"Y recordá / la vida / no es más que estos pedazos de nosotros / compartidos con los demás"

martes, 28 de diciembre de 2021

TOMÁS FRANCISCO TAPIA La lluvia de anoche




TOMÁS FRANCISCO TAPIA
(España, 1963) 


          La lluvia de anoche fue fuerte, volaron cosas (no muchas, ni nada importante), y borró los poemas escritos con tiza blanca en el portón gris de la entrada. Una vez, hace un tiempo, nos emborrachamos, no era muy tarde, después del mediodía, tal vez. Uno de los dos llevó una botella de algo. No recuerdo si cerveza, o sidra. Cuando comenzamos aún estaba fría la botella y su contenido nos mojó, primero por dentro, luego por fuera. Volcamos (volcaste) el líquido sobre nuestros pechos, y bebimos. “¡Que hermoso!”, dijiste vos. Y ese día, no nos cansamos el uno del otro. No nos cansamos, y nos cansamos, eso sí, con esos cuerpos, que a pesar de todo, pedían un poco más, un poco más.  




Tomás F. Tapia nació en 1963 en Olula del Río, Almería, España / 
Taller solo / Foto: jmp

Los textos forman parte de estudio en ejercicios de taller.- 

domingo, 5 de diciembre de 2021

GUSTAVO ROLDÁN Hasta donde cae el sol y se apaga en el río


EL VUELO DEL SAPO 

–Lo que más me gusta es volar –dijo el sapo. 
Los pájaros dejaron de cantar. 
Las mariposas plegaron las alas y se quedaron pegadas a las flores. 
El yacaré abrió la boca como para tragar toda el agua del río. 
El coatí se quedó con una pata en el aire, a medio dar un paso. El piojo, la pulga y el bicho colorado, arriba de la cabeza del ñandú, se miraron sin decir nada. Pero abriendo muy grandes los ojos. 
El yaguareté, que estaba a punto de rugir con el rugido negro, ese que hace que deje de llover, se lo tragó y apenas fue un suspiro. El sapo dio dos saltos para el lado del río, mirando hacia donde iba bajando el sol, y dijo: 
–Y ahora mismo me voy a dar el gusto. 
–¿Está por volar? –preguntó el piojo. 
–Los gustos hay que dárselos en vida, amigo piojo. Y hacía mucho que no tenía tantas ganas de volar. 
Un pichón de pájaro carpintero se asomó desde un hueco del jacarandá: 
–Don sapo, ¿es lindo volar? Yo estoy esperando que me crezcan las plumas y tengo unas ganas que no doy más. ¿Usted me podría enseñar? 
–Va a ser un gusto para mí. Y mejor si lo hacemos juntos con tu papá, que es el mejor volador. 
–Sí, mi papá vuela muy lindo. Me gusta verlo volar. Y picotear los troncos. Cuando sea grande quiero volar como él, y como usted, don sapo. 
El piojo miraba y comenzaba a entender. 
El yacaré seguía con la boca abierta. 
El tordo y la calandria se miraron y decidieron que era hora de intervenir. 
–Don sapo –dijo el tordo–, ¿se acuerda de cuando jugamos a quién vuela más alto? 
–Ustedes me ganaron –dijo la calandria– porque me distraje cantando una hermosa canción, pero otro día podemos jugar de nuevo. 
–Cuando quiera –dijo el sapo–, jugando todos estamos contentos, y no importa quién gane. Lo importante es volar. 
–Yo también –se oyó una voz que venía llegando–, yo también quiero volar con ustedes. 
–Amigo tatú –saludó el sapo–, qué buena idea. 
–Pero no se olvide de que no me gusta volar de noche. Usted sabe que no veo bien en la oscuridad. 
–Le prometo que jamás volaremos de noche –dijo el sapo. 
La pata del coatí ya parecía tocar un tambor del ruido que hacía subiendo y bajando. 
El yacaré cerró los ojos pero siguió con la boca abierta. 
Los ojos de la pulga y el bicho colorado eran como una cueva de soledad. Cada vez entendían menos. 
El sapo sonrió aliviado. 
El tordo y la calandria le habían dado los mejores argumentos de la historia, y ahora el tatú le traía la solución final, ya que el sol se acercaba a la punta del río. 
–¿Se acuerda, amigo sapo –siguió el tatú–, cuando volábamos para provocarlo al puma y después escapar? 
–¿Así fue? Yo había pensado que el puma era el que escapaba. 
–No exageremos, van a pensar que somos unos mentirosos. 
–¡Y qué otra cosa se puede pensar! –dijo la lechuza, que había estado escuchando todo. 
–Gracias –dijo el sapo en voz baja, como para que lo escucharan solamente sus patas. Eso era lo que estaba esperando. Alguien con quien discutir y hacer pasar el tiempo.
–En todo el monte chaqueño no hay mentirosos más grandes –siguió la lechuza–. Y ustedes, bichos ignorantes, no les sigan el juego a estos dos. 
–¿Cuándo dije una mentira? –preguntó el sapo. 
–¿Quiere que hable? ¿Quiere que le diga? 
–Hable nomás –dijo el sapo, contento porque la lechuza lo estaba ayudando a salir del aprieto. 
–Mintió cuando dijo que los sapos hicieron el arco iris. Mintió cuando dijo que hicieron los mares y las montañas. Cuando dijo que la tierra era plana. Cuando dijo que los puntos cardinales eran siete. Cuando dijo que era domador de tigres. ¿Quiere más? ¿No le alcanza con esto? 
El sapo escuchaba atentamente y pensaba para qué lado convendría llevar la discusión. 
–Me sorprende su buena memoria, doña lechuza. Ni yo me acordaba de esas historias. 
–Y yo me acuerdo de otra historia, don sapo, esa de cuando usted inventó el lazo atando un montón de víboras –dijo el piojo. 
–Otra mentira más grande todavía –rezongó la lechuza–, miren si un sapo va a vencer a un montón de víboras. 
Los ojitos del piojo brillaron de picardía. 
–Pero yo lo vi. Era una tarde en que el sol quemaba la tierra y las lagartijas caminaban en puntas de pie. Yo vi todo desde la cabeza del ñandú, ahí arriba, de donde se ve más lejos. 
–Piojito, sos tan mentiroso como el sapo y nadie te va a creer. Es mejor que se vayan de este monte ya mismo. Y que no vuelvan nunca más. 
–Ahora que me acuerdo, yo sé un poema que aprendí dando la vuelta al mundo –dijo el bicho colorado–. Dice así: 

            De los bichos que vuelan 
            Me gusta el sapo 
            porque es alto y bajito 
            gordito y flaco 

–¡Qué hermoso poema! –dijo el pichón de pájaro carpintero–. Cuando sea grande yo quiero hacer poemas tan hermosos como ése. 
–Doña Lechuza –dijo la pulga–, estas acusaciones son muy graves y tenemos que darles una solución. 
–Hay que decidir si el sapo es un mentiroso o un buen contador de cuentos –propuso el yacaré. 
–Eso es muy fácil –opinó el coatí–, los que crean que el sapo es mentiroso digan sí. Los que crean que no es mentiroso digan no. Y listo. 
–Y si se decide que es un mentiroso se tiene que ir de este monte –dijo la lechuza. 
–Claro –opinó la pulga–. Si es un mentiroso se tiene que ir. 
–Aquí no queremos mentirosos –dijo el yacaré. 
–Yo mismo me encargaré de echar al que diga mentiras. O lo trago de un solo bocado –dijo el yaguareté. 
–Eso sí que no –protestó el yacaré–. Tragarlo de un solo bocado es trabajo mío. 
–Dejen que le clave los colmillos –dijo el puma, que recién llegaba–. Odio a los mentirosos. 
–Bueno –dijo la lechuza–, los que opinen que el sapo es un mentiroso, ya mismo digan "sí". En el monte se hizo un silencio como para oír el suspiro de una mariposa. 
Después se oyó un SÍ, fuerte, claro, terminante y arrasador. Un SÍ como para hacer temblar a todos los árboles del monte. 
Pero uno solo. 
La lechuza giro la cabeza para aquí y para allá. Pero el SÍ terminante y arrasador seguía siendo uno solo. El de ella. Y entonces oyó un NO del yacaré, del piojo, de la pulga, del puma, de todos los pájaros, del yaguareté y de mil animales más. 
El NO se oyó como un rugido, como una música, como un viento, como el perfume de las flores y el temblor de las alas de las mariposas. 
Era un NO salvaje que hacía mover las hojas de los árboles y formaba olas enloquecidas en el río. 
La cabeza de la lechuza seguía girando para un lado y para el otro. Había creído que esta vez iba a ganarle al sapo, y de golpe todos sus planes se escapaban como un palito por el río. Pero rápidamente se dio cuenta de que todavía tenía una oportunidad. Y no había que desperdiciarla. Ahora sí que lo tenía agarrado: el sapo había dicho que iba a volar. 
Mientras tanto, todos los animales festejaban el triunfo del sapo a los gritos. Tanto gritaron que apenas se oyó el chasquido que hizo el sol cuando se zambulló en la punta del río. Pero el tatú, que estaba atento, dijo: 
–¡Qué mala suerte! ¡Qué mala suerte! Se nos hizo de noche y ahora no podremos volar. 
–Yo tampoco quiero volar de noche –dijo el tordo–. A los tordos no nos gusta volar en la oscuridad. 
–Los cardenales tampoco volamos de noche –dijo el cardenal. 
–De noche solamente vuelan las lechuzas y los murciélagos –dijeron los pájaros. 
–Será otro día, don sapo –cantó la calandria–. Lo siento mucho, pero no fue culpa nuestra. Esa lechuza nos hizo perder tiempo con sus tonteras. ¿Usted no se ofende? 
El sapo miró a la lechuza, que seguía girando la cabeza para un lado y para el otro, sin saber qué decir. Después miró a la calandria, y dijo: 
–Siempre hay bichos que atraen la mala suerte. Pero no importa, ya que no podemos volar, ¿qué les parece si les cuento la historia de cuando viajé hasta donde cae el sol y se apaga en el río? 



En El vuelo del sapo, Ministerio de Educación, Ciencia y Tecnología Unidad de Programas Especiales Campaña Nacional de Lectura, colección: “Las Abuelas nos cuentan”, República Argentina, 2007 / Ilustraciones: Mónica Pironio / 
Gustavo Roldán (Roque Sáenz Peña, provincia de Chaco, 16 de agosto de 1935 - Buenos Aires, 3 de abril de 2012) / Fotos: jmp

Los textos forman parte de estudio en ejercicios de taller.- 

miércoles, 1 de diciembre de 2021

EUGENIO MANDRINI No somos muchos y estamos locos




AQUELLO 

    Estoy entre los que buscamos Aquello.
No somos muchos. Apenas unas almas ávidas
andando por los infiernos de esta tierra
que sin embargo va perdiendo la luz.

Estoy entre los que buscamos Aquello
que suele aparecer tras el torbellino de las visiones
o en los destellos de ciertos libros
de cólera y espuma: un lugar secreto imaginado
donde el tiempo aún no gastó sus primeros días.

Estoy entre los que buscamos Aquello.
No somos muchos y estamos locos (dicen)
porque sólo a los muertos les está dado entrar
a la dimensión de los grandes sueños,
tercamente locos (dicen) por querer saciar la sed
en la lengua de la verdad dado que ella es piedra muda.

Estoy entre los que buscamos Aquello.
A veces alguno lo augura y canta,
canta un himno todavía no escrito que habla
de hacer azul la sombra, olvido el llanto, sin trémolo
la jaula, inaudible la palabra vana,
hasta que una gota de penumbra apaga
el júbilo y los ojos.

Estoy entre los que buscamos Aquello,
que para algunos es la atracción del abismo,
para otros el único lugar bajo el sol
que ya no arde como entonces, y
para los que miran con un ojo ciego
y el otro desmesurado, la belleza que huye
y que no tiene fin.

Estoy entre los que buscamos Aquello.


En Conejos en la nieve, Ediciones Colihue, Buenos Aires, 2009
Eugenio Mandrini (Buenos Aires, 16 de diciembre de 1936 – 30 de noviembre de 2021) / Foto: jmp

Los textos forman parte de estudio en ejercicios de taller. - 


martes, 16 de noviembre de 2021

AURORA VENTURINI Mala época es la infancia



AURORA VENTURINI 
JOVITA, LA OSA

    Mala época es la infancia. De no ser por Jovita no lo mentaría.
    “Esta chica es negra como los hijos de los gitanos”, decía refiriéndose a mí la gente de la casa.
    Peinaba entonces dos trencitas delgadas que ataba con tiritas en las puntas, vestía de cualquier manera con una pollera roja, una blusa amarilla; me veo en verano, en introspección, aunque veo a veces los pedazos de hielo que rompía con el pie descalzo en el zanjón helado.
    “Miren, a la gitana negra le molestan los zapatos”.
    Oía a la gente de la casa decir entre otras cosas: “Es flaca como las cañas porque no come, rabia solamente como los hijos de los gitanos”.
    Cuando llegaban tíos de la ciudad me ocultaba bajo la cama. Especialmente cuando tía Cutícula venía con sus uñas terribles y dedicaba horas al sol en el patio arreglándose la cutícula de los dedos, los bordes o márgenes del ungulado animal raro que era. Seguía el vaivén de la limita, del alicate y el baño de acetona. Cutícula me odió particularmente.
    “Boba, ¿qué me mirás?”
    Le grito: “¡Gallina, gallina vieja del gallinero!...”.
    La gente de la casa surgía de los despeñaderos o subían desde los abismos, las garras prontas, pero yo huía ocupando mi sitio bajo el lecho de madera.
    “Salí de ahí, salvaje”.
    A mi vez yo hacía garritas y asomaba dientes de lobizona, dos hileras perfectas, cerradura de marfil peligrosa.
    Las mujeres de la casa esgrimían escobas y cepillos y los introducían en el escondrijo para obligarme a emerger a la superficie del mundo. Cuando los adminículos domésticos no asolaban mi persona, las mujeres apreciaban horrendos deterioros de escoba sin paja y cepillo enclenque. Iban a disculparse con     Cutícula que estilizaba su último dedote.
    Al azotar la canícula, ellos sesteaban y yo me dirigía al gallinero donde las aves del corral me aguardaban –puedo conversar con los animales y aún conservo ese poder–. Vivía en el gallinero la verdadera Cutícula, anciana gallina, cuyas uñas idénticas a las de mi tía valieron a ésta el mote; pero     Cutícula emplumada atesoró un corazoncito bueno como el aire matutino cuando las uvas transparentan licor.
    “Mi vida peligra; cortarán mi cuello, cocinarán mi carne en puchero y beberán caldo ámbar y gordo... ¿qué es morir? ¿Duele morir de un tajo en la garganta?”
    “No, contesté, tal vez sea peor morir a largo plazo.”
    “Niña, vos sufrís, desahogate conmigo.”
    Cutícula emplumada descendía de nobles gallináceas peninsulares de Hispania y yo lloré enseguida porque la ternura me sensibiliza.
    Me horrorizaba pensar en la carne de mi gallinita generosa nutriendo a la jamona vieja y eso espantaba más que la muerte en sí, más temprano o más tarde todos nos moriremos; qué horror la imagen imaginada de la asquerosa vieja mordiendo el muslo del animalito y bebiendo carne de oro con arroz y con queso.
    “Hagan huelga de hambre como Hansel y Gretel, y cuando la bruja ordene que le muestren el dedito carnoso palpará un hueso y pospondrá el festín”.
    No aceptaron.
    No almorzaba con la gente de la casa, pues me avergonzaron en ocasiones cuando me huía la naranja del cuchillo y el tenedor, cuando no podía comer el pavo con cubiertos, diciendo: “Miren la boba, es una salvaje inútil”.
    Con uvas, higos, manzanas y granadas satisfacía mis hambrunas, y a orillas del laguito bebía espejando mi estampa morena y fina. Las ranas verdes cantaron: “Nena morena y aguileña, puro ojos, ¿por qué tenés sucias las rodillas?”.
    “Porque me gusta caminar en cuatro patas y no me lavo a propósito para enojarlos”.
    “Te vas a morir, negra, si no comés... Mejor así no molestará, negra de los gitanos.”
    Una mañana escuché los lamentos, luego el silencio rojioscuro de coágulo, denso terciopelo carmesí: vi la cacerola ardiente, las queridas patitas de mi Cutícula tiradas en el piso de la cocina y una mariposa que se fue por el ventiluz, su alma errante.
    Devoró la maldita vieja los dos muslitos agarrándolos con sus dedotes, pintó bigotones grasos en el labio superior la muy boba; engulló la vil bruja, tragó interminables rías de caldo por su garguero, cubierto de golilla para ocultar arrugas. Sepulté las plumas y las patitas y coloqué una corona de flor de ángel en la tumba del poquito que salvé de mi amiga devorada por el dragón.
    Desde debajo de la cama oí los carromatos que avanzaban por la calle de tierra, sobre el polvo ocre del suburbio; cantos de ruedas y voces. ¡Los gitanos...! y divisé a Jovita aunque aún no sabía su nombre. Nadie en el contorno. Yo espié. Alegué a la puerta y la gitana de cuerpo territorial me llamó:     “Vente con nosotros, churumbela, tú eres de los nuestros”.
    Salté al carro de la gitana tetona donde viajaban chicas como yo, flacas y con trencitas, y chicos de rodillas sucias.
    “¿Adónde van?”
    “Ahí nomás acampamos.”
    “Qué pena...”
    La gente de la casa no tardará en encontrarme. Desembalaron en los terrenos atando lazos y sogas, desplegando carpas y tendieron colchones de sedosas plumas de pájaros viajeros, pájaros zíngaros de los aires libres; los hombres conversaron con los caballos y con los perros poniendo boca en oreja “turulú-lu-lú”, y los caballos andaban sin brida, también hablaron con los perros y con Jovita.
    En familia almorcé envolturas de hojas de parra, higos chumbos de chumberas españolas, vianda al espiedo ensartada en varilla ardiente, sin quemarme, sin que nadie dijera que era una boda inútil.
    A la noche dormí sumergida en el agujero de colchoneta, tocando los pies de otra chica negra con trencitas.
    Los grillos salmodiaban y el perfume mareante del verano veló el silvestre sueño; emergía al alba.
    Jovita, la osa, aún dormitaba cubriéndose los ojos con las manos, cuyas uñas recordaron la de mi buena Cutícula.
    Al descubrir mi presencia, se sentó pancita arriba, una pancita amarilla de dulce peluchín o plumón en el cuero de la señorona y empezamos a charlar.
    “Todavía tenés sueño, nena”.
    Me acerqué tocando el fieltro, el terciopelo, la luz cálida.
    Dormí hasta el mediodía en el colchón del vientre de Jovita, osa cancionera, que moduló mi arrorró. Al despertar, había dos soles rojos que me auscultaban y eran los ojillos amorosos de Jovita. 








En Cuentos secretos, Tusquets Editores, Buenos Aires, noviembre de 2021 (primera edición 2015) / 
Aurora Venturini (La Plata, 20 de diciembre de 1921 – 18 de noviembre de 2015) / Fotos: jmp

Los textos forman parte de estudio en ejercicios de taller. - 

miércoles, 10 de noviembre de 2021

FRANZ KAFKA Érase un buitre



EL BUITRE

Érase un buitre que me picoteaba los pies. Ya había desgarrado los zapatos y las medias y ahora me picoteaba los pies. Siempre tiraba un picotazo, volaba en círculos inquietos alrededor y luego proseguía su obra. Pasó un señor, nos miró un rato y me preguntó por qué toleraba yo al buitre.
–Estoy indefenso –le dije–, vino y empezó a picotearme, yo le quise espantar y hasta pensé retorcerle el pescuezo, pero estos animales son muy fuertes y quería saltarme a la cara. Preferí sacrificar los pies: ahora están casi hechos pedazos.
–No se deje atormentar –dijo el señor–, un tiro y el buitre se acabó.
–¿Le parece? –pregunté–, ¿quiere encargarse usted del asunto?
–Encantado –dijo el señor–; no tengo más que ir a casa a buscar el fusil, ¿puede usted esperar media hora más?
–No sé –le respondí, y por un instante me quedé rígido de dolor; después añadí–: por favor, pruebe de todos modos.
–Bueno –dijo el señor–, voy a apurarme.
El buitre había escuchado tranquilamente nuestro diálogo y había dejado errar la mirada entre el señor y yo. Ahora vi que había comprendido todo: voló un poco, retrocedió para lograr el ímpetu necesario y como un atleta que arroja la jabalina encajó el pico en mi boca, profundamente. Al caer de espaldas sentí como una liberación; que en mi sangre, que colmaba todas las profundidades y que inundaba todas las riberas, el buitre irreparablemente se ahogaba.


En El buitre, Ediciones Librería La Ciudad, Buenos Aires, 1979. Traducción: JLB. 
Franz Kafka  (Praga –hoy República Checa-, Imperio austrohúngaro, 3 de julio de 1883 - Kierling, Austria, 3 de junio de 1924). Escribe en alemán. / Foto: jmp

Los textos forman parte de estudio en ejercicios de taller.-

martes, 9 de noviembre de 2021

MARCO DENEVI La literatura



TALLER MARCO DENEVI 
(Sáenz Peña, Buenos Aires, 12 de mayo de 1922 – Buenos Aires, 12 de diciembre de 1998) 
LA LITERATURA

En la corte de Alcinoo, rey de los feacios, un aedo de nombre Demódoco canta las hazañas de los griegos de Troya.
Los jóvenes escuchan. Cuando Demódoco termina su relato, comentan en voz alta:
-Los versos, bien medidos.
-Las metáforas, brillantes y vigorosas.
-El lenguaje, adecuado a las situaciones.
-Esto, en cuanto a la forma. Analicemos ahora el fondo.
-Sobresaliente, a mi juicio, el retrato de Agamenón.
-Gracioso el episodio de Tersites.
-Inverosímil, en cambio, el ardid del caballo de madera.
-La muerte de Patroclo me hizo llorar.
-La sobrepasa en patetismo la de Héctor.
-Pues, ¿y la lamentación final de Príamo?
Entre los oyentes hay un extranjero que permanece silencioso. Nadie sabe quién es. Es Ulises.
Y Ulises piensa: "¿Qué es lo que ha cantado Demódoco? ¿A qué Troya se ha referido, a qué griegos? No he reconocido a nadie. Aquellos sudores, aquellas lágrimas, aquellos olores, aquellas voces, aquel fuego, aquel dolor, aquel miedo, ¿dónde están? Ha balbuceado una estúpida parodia. Ahora sabrán estos jóvenes lo que fue Troya".
Ulises comienza a hablar. Pero en seguida el auditorio lo interrumpe de mal talante:
-Cállate, extranjero. Y cesa de falfullar ese galimatías. Tu guerra de Troya se parece más a una riña de gallos que a una contienda entre héroes. Luego del divino canto de Demódoco, ¿pretendes tú emularlo con semejante ristra de disparates?

(Omar Denice: Apostillas a los clásicos. Madrid, 1945.)


En Falsificaciones, Corregidor, Buenos Aires, tercera edición 1977 (primera de 1966) / Foto: jmp
Marco Denevi (Sáenz Peña, Buenos Aires, 12 de mayo de 1922 – Buenos Aires, 12 de diciembre de 1998) 

Los textos forman parte de estudio en ejercicios de taller.-

sábado, 9 de octubre de 2021

SPENCER HOLST Hubo una vez un playboy millonario que se quemó la cara



OTRO IMPOSTOR 

Hubo una vez un playboy millonario que se quemó la cara en un accidente de automóvil. 
Después de lo cual se volvió un recluso, dejó de ver a todos sus amigos y vivió en su gran casa de piedra, en un vasto predio del que no salía nunca. 
Rumores extravagantes corrían sobre él, sobre el esplendor de su vida, sobre los vinos raros que bebía, y mujeres, allí había mujeres, se susurraba, y decían que tenía grandes colecciones de cosas como obras de arte y libros y tambores y dagas, y decían que mantenía peces vivos en su piscina secreta, en algún lugar bien guardado por los muros de su casa impenetrable. 
Su teatro estaba en el techo, y solía contratar elencos enteros de Broadway para que actuaran allí para él, y luminarias de la danza y el concierto iban a interpretar para él. 
Nunca hablaba con ninguna de las luminarias que iban a su casa, pero ellas solían verlo casualmente más allá de las candilejas, con una máscara negra cubriéndole la cara, lánguidamente arrellanado en su cómoda butaca, la única butaca del teatro, fumando un cigarro o, tal vez, con una bebida purpúrea. 
El millonario no hablaba con nadie. 
Su mensajero con el mundo era su mayordomo, que pagaba sus cuentas, preparaba sus diversiones y era entrevistado por la prensa, y que, de esta manera, a causa de su especial relación con el millonario, se hizo también famoso. 
Un día, un actor que se sentía muy deprimido porque no tenía trabajo, estaba sentado en la cafetería del Waldorf, leyendo un diario. 
Leyó un artículo sobre el millonario excéntrico y se dio cuenta —era casi de la misma altura y de la misma contextura que este millonario, tenía casi la misma edad— y se dio cuenta de que si él pudiese, de alguna manera, matar al millonario y ocupar su lugar, sería fácil personificar a ese hombre que no hablaba con nadie y usaba una máscara negra sobre su rostro. 
Sin embargo, tuvo miedo del mayordomo. 
De modo que estudió, en archivos de diarios y otras fuentes, los hábitos y las características del mayordomo y del millonario. 
En una noche oscura se deslizó dentro del predio y por suerte tropezó con el millonario, quien estaba observando el interior de un viejo pozo en la parte trasera de la casa. De modo que golpeó al millonario en la cabeza y lo mató.
Estaba oscuro junto al pozo. Apresuradamente se puso las ropas del millonario y la máscara negra en la cara, y arrojó el cuerpo del millonario al pozo y advirtió en ese momento que el cuerpo no produjo ningún sonido de agua. 
Así vestido, el impostor se encaminó hacia la casa y hacia una vida de comodidad y lujo. 
¡Y encontró que era jauja! 
Porque su mayordomo era: un perfecto mayordomo. 
Él nunca tenía que dar una orden. El mayordomo sabía exactamente lo que debía hacer. El mayordomo le traía su desayuno, le preparaba el baño, le procuraba mujeres, lo proveía de cigarrillos de hachisch, se ocupaba de la casa y le planeaba todas sus fabulosas diversiones. 
Su vida transcurría sin esfuerzos. 
Y después de un tiempo se dio cuenta: nadie descubriría jamás su identidad. El plan era perfecto. 
Y tenía razón. 
Nadie descubriría jamás su identidad. 
Pero la flaqueza de este hombre estaba en su vanidad. Fíjense, nunca se le ocurrió que algún otro pudiera tener la misma idea que él. Nunca se le ocurrió que el hombre al cual mató no hubiera sido el millonario, sino un impostor, como él mismo, y que en un par de meses aparecería otro impostor y lo mataría, y que en realidad durante los últimos años había habido varios impostores, cada uno con la misma flaqueza, la misma vanidad. 
No, no, nadie supo jamás nada de esto. Excepto el mayordomo, claro, pero nunca lo ha contado porque le gusta su trabajo. 





En El idioma de los gatos (Título original inglés: The language of cats, 1971. Primera edición castellana Ediciones de la Flor, 1972. Segunda edición, 1995. Traducción: Ernesto Schóo) / Fotos: jmp
Spencer Holst (EE.UU, 7 de julio de 1926 – 22 de noviembre de 2001) 

martes, 5 de octubre de 2021

TALLER PRESENCIAL EN CITY BELL Inicia en octubre


Bajo la sombra del sauce
TALLER PRESENCIAL EN CITY BELL 
Inicia en octubre



DÍAS MIÉRCOLES A LA MAÑANA 
LECTURA Y ESCRITURA CREATIVA 


DÍAS MIÉRCOLES A LA TARDE 
TALLER DE SOLO LECTURA 

Abierta la inscripción
Cupos limitados 

Todos los cuidados

lunes, 20 de septiembre de 2021

ABELARDO CASTILLO Erika de los pájaros




TALLER ABELARDO CASTILLO 
(Buenos Aires, 1935 - 2017) 
ERIKA DE LOS PÁJAROS

Me matarán; ellos no perdonan. Ya se habrán dado cuenta de que los traicioné, no sé a qué llamo traición, es cierto, porque todo empieza ahora, ahora y aquí mismo y se reduce a esto, al recuerdo de una carrera sangrienta bajo la luna, y a saber que ellos, los que no conozco, vendrán y me matarán. A tiros. Como a un perro.
Él escapó –yo escapé– durante la noche. Durante toda la noche corrió desesperadamente entre las piedras, largos pedregales sin color, y breñas. Los pies estaban hechos pedazos. Corrió durante la noche con los pies sangrantes y llegó al amanecer. Erika, porque ella entonces se llamaba Erika, lo había mirado con sus ojos hermosos y cansados. Ella tenía ahora los ojos cansados y se llamaba Erika. Siempre su mismo rostro de niña, el rostro que tanto amo, pero todo era distinto: más viejo. Terriblemente fatigado y viejo. Ella dijo:
–No te atreviste.
Pero no era un reproche: ella también sabía de antemano que yo, que él no se atrevería. Y él cayó a los pies de Erika, se abrazó al amado cuerpo de muchacha buena, a su maldito cuerpo, y había llorado.
–No pude, Erika: no soy capaz. Soy cobarde. Ella acarició sus cabellos finos, demasiado finos, como los de una mujer y dijo:
–Niño, mi pequeño niño.
Y su voz no tenía expresión, o sí. Creo que era triste, llena de una tristeza profunda e inexpresiva, como la tristeza.
–Debemos escapar, Erika: ellos vendrán, ya deben de estar en camino, vendrán con sus largos rifles y me matarán a mí, a los dos, pero también a mí, y yo no podré recordarte. A tiros. Sé que ha de ser a tiros, como a los perros, ¡perra! Debemos irnos, perra, amor mío, mujer única. Te amo.
Pero él no podía dar un paso; sus pies eran dos guiñapos dolorosos y sanguinolentos, sobre todo, dolorosos. De pronto ya no estaba junto a ella, sino en el camastro; tirado sobre el camastro y sin poder moverse, Erika, Erika.
–¡Erika!


Ella, en otro sitio, dice:
–El necesita un caballo, tiene lastimados los pies, lastimados y debe irse.
El muchacho la miró, el muchacho que tiene otro pelo distinto del mío, un pelo ondulado y fuerte, de muchacho, la miró y dijo:
–No podrás pagármelo –y sonreía, y estoy seguro de que pensaba por qué es tan blanco el cuerpo de ella, de Erika. Erika va a decir algo monstruoso. Lo dice:
–Bien sabes que puedo –dice, y ni siquiera ella se asombra del tono silbante, íntimo, de reptil silbante, que tomó de pronto su voz de diablo.
El muchacho era muy joven, apenas tendría dieciséis años, joven y fuerte y bestial, pero de pronto perdió todo su aplomo: su rostro, bello rostro moreno es moreno y el mío pálido, el del hombre que está tirado en el camastro y odia, es pálido, no como el rostro moreno del muchacho bestial que ahora se sonroja estúpidamente y parece más niño y más hermoso. Se acercó a Erika, a su vestido de verano y aire, y dijo:
–Si quisieras. Robaré un caballo, no importa si luego el patrón me mata a palos.
Erika sonrió triunfante, pero no debió sonreír, estúpida, no ve que los rasgos del muchacho se endurecen. Erika, debes sonreír triunfante, aunque los rasgos de él se endurezcan, yo te amo, son¬ríe, sonríe así, pero los rifles son tan largos. Y yo no podré recordarte luego, y este dolor y el miedo. Acércatele, antes de que sea tarde, acércatele o todo está perdido. Ella sonríe sin darse cuenta de lo que va a decir el muchacho: yo lo sé, el hombre tirado en el camastro lo sabe y, por eso, el muchacho lo dice:
–Y por qué no se lo pides al otro, al Patrón. Me quieres engañar, como siempre, luego me despreciarás como siempre. El Patrón, él te da cosas, yo te he visto abrazada con él, y ahora quieres caballo para salvar al pequeño.
Erika golpeaba impaciente el suelo con su pie, y el pequeño, el hombre de los pies deshechos, sabe lo que piensa, piensa al Patrón no más, nunca más, a esa bestia lujuriosa y puerca.
Mentiras. Ella sabe que el Patrón nunca volverá a darle nada, perra mentirosa, ni collares ni monedas amarillas, nada, nunca te dará más nada. Dijo:
–No le pido porque no, porque no quiero. El muchacho la miró, miró su vestido de aire y de verano, liviana Erika de los pájaros, y el muchacho dijo:
–Te lo llevaré a la cabaña aunque me mate a palos. Ella dijo:
–Pronto. Tiene que ser pronto.
Juntos mientras el muchacho viene, mientras ellos vienen también por las piedras, con los largos rifles y la muerte.
–¿Cómo te sientes ahora? –pregunta Erika.
–Debemos irnos –dice él–: ahora mismo.
–Después. Pronto traerán un caballo y nos iremos. Él dice:
–Erika, sabes, tengo la cabeza llena de fuego y fuego. Erika muchacha de las guirnaldas, amor, sabes, esto no es más que un sueño. ¡Ríete!, porque esto es solamente un sueño, despertaré, despertarás mañana, y los dos estaremos en la aldea, en la aldea donde hay casas de paja y amarillo tibio, muchacha mía, pequeña de andar entre las flores cantando, mañana, oye, despertarás y yo despertaré en la aldea.
–No grites –dice Erika.
Él grita, me duele la garganta de gritar, él grita y camina por el cuarto con piso de madera, duelen los pies deshechos. Grita:
–Un sueño, Erika. Una pesadilla, nada más que sombras que dan miedo, pero mañana seremos niños, casi niños, y yo volveré a encontrarte junto al estanque, en el claro donde las hojas de los ceibos son verdes y hay flores rojas, muy rojas, y entre el follaje se ve el agua azul. Erika, sabes, hubo un tiempo en el que aún no tenías catorce años y yo te amaba, catorce años cuando nos que¬damos dormidos, entre las guirnaldas y los pájaros.
Ella lo mira con sus ojos selváticos, es bella, bella como una estampa viejísima y ajada pero bella, igual a sí misma, hermosa como sólo ella puede serlo y luego dice:
–Catorce años, sí, cuando nos quedamos dormidos, amor, y yo te amaba.
–Yo iba, Erika, lo recuerdas, iba por las noches al borde del agua, y te encontraba allí, y sabía canciones. Tú no las sabías, yo sí, y te enseñaba entonces todas las cosas, y por eso mañana despertaremos en la aldea.
–Despertaremos, sí, despertaremos hace mucho.
–Ahora entiendes, verdad que entiendes, no hubo huida sobre las piedras grises, ni habrá hombres con la muerte en los rifles, buscándome por tu culpa, perra, cuerpo de diablo. Erika pequeña de los pájaros, amor, Erika, porque mañana despertaremos y seremos niños. Yo te traeré aquel libro, sabes, el libro mío, el nuestro de las estampas.
–Te ríes, me haces sonreír. Estás hermoso.
Él ríe, ambos ríen largamente. De pronto los ojos de él, mis ojos arden y él tiene miedo, siente odio mientras ella recupera una expresión casi olvidada de sentirse indefensa, y él grita:
–¡El libro! Dónde está, quiero mi libro, el libro mío de imágenes, ¡ahora mismo! No, no, ahora o después pero no tengas esa mirada de cansancio, y triste, esa mirada no, sonríe, ya no quiero el libro, yo lo buscaré, quietecita, quieta como un animalito, como la perra que eres, que serás siempre, muchacha de los ceibos, amor. Te amo.
Pero ella ha buscado en un rincón y trae el libro. Es un libro azul, yo lo recuerdo ahora, encuadernado con piel azul y perfumada. Es bello como un libro. Él ríe a carcajadas, pero acaso no ríe, porque dice:
–Nuestro libro, Erika, nuestro hermoso libro. Se han sentado en el suelo y lo hojean, como quienes acarician un libro de imágenes y ella dice:
–Mira. Mira ésta.
–Ésta, sí. Todas, tuyas y mías. Ruido de cascos.
Son ellos, pienso, ellos que vienen a matarme y me he puesto de pie, tiemblo, debemos huir y se lo digo:
–¡Es necesario huir!
Sé que ella dirá lo que dirá, que tendrá otra vez los ojos tristes y dirá:
–Mi pequeño miserable, amor.
Pero quien llega es el muchacho moreno, llega con su caballo, mi caballo de huir. No. Tal vez hay tiempo todavía, no. Pero ella tiene ahora la mirada grave y vieja y secular y maternal que él teme. Erika dirá, lo dice:
–Debo pagarle.
Él solo en el cuarto contiguo. Ya no le arde la cabeza y todo está muy claro: no despertarán mañana. Dios mío. Necesito decir Dios mío, preguntar, Dios, por qué todo, por qué yo aquí, solo. Capillas hubo. Santos de palo tallados por manos de leñadores, antes, mucho antes de esto. Esto que no sé qué es, dónde es, ni sé cómo, en qué sitio.
    Ella y el muchacho hablando. Puedo saber de qué hablan, pero no quiero, porque antes hubo despedidas al crepúsculo que no fueron así pero pudieron serlo: la muchacha, ella, que ahora se llama Erika, corría hacia el lago. Corre hacia el agua y sube a una embarcación pequeña, y tan chata, que, mientras se aleja, parece la muchacha flotar sobre el agua azul. Él la ve desde la boca del cántaro, pues el follaje siempre es así, como la boca de un cántaro verde y con flores rojas, y desde allí, se ve el lago con muchacha. Ella rema con un remo largo y fino como un remo de junco, y el agua es tan azul que da miedo.
¡La puerta! ¡Ella ha abierto la puerta! Qué quiere, por qué abre la puerta cuando yo pienso en Erika de los crepúsculos, perra Erika de ahora, amor de siempre, no abras, no.
        Ella abrió la puerta y entró en este cuarto.
–Escúchame –ha dicho su voz triste de Erika, y ha entrado con sus ojos tristes y antiguos de Erika y su cansancio–. Escúchame, no temas nada, amor pequeño, muchacho del libro azul y las canciones. No es la primera vez. No. No es la primera vez que lo hago.
Él no piensa cuando dice lo único que no debió decir. Pero ya la puerta se cerraba nuevamente. Y dijo:
–Ya lo sé –y se da cuenta de que es cierto–. Ya lo sabía.
Y ahora la espiaré. Yo voy a espiarte ahora, puerca, yo de rodillas ante la puerta, yo, mientras una Erika sin cara desprende hábilmente ropas de muchacho que tiene miedo, pero no sólo tiene miedo sino que la desea, hipócrita, y se siente, ha de sentirse superior, eso, mejor que la mujerzuela de los sapos, ramera de lagartos, único amor mío que se le entrega. El, el hombre arrodillado detrás de la puerta, puede entrar como el viento y hacerlo marchar a bofetadas, puede entrar como sólo una vez, esta vez, y únicamente él puede entrar y matar. Y el hombre de rodillas ante la puerta sabe, yo he comprendido, sé que él podría utilizar su noche irrevocable –ésta–, pavorosa pero suya, como sólo una vez en la vida, en el sueño, dónde, a todos está dado utilizarla, a mí, para justificarse o fulminar el universo con un gesto, o –como a él, ahora– para ponerse de pie y ser, de pronto, parecido al viento, hijo del viento, igual al estallido de un astro y a una tempestad tumbando, descuajando. Y entrar entonces. Matarlo a bofetadas. Pero qué más da; ella solamente paga. Sin embargo él intuye, yo conozco lo que ocurrirá, nadie puede evitarlo desde que llegó corriendo con los pies deshechos de correr entre las piedras, sabe que ella, de pronto, tendrá un rostro extraño, un rostro feliz que no será el cansado rostro de Erika, puerca, te entregas de verdad, no pagas, víbora de pantano, me engañas, amor, no ves que me engañas a mí, que te amo, a mí, grandísima perra, que me quedo solo amándote como en el tiempo de las aldeas y el crepúsculo.
Es necesario esconder la cara entre las manos.


Erika y él, nuevamente solos. El muchacho se ha ido. Erika, sin moverse del camastro, espera que él llegue a su lado, él, que tiene los pies hechos pedazos. Qué triste estás, muchacha.
Ella dice:
–Tu caballo está afuera. Puedes irte.
Él la mira, pero ella no lo mira. El caballo está afuera, el caballo que dejó el muchacho moreno. Por la ventana de la cabaña se ve el desierto de las piedras, no se ve la aldea. El, arrastrando los pies, sus guiñapos, llega y se sienta al borde del camastro.
–No –dice ella–. Afuera hay un caballo. Debes irte. Qué triste estás, muchacha, amor.
–Erika –dice él–. Erika de los pájaros.
–No. Afuera hay un caballo.
Él tiende una mano hacia la mujer, hacia su frente, y dice:
–Debo matarte, Erika.
Ella asiente con los ojos cerrados.
–Debo matarte porque mañana no despertaremos en la aldea, y no podré enseñarte mis canciones, ni te irás por el agua. Ayúdame, Erika, porque debo matarte.
Erika tomando las manos del hombre las abrió sobre su garganta donde las manos se quedaron quietas, y ella dijo:
–Lo he dado todo, sabes.
–Todo, qué es todo. Ayúdame.
–Todas las cosas.
–Es necesario que te odie, Erika.
Lejos se pueden escuchar ladridos. Ladridos que vienen por las piedras. Ellos, los hombres de los largos rifles, vienen con sus perros ladradores. Vendrán, abrirán la puerta y nos matarán.
–Debes irte, amor. El caballo es veloz y ellos están fatiga¬dos, no podrán encontrarte.
–Voy a matarte ahora, Erika.
–Sí.
–Ayúdame.
Ella no lo mira, tiene los ojos cerrados. Ella dice:
–Voy a ayudarte, pequeño cobarde, sucio bicho de los albañales, sabandija de los rincones, también le he dado nuestro libro, tu hermoso libro azul de imágenes, el libro que me enseñabas a mirar junto al estanque de la aldea, todo, también tu bello libro de piel perfumada, todo, infame rata, pequeña rata temerosa de los sótanos, el muchacho moreno se llevó tus estampas y te amo.
–Gracias, Erika.
Y él apretó, y ella mientras tanto sonreía. Las manos de él se juntaron una con otra al apretar su garganta y ella sonreía. Ella, Erika de los pájaros.
Luego, él levantó el cuerpo de Erika. Y salió de la cabaña en dirección a las piedras, a los largos rifles, a los perros.





En Las otras puertas, primera edición diciembre de 1961; tercera edición G. Dávalos y D. C. Hernández, editores, marzo 1964 / Foto: jmp

Los textos forman parte de estudio en ejercicios de taller.-

jueves, 16 de septiembre de 2021

RAYMOND CARVER No pido nada



TALLER RAYMOND CARVER
(EE.UU, 25 de mayo de 1938 – 2 de agosto de 1988) 

QUÉ PUEDO HACER

     Lo único que quiero hoy es echar una ojeada a esos pájaros
de fuera de mi ventana. El teléfono está descolgado 
de modo que los que me quieren no pueden dar conmigo 
y echarme el brazo por encima del hombro.
Ya les he dicho que el grifo se ha secado.
No quisieron oírlo. Siguen tratando de que las cosas 
continúen igual. En este momento no puedo soportar enterarme 
de que al coche se le ha roto otro intermitente. 
O que el remolque que creía haber pagado hace tiempo, 
ahora lo reclaman por falta de pago. O el hijo en Italia, 
que amenaza con quitarse la vida allí 
a no ser que yo le siga pagando sus gastos. Mi madre quiere 
hablar conmigo también. Quiere volverme a recordar todo 
lo que le debo. Toda la leche que tomé, 
mientras me acunaba en sus brazos
Necesita que le pague esta nueva mudanza suya. 
Le gustaría ir a Sacramento por vigésima vez. 
La suerte, toda, se ha ido al sur. Lo único que pido es 
que se me deje estar sentado un poco más. 
Cuidándome la mordedura que el perro 
me dio la otra noche. 
Y observando esos pájaros. No pido nada 
excepto tiempo soleado. Dentro de un minuto 
tendré que colgar el teléfono y tratar de separar 
lo cierto de lo falso. Hasta entonces 
una docena de pajaritos, no mayores que tazas de té, 
están posados en las ramas del otro lado de la ventana. 
De pronto dejan de cantar y vuelven la cabeza.
Está claro que notan algo.
Se echan a volar.





En Bajo una luz marina, traducción de Mariano Antolín Rato (no bilingüe), Colección Visor de Poesía, 1996 / Foto: jmp

Los textos forman parte de estudio en ejercicios de taller.-

viernes, 27 de agosto de 2021

ESTELA FIGUEROA En el hueco que hay entre mis pechos



TALLER ESTELA FIGUEROA

 

 

“Árbol eres, musgo eres, eres violetas arrasadas”

E. Pound

 

 

En el hueco que hay entre mis pechos

puse un puñado de tierra.

 

En la tierra hundí

la raíz de una enredadera.

La enredadera empezó a crecer.

 

Yo

desnuda en el patio de mi casa

me apoyé en un árbol.

 

En poco tiempo estuve cubierta

por hojas frescas y verdes.

 

En poco tiempo la enredadera

pasó a envolver el árbol.

 

Yo pasé a ser el árbol.

Cuando llueve tomo agua

cuando hay viento tomo aire.

 

Como nadie me ve

nadie más me hará daño.

 

 

 

En Atlas de la Poesía Argentina, Edulp, 2017 / De Profesión: sus labores, 2016 / Fotos: jmp

Estela Figueroa (Santa Fe, 12 de agosto de 1946) /

 

Los textos forman parte de estudio en ejercicios de taller. -

lunes, 9 de agosto de 2021

CIRCE MAIA Invitación


TALLER CIRCE MAIA

INVITACIÓN

 

Me gustaría

que me oyeras la voz y yo pudiera

oír la tuya.

 

Sí, sí, hablo contigo

mirada silenciosa

que recorre estas líneas.

 

Y repruebas, tal vez, este imposible

deseo de salirse del papel y la tinta.

¿Qué nos diríamos?

 

No sé, pero siempre mejor

que el conversar a solas

dando vuelta a las frases, a sonidos,

(el poner y el sacar paréntesis y al rato

colocarlos de nuevo).

 

Si tu voz irrumpiera

y quebrara esta misma

línea... ¡Adelante!

Ya te esperaba. Pasa.

Vamos al fondo. Hay algunos frutales.

Ya verás. Entra.

 

 

En Breve sol, Ediciones de la Banda Oriental, Montevideo, 2001/ Fotos: jmp

Circe Maia (Montevideo, Uruguay, 29 de junio de 1932). Vive en Tacuarembó

 

Los textos forman parte de estudio en ejercicios de taller.-

miércoles, 23 de junio de 2021

JUAN FORN sobre MARCEL SCHWOB

TALLER JUAN FORN

Sobre MARCEL SCHWOB

EN CUALQUIER OTRO PAÍS DEL MUNDO

 

         En cualquier otro país del mundo está agotado, es una rareza o nunca se tradujo directamente. Acá, en cambio, no hay librería ni biblioteca que no tenga un ejemplar de las Vidas imaginarias de Marcel Schwob. Yo me lo he topado en los estantes más insospechados: en casas de veraneo, con las páginas pegadas de humedad, en la sala de espera de un dentista, en escuelas, en bibliotecas de lectores grosos y de lectores cualunques, y en casi todas las librerías de saldo y puestos callejeros de libros que curioseé en mi vida. La culpa es de Borges, obvio. A tal punto nos lo naturalizó en nuestro ADN de lectores que a veces parece que los ejemplares de Vidas imaginarias que hay en tantas casas argentinas están ahí como si fueran un libro de Borges, no de Schwob. Algo similar pasa con el Bartleby de Melville: en nuestra biblioteca mental lo tenemos más cerca de Kafka que de Moby Dick, pero la diferencia es que Melville es para todos nosotros mucho más autor de Moby Dick que de Bartleby; en cambio, Schwob es Vidas imaginarias por encima de cualquier otro de los libros que escribió. Toda su obra está contenida ahí, tal como todo Borges está en esencia en Historia Universal de la Infamia: la picardía para hacer uso de la erudición, el asombro contenido por el lenguaje preciso, las perlas dejadas caer como al pasar, la idea hermosa de que todo está en los libros y que la literatura “se escribe leyendo”.

         Se han escrito infinidad de libros parecidos al de Schwob, antes y especialmente después de que él publicara Vidas imaginarias, pero gracias a Borges, acá en Argentina sabemos que ninguno se le acerca siquiera, y por eso lo tenemos en nuestras casas: porque tener ese libro es como tener en casa toda la literatura, todo lo que hace mágica la literatura. “El verdadero lector hace casi tanto como el autor, sólo que él construye entre líneas. Aquel que no sabe leer en el blanco de la página no será jamás un buen lector”, dijo Schwob. Por su biógrafo y sus amigos sabemos que Schwob no podía leer como leían los demás: “Desconfiaba de lo que entraba por la puerta, fuese el diario de la mañana o la herencia de los siglos. Veía que la literatura albergaba otra literatura y que, debajo de la historia oficial, había otra historia, igualmente fascinante, turbadora y enriquecedora”. Y, cuando escribía, conseguía que sus lectores hicieran lo mismo, que lo leyeran así. La literatura se escribe leyendo. Lo imaginario se aloja entre el libro y la lámpara. Para soñar no hay que cerrar los ojos, hay que leer.

         Todos sus amigos iban a visitarlo por eso. Jules Renard resume así lo que le pasaba también a Mallarmé, a Valéry, a Anatole France, a Colette, a Alfred Jarry, cuando caían a cualquier hora en aquel departamentito de la Rue de l’Université que parecía un armario incrustado entre dos pisos, con una mesa y una silla minúsculas desde donde él conversaba mientras sus visitas bajaban al piso los libros sobre la cama para tener dónde sentarse: “Ayer con Schwob hasta las dos de la mañana. Me pareció como si tomara entre sus dedos finos mi cerebro y lo diera vuelta, exponiéndomelo a la luz”. Su esposa, la actriz Marguerite Moreno, dijo: “Tenía una inteligencia como los ojos de los insectos, veía en diversos planos, geométricamente, era espeluznante a veces”. Lo espeluznante era que Schwob parpadeaba muy levemente pero todo el tiempo al hablar, “como labios que rezaran”: sus palabras parecían venir de sus ojos, no de su boca. Según lo retrataron sus amigos, tenía rostro de benedictino, dentadura perfecta, ascendencia semita, odio a los espejos y vergüenza de tener un cuerpo. Tenía, además, menos de veintisiete años cuando recibía estas visitas que decían después: “Leyendo a quienes él ama se puede ser un lector feliz”.

         Schwob venía de una familia de rabinos de Nantes. A los tres años aprendió solo alemán, escuchando a los soldados que ocuparon su casa durante la Guerra Franco-Prusiana. A los ocho escribía cartas a Poe y a Julio Verne. A los doce lo mandaron a estudiar a París. Se alojó en la Biblioteca Mazarino, que era un palacio, porque su tío, el orientalista Léon Cahun, era el bibliotecario. El tío Léon le enseñó la Antigüedad y también le enseñó a mirar la calle por las ventanas del palacio. Schwob se enamoró de los libros y de una prostituta adolescente y tuberculosa del Marais a quien le cosía muñecas, le hacía café, le convidaba cigarrillos y le conversaba con voz de niño, y cuando los médicos que llevaba a verla no pudieron salvarla, se encerró a quemar todas esas muñecas, y cuando salió había perdido todo el pelo y también había escrito un libro entero para la difunta, donde la bautizó Monelle y le inventó un puñado de hermanas para abarcar todas las facetas de su perverso encanto, y sentenció al final: “No abraces a los muertos. No lleves en ti el cementerio. Los muertos ahogan a los vivos”.

         Colette le presentó a la actriz Marguerite Moreno para rescatarlo. La Moreno hacía la Fedra de Racine en el escenario pero en privado recitaba Baudelaire como nadie. Schwob se enamoró de su voz, se casó con ella e incluso aceptó mudarse a una casa luminosa en la Ile de St-Louis, pero a los tres meses le empezaron “los dolores”. Así llamaba a la enfermedad misteriosa, supuestamente un cáncer de recto, que fue su calvario desde entonces. El matrimonio era blanco: la Moreno se iba de gira y Schwob cerraba todos los postigos y se ponía en brazos de la morfina pero ni así podía escribir, así que decidió partir a Samoa, a ver la tumba de Stevenson, que era su amigo y a quien había traducido al francés. La mitad del viaje lo hizo en camilla y nunca llegó hasta la colina donde estaba la tumba de su amigo, pero en cambio aprendió diligentemente el samoano y en dos días podía hablarlo. Lo llamaban Tulapala, que significa “habla con historias”, y el propio rey Mataafa lo inició en una tisana vegetal más efectiva que la morfina. “Si no tuviese que escribir el libro que tengo que escribir, viviría con ellos”, le escribió a la Moreno en una carta que no despachó sino que guardó en su bolsillo (“para que sepas, mi querida, si me pasa algo, que mi último pensamiento ha sido para ti”).

         El libro que quería escribir era sobre los coquillards y su rey, el poeta pillo François Villon. La teoría de Marcel era que no existía una línea que separase lo que está debajo de lo que está arriba: “A la gente de mundo le gusta recoger las formas y términos nuevos que crea la calle. La unificación de Europa como continente, la idea de cultura tal como la conocemos, la iniciaron esos vagabundos que iban de pueblo en pueblo contagiando lenguaje y estilo sin saberlo: clérigos, estudiantes, trovadores, bandidos, desertores, mendigos”. En sus últimos años, Schwob dio en la Sorbonne un seminario sobre el tema que no terminaba nunca y que tenía poquísimos pero fervorosos alumnos. Uno de ellos fue Pierre Champion, su único biógrafo hasta hoy, que en su libro de 1927 escribió que Schwob murió un domingo de febrero a los treinta y siete años, que nadie pudo cerrarle los párpados y por eso lo velaron así, y como sus ojos seguían abiertos al partir al cementerio, cubrieron con velos negros los faroles del coche que lo condujo hasta allá.

 

 

 

Marcel Schwob (Francia, 1867-1905), Vidas imaginarias

Juan Forn (Buenos Aires, 5 de noviembre de 1959 –

Mar de las Pampas, 20 de junio de 2021) / Fotos: jmp

 

  

Los textos forman parte de estudio en ejercicios de taller.-

miércoles, 5 de mayo de 2021

PAUL CELAN La cabaña

Todtnauberg (cerca de Friburgo, Selva Negra alemana)
Fotografía de: Paco Mesa y Lola Marazuela



TODTNAUBERG

 

Árnica, alegría de los ojos, el

trago del pozo con el

dado de estrellas encima,

 

en La

Cabaña

 

escrita

en el libro

-¿qué nombres anotó

antes del mío?-

en este libro

la línea de

una esperanza, hoy,

en una palabra que adviene

de alguien que piensa,

en el corazón,

 

brañas del bosque, sin allanar,

satirión y satirión, en solitario,

crudeza, más tarde, de camino,

evidente,

 

el que nos conduce, el hombre,

que lo oye también,

 

las sendas

de garrotes a medio

pisar, en la turbera alta,

 

mojado

mucho.

 

Una caminata por la Selva Negra hasta la cabaña de escritura del filósofo
alemán Martin Heidegger; vista desde el valle alto hacia el pueblo de
Todtnauberg

 

Traducción de José Luis Reina Palazón, en Obras completas, Editorial Trotta, 2002

Paul Celan (Csernowitz, Rumanía, 23 de noviembre de 1920 - París, Francia, 20 de abril de 1970) / Fotos: El blog de CEE

 

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