si en una de ésas sale el cura de
adentro!
Me dolía el estómago y tenía la garganta
seca. De la risa, creo. Pero de pronto nos quedamos serios. El que estaba
adentro salió. Era un hombre bajo, rechoncho; tenía aspecto de cerdito. Un
cerdito satisfecho. Señalando con la cabeza hacia la habitación, hizo un gesto:
se mordió el labio y puso los ojos en blanco.
Después, mientras se oían los pasos del
hombre que bajaba, Julio pregunto:
–¿Quién pasa?
Nos miramos. Hasta ese momento no se me
había ocurrido, o no había dejado que se me ocurriese, que íbamos a estar
solos, separados –eso: separados- delante de ella. Me encogí de hombros.
–Qué sé yo. Cualquiera.
Por la puerta a medio abrir se oía el ruido
del agua saliendo de una canilla. Lavatorio. Después, un silencio y una luz que
nos dio en la cara; la puerta acababa de abrirse del todo. Ahí estaba ella. Nos
quedamos mirándola, fascinados. El deshabillé entreabierto y la tarde de aquel
verano, antes, cuando todavía era la madre de Ernesto y el vestido se le separó
del cuerpo y nos decía si queríamos quedarnos a tomar la leche. Sólo que la
mujer era rubia ahora. Rubia y amplia. Sonreía con una sonrisa profesional; una
sonrisa vagamente infame.
–¿Bueno?
Su voz, inesperada, me sobresaltó: era la
misma. Algo, sin embargo, había cambiado en ella, en la voz. La mujer volvió a
sonreír y repitió "bueno", y era como una orden; una orden
pegajosa y caliente. Tal vez fue por eso que, los tres juntos, nos pusimos de
pie. Su deshabillé, me acuerdo, era oscuro, casi traslúcido.
–Voy yo –murmuró Julio, y se adelantó,
resuelto.
Alcanzó a dar dos pasos: nada más que dos.
Porque ella entonces nos miró de lleno, y él, de golpe, se detuvo. Se detuvo
quién sabe por qué: de miedo, o de vergüenza tal vez, o de asco. Y ahí se
terminó todo. Porque ella nos miraba y yo sabía que, cuando nos mirase, iba a
pasar algo. Los tres nos habíamos quedado inmóviles, clavados en el piso; y al
vernos así, titubeantes, vaya a saber con que caras, el rostro de ella se fue
transfigurando lenta, gradualmente, hasta adquirir una expresión extraña y
terrible. Sí. Porque al principio, durante unos segundos, fue perplejidad o
incomprensión. Después no. Después pareció haber entendido oscuramente algo, y
nos miró con miedo, desgarrada, interrogante. Entonces lo dijo. Dijo si le
había pasado algo a él, a Ernesto.
Cerrándose el deshabillé lo dijo.
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