TALLER
Samanta Schweblin (Buenos Aires, 1978)
Perdiendo velocidad
de Pájaros en la boca
Tego se hizo unos huevos revueltos, pero
cuando finalmente se sentó a la mesa y miró el plato, descubrió que era incapaz
de comérselos.
—¿Qué pasa? —le pregunté.
Tardó en sacar la vista de los huevos.
—Estoy preocupado —dijo—, creo que estoy
perdiendo velocidad.
Movió el brazo a un lado y al otro, de una forma
lenta y exasperante, supongo que a propósito, y se quedó mirándome, como
esperando mi veredicto.
—No tengo la menor idea de qué estás hablando
—dije—, todavía estoy demasiado dormido.
—¿No viste lo que tardo en atender el teléfono?
En atender la puerta, en tomar un vaso de agua, en cepillarme los dientes… Es
un calvario.
Hubo un tiempo en que Tego volaba a cuarenta
kilómetros por hora. El circo era el cielo; yo arrastraba el cañón hasta el
centro de la pista. Las luces ocultaban al público, pero escuchábamos el clamor.
Las cortinas aterciopeladas se abrían y Tego aparecía con su casco plateado.
Levantaba los brazos para recibir los aplausos. Su traje rojo brillaba sobre la
arena. Yo me encargaba de la pólvora mientras él trepaba y metía su cuerpo
delgado en el cañón. Los tambores de la orquesta pedían silencio y todo quedaba
en mis manos. Lo único que se escuchaba entonces eran los paquetes de pochoclo
y alguna tos nerviosa. Sacaba de mis bolsillos los fósforos. Los llevaba en una
caja de plata, que todavía conservo. Una caja pequeña pero tan brillante que
podía verse desde el último escalón de las gradas. La abría, sacaba un fósforo
y lo apoyaba en la lija de la base de la caja. En ese momento todas las miradas
estaban en mí. Con un movimiento rápido surgía el fuego. Encendía la soga. El
sonido de las chispas se expandía hacia todos lados. Yo daba algunos pasos
actorales hacia atrás, dando a entender que algo terrible pasaría —el público
atento a la mecha que se consumía—, y de pronto: Bum. Y Tego, una flecha roja y
brillante, salía disparado a toda velocidad.
Tego hizo a un lado los huevos y se levantó con
esfuerzo de la silla. Estaba gordo, y estaba viejo. Respiraba con un ronquido
pesado, porque la columna le apretaba no sé qué cosa de los pulmones, y se movía
por la cocina usando las sillas y la mesada para ayudarse, parando a cada rato
para pensar, o para descansar. A veces simplemente suspiraba y seguía. Caminó
en silencio hasta el umbral de la cocina, y se detuvo.
—Yo sí creo que estoy perdiendo velocidad —dijo.
Miró los huevos.
—Creo que me estoy por morir.
Arrimé el plato a mi lado de la mesa, nomás para
hacerlo rabiar.
—Eso pasa cuando uno deja de hacer bien lo que
uno mejor sabe hacer —dijo—. Eso estuve pensando, que uno se muere.
Probé los huevos pero ya estaban fríos. Fue la
última conversación que tuvimos, después de eso dio tres pasos torpes hacia el
living, y cayó muerto en el piso.
Una
periodista de un diario local viene a entrevistarme unos días después. Le firmo
una fotografía para la nota, en la que estamos con Tego junto al cañón, él con
el casco y su traje rojo, yo de azul, con la caja de fósforos en la mano. La
chica queda encantada. Quiere saber más sobre Tego, me pregunta si hay algo
especial que yo quiera decir sobre su muerte, pero ya no tengo ganas de seguir
hablando de eso, y no se me ocurre nada. Como no se va, le ofrezco algo de
tomar.
—¿Café? —pregunto.
—¡Claro! —dice ella. Parece estar dispuesta a
escucharme una eternidad. Pero raspo un fósforo contra mi caja de plata, para
encender el fuego, varias veces, y nada sucede.
Los textos forman parte de
estudio en ejercicios de taller.-
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