EL IDIOMA DE LOS ARGENTINOS
El señor Monner Sans, en una entrevista
concedida a un repórter de El Mercurio,
de Chile, nos alacranea de la siguiente forma:
“En
mi patria se nota una curiosa evolución. Allí, hoy nadie defiende a la
Academia ni a su gramática. El idioma, en la Argentina, atraviesa por momentos
críticos… La moda del `gauchesco` pasó; pero ahora se cierne otra amenaza,
está en formación el lunfardo’, léxico de origen espurio, que se ha
introducido en muchas capas sociales pero que sólo ha encontrado cultivadores
en los barrios excéntricos de la capital argentina. Felizmente, se realiza una
eficaz obra depuradora, en la que se hallan empeñados altos valores
intelectuales argentinos”.
¿Quiere usted dejarse de macanear? ¡Cómo
son ustedes los gramáticos! Cuando yo he llegado al final de su reportaje, es
decir, a esa frasecita: “Felizmente se realiza una obra depuradora en la que
se hallan empeñados altos valores intelectuales argentinos”, me he echado a
reír de buenísima gana, porque me acordé que a esos “valores” ni la familia
los lee, tan aburridores son.
¿Quiere que le diga otra cosa? Tenemos un
escritor aquí -no recuerdo el nombre- que escribe en purísimo castellano y para
decir que un señor se comió un sandwich, operación sencilla, agradable y
nutritiva, tuvo que emplear todas estas palabras: “y llevó a su boca un
emparedado de jamón”. No me haga reír, ¿quiere? Esos valores, a los que usted
se refiere, insisto: no los lee ni la familia. Son señores de cuello palomita,
voz gruesa, que esgrimen la gramática como un bastón, y su erudición como un
escudo contra las bellezas que adornan la tierra. Señores que escriben libros
de texto, que los alumnos se apresuran a olvidar en cuanto dejaron las aulas,
en las que se les obliga a exprimirse los sesos estudiando la diferencia que
hay entre un tiempo perfecto y otro pluscuamperfecto. Estos caballeros forman
una colección pavorosa de “engrupidos” -¿me permite la palabreja?- que cuando
se dejan retratar, para aparecer en un diario, tienen el buen cuidado de
colocarse al lado de una pila de libros, para que se compruebe de visu que los
libros que escribieron suman una altura mayor de la que miden sus cuerpos.
Querido señor Monner Sans: La gramática se
parece mucho al boxeo. Yo se lo explicaré:
Cuando un señor sin
condiciones estudia boxeo, lo único que hace es repetir los golpes que le
enseña el profesor. Cuando otro señor estudia boxeo, y tiene condiciones y hace
una pelea magnífica, los críticos del pugilismo exclaman: “¡Este hombre saca
golpes de `todos los ángulos’!” Es decir, que, como es inteligente, se le
escapa por una tangente a la escolástica gramatical del boxeo. De más está
decir que éste que se escapa de la gramática del boxeo, con sus golpes de
“todos los ángulos”, le rompe el alma al otro, y de allí que ya haga camino esa
frase nuestra de “boxeo europeo o de salón”, es decir, un boxeo que sirve
perfectamente para exhibiciones, pero para pelear no sirve absolutamente nada,
al menos frente a nuestros muchachos antigramaticalmente boxeadores.
Con los pueblos y el idioma, señor Monner
Sans, ocurre lo mismo. Los pueblos bestias se perpetúan en su idioma, como que,
no teniendo ideas nuevas que expresar, no necesitan palabras nuevas o giros extraños;
pero, en cambio, los pueblos que, como el nuestro, están en una continua
evolución, sacan palabras de todos los ángulos, palabras que indignan a los
profesores, como lo indigna a un profesor de boxeo europeo el hecho
inconcebible de que un muchacho que boxea mal le rompa el alma a un alumno suyo
que, técnicamente, es un perfecto pugilista. Eso sí; a mí me parece lógico que
ustedes protesten. Tienen derecho a ello, ya que nadie les lleva el apunte, ya
que ustedes tienen el tan poco discernimiento pedagógico de no darse cuenta de
que, en el país donde viven, no pueden obligarnos a decir o escribir: “llevó a
su boca un emparedado de jamón”, en vez de decir: “se comió un sandwich”. Yo me
jugaría la cabeza que usted, en su vida cotidiana, no dice: “llevó a su boca un
emparedado de jamón”, sino que, como todos diría: “se comió un sandwich”. De
más está decir que todos sabemos que un sandwich se come con la boca, a menos
que el autor de la frase haya descubierto que también se come con
las orejas.
Un pueblo impone su arte, su industria, su
comercio y su idioma por prepotencia. Nada más. Usted ve lo que pasa con
Estados Unidos. Nos mandan sus artículos con leyendas en inglés, y muchos
términos ingleses nos son familiares. En el Brasil, muchos términos argentinos
(lunfardos) son populares. ¿Por qué? Por prepotencia. Por superioridad.
Last Reason, Félix Lima, Fray Mocho y
otros, han influido mucho más sobre nuestro idioma, que todos los macaneos
filológicos y gramaticales de un señor Cejador y Frauca, Benot y toda la
pandilla polvorienta y malhumorada de ratones de biblioteca, que lo único que
hacen es revolver archivos y escribir memorias, que ni ustedes mismos,
gramáticos insignes, se molestan en leer, porque tan aburridas son.
Este fenómeno nos demuestra hasta la
saciedad lo absurdo que es pretender enchalecar en una gramática canónica, las
ideas siempre cambiantes y nuevas de los pueblos. Cuando un malandrín que le
va a dar una puñalada en el pecho a un consocio, le dice: “te voy a dar un
puntazo en la persiana”, es mucho más elocuente que si dijera: “voy a ubicar
mi daga en su esternón”. Cuando un maleante exclama, al ver entrar a una
pandilla de pesquisas: “¡los relojié de abanico!”, es mucho más gráfico que si
dijera: “al socaire examiné a los corchetes”.
Señor Monner Sans: Si le hiciéramos caso a
la gramática, tendrían que haberla respetado nuestros tatarabuelos, y en
progresión retrogresiva, llegaríamos a la conclusión que, de haber respetado
al idioma aquellos antepasados, nosotros, hombres de la radio y la
ametralladora, hablaríamos todavía el idioma de las cavernas. Su
modesto servidor.
Q.B.S.M.
Roberto Arlt (1940-1942).
"El idioma de los argentinos", El
Mundo, 17 de enero de 1930.
De “Aguafuertes porteñas”.
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