TALLER HAROLDO
CONTI
(Chacabuco,
25 de mayo de 1925 -
secuestrado y desaparecido en Buenos Aires el 5 de mayo de
1976)
LA BALADA DEL ÁLAMO CAROLINA
A mi madre, doña Petrolina Lombardi de Conti,
y a la ciudad de Chacabuco, mi pueblo.
Ciruelo de mi puerta, si no volviese yo,
la primavera siempre volverá.
Tú, florece.
Anónimo japonés
Uno piensa que los días de un árbol son
todos iguales. Sobre todo si es un árbol viejo. No. Un día de un viejo árbol es
un día del mundo.
Este álamo Carolina nació aquí mismo,
exactamente, aunque el álamo Carolina, por lo que se sabe, viene mediante
estaca y éste creció solo, asomó un día sobre esta tierra entre los pastos
duros que la cubren como una pelambre, un pastito más, un miserable pastito
expuesto a los vientos y al sol y a los bichos. Y él creyó, por un tiempo, que
no iba a ser más que eso hasta que un día notó que sobrepasaba los pastos y
cuando el sol vino más fuerte y templó la tierra se hinchó por dentro y se puso
rígido y sentía una gran atracción por las alturas, por trepar en dirección al
cielo, y hasta sintió que había dentro de él como un camino, aunque todavía no
supiese lo que era eso, lo supo recién al año siguiente cuando los pastos
quedaron todavía más abajo y detrás de los pastos vio un alambrado y detrás del
alambrado vio el camino, que es una especie de árbol recostado sobre la tierra
con una rama aquí y otra allá, igual de secas y rugosas en el invierno y que
florecen en las puntas para el verano, pues todas rematan en un mechoncito de árboles
verdaderos. Por ahí andan los hombres y el loco viento empujando nubes de
polvo. También ya sabía para entonces lo que era una rama porque, después de
las lluvias de agosto, sintió que su cuerpo se hinchaba en efecto aquí y allá y
una parte de él se quedó ahí, no siguió más arriba, torció a un lado y creció
sobre la tierra de costado igual que el camino.
Ahora es un viejo álamo Carolina porque
han pasado doce veranos, por lo menos, si no lleva mal la cuenta. Ahora crece
más despacio, casi no crece. En primavera echa las hojas en el mismo sitio que
estuvieron el otro verano y por arriba brotan unas crestitas de un verde más
encarnado que al caer el sol se encienden como por dentro, pero él ahora no
pretende más que eso, esa dulce luz del verano que lo recubre como un velo. Y
dentro de esa luz está él, el viejo álamo, todo recuerdo. De alguna manera ya
estaba así hace doce veranos cuando asomó sobre la tierra y crecer no fue nada
más que como pensarse. Sólo que ahora recuerda todo eso, se piensa para atrás,
y no nace otro árbol. En eso consiste la vejez. Verde memoria.
Ahora es el comienzo del verano justamente
y acaba de revestirse otra vez con todas sus hojas, de manera que como recién
están echando el verde más fuerte (son como pequeños árboles cada una) por la
tarde, cuando el sol declina y se mete entre las ramas el álamo se enciende
como una lámpara verde, y entonces llegan los pájaros que se remueven
bulliciosamente entre las hojas buscando dónde pasar la noche y es el momento
en que el viejo álamo Carolina recuerda. A propósito de la noche, los pájaros y
el verano. Recuerda, por ejemplo, a propósito de los pájaros, el primero de
ellos que se posó sobre la primera rama, que ha quedado allá abajo pero
entonces era el punto más alto, ya casi no da hojas y es tan gruesa como un
pequeño árbol. En aquel tiempo era su parte más viva y sintió el pájaro sobre
su piel, un agitado montoncito de plumas. Descansó un rato y luego reemprendió
el vuelo. Recién dos veranos después, cuando divisó la primera casa de un
hombre y detrás de ella la relampagueante línea del ferrocarril, una montera
armó un nido en la horqueta de la última rama. Cortó y anudó ramitas
pacientemente y así el álamo se convirtió en una casa, supo lo que era ser una
casa, el alma que tiene una casa, como antes supo del camino y del alma del
camino, ese ancho árbol florecido de sueños. El nido se columpiaba al extremo
de la rama y él, aunque gustaba del loco viento de la tarde, procuraba no agitarse
mucho por ese lado, le dio todo el cobijo que pudo, echó para allí más hojas
que otras veces.
Al final del verano los pichones saltaron
del nido y los sintió desplazarse temblorosos sobre la rama con sus delgadas
patitas, tomar impulso una y otra vez y por fin lanzarse y caer en el aire como
una hoja. Un árbol en verano es casi un pájaro. Se recubre de crocantes plumas
que agita con el viento y sube, con sólo desearlo, desde el fondo de la tierra
hasta la punta más alta, salta de una rama a otra todo pajarito, ave de madera
en su verde jaula de fronda.
Ese verano fue el mismo del ferrocarril.
Antes viene la casa. No vio la casa por completo, ni siquiera cuando, años
después, trepó mucho más alto, sino lo que ve ahora mismo desde el brote más
empinado, un techo de chapas que se inflama con el sol y una chimenea blanca
que al atardecer lanza un penacho de humo. A veces el viento trae algunas
voces. Con todo él ha llegado hasta la casa en alguna forma, a través de las
hojas de otoño que arrastra el viento. Con sus viejos ojos amarillos ha visto
la casa aun por dentro, ha visto al hombre, flaco y duro con la piel
resquebrajada como la corteza de las primeras ramas, la mujer que huele a humo
de madera, un par de chicos silenciosos con el pelo alborotado como los
plumones de un pichón de montera. Con sus viejas manos amarillas ha golpeado la
puerta de tablas quebradas, ha acariciado las descascaradas paredes de adobe
encalado, y mano y ojo y amarillas alas de otoño ha corrido delante de la
escoba de maíz de Guinea y trepado nuevamente al cielo en el humo oloroso de
una fogata que anuncia el frío, el tiempo dormido del árbol y la tierra.
El ferrocarril pasa por detrás de la casa
pero hubo de trepar hasta el otro verano, cuando volvieron las hojas y los
pájaros, para entrever el brillo furtivo de las vías cortando a trechos la
tierra. Ya había sentido el ruido, ese oscuro tumulto que agitaba el suelo
porque el árbol crecía tanto por arriba como por debajo. Por debajo era un
árbol húmedo de largas y húmedas ramas nacaradas que penetraban en la tibia
noche de la tierra. Por ahí vivía y sentía el árbol principalmente, por ahí su
día era un día del mundo, así de ancho y profundo, porque la tierra que
palpitaba debajo de él le enviaba toda clase de señales, era un fresco cuerpo
lleno de vida que respiraba dulcemente bajo las hojas y el pasto y sostenía
cuanto hay en este mundo, incluso a otros árboles con los cuales el viejo álamo
Carolina se comunicaba a través de aquel húmedo corazón. Al este, por donde
nace el sol, había un bosque. Lo divisó una mañana con sus ojos verdes más
altos y todas sus hojas temblaron con un brillo de escamas. Era un árbol más
grande, el más grande y formidable de todos. Al caer la tarde, con el sol
cruzado barriendo oblicuamente los pastos que parecían mansas llamitas, los árboles
aquellos ardieron como un gran fuego. Por la noche, el álamo apuntó una de sus
delgadas ramas subterráneas en aquella dirección y recibió la respuesta. No
era un árbol más grande, era un bosque, es decir, un montón de ellos, tierra
emplumada, alta y rumorosa hermandad.
¿Por qué no estaba él allí? ¿Por qué había
nacido solitario? ¿Acaso él no era como un resumen del bosque, cada rama un
árbol? Todas estas preguntas le respondió el bosque, sus hermanos, noche a
noche. Esta y muchas otras porque a medida que se ponía viejo, en medio de
aquella soledad, se llenaba de tantas preguntas como de pájaros a la tardecita.
Los árboles no duermen propiamente, se adormecen, sobre todo en invierno
cuando las altas estrellas se deslizan por sus ramas peladas como frías gotas
de rocío. Es entonces cuando sienten con más fuerza todas aquellas voces y
señales de la tierra. Los animales de la noche salen de sus madrigueras y roen
la oscuridad, un pájaro desvelado vuela hacia la luz de una casa, un bulto
negro trota por el camino, los grillos vibran entre los pastos como cuerdas de
cristal, un perro aúlla en la lejanía, el hombre se da vuelta en la cama y
piensa cuántas fanegas dará el cuadro de trigo. En este mismo momento, en esta
noche tan quieta, la semilla está trabajando ahí abajo, el árbol la siente
germinar, siente su pequeño esfuerzo, cómo se hincha y se despliega y recorre,
pulgada por pulgada, el mismo camino que ha trazado el deseo del hombre, que ha
vuelto a dormirse y sueña con una suave marea de espigas amarillas.
Y fue por ahí, por la tierra, que el árbol
tuvo noticias del ferrocarril cuando un día sintió ese tumulto que subió por
sus raíces. Tiempo después, luego de divisar la morada del hombre, vio por fin
aquella alocada y ruidosa casa que con chimenea y todo corría sobre la tierra,
y supo por ella que además de los pájaros gran parte de cuanto vive se mueve de
un lado a otro y el viejo álamo, que entonces no era tan viejo pero sí árbol
completo, sintió por primera vez el dolor de su fijeza. Él sólo podía ir hacia
arriba trazando un corto camino en el cielo y al comienzo del otoño volar en
figura según el viento en la trama de sus hojas. En cierto momento, después de
la casa, el tren se transportaba entre sus ramas y a veces el penacho de humo
llegaba hasta el mismo álamo. Esto dependía del viento, del cual, por
instrucción de los pájaros, el viejo álamo había aprendido a extraer otros
muchos sucesos. Según soplase, él agitaba sus hojas como verdes plumas y
simulaba temblorosos vuelos. El viento subía y bajaba en frescas turbonadas
por dentro de aquella jaula vegetal provocando, de acuerdo a la disposición del
follaje, murmullos y silbidos que complacían al árbol músico.
Todo esto se aprende con los años, un
verano tras otro, y luego para el árbol son materia de recuerdo en el invierno.
El invierno comienza para él con la caída de la primera hoja. Un poco antes
nota que se le adormecen las ramas más viejas y después el sueño avanza hacia
adentro aunque nunca llega al corazón del árbol. En eso siente un tironcito y
la primera hoja planea sobre el suelo. Así empieza. Después cae el resto y el
viento las revuelve, las dispersa, corren y se entremezclan con las hojas de
otros árboles, cuando el viejo álamo Carolina ya se ha adormecido y piensa
quietamente en el luminoso verano que, de algún modo, ya está en camino a
través de la tierra, por el tibio surco de su savia. La lluvia oscurece sus
ramas y la escarcha las abrillanta como si fuesen de almendra. Algunas se
quiebran con los vientos y el árbol se despabila por un momento, siente en todo
su cuerpo esa pequeña muerte aunque él todavía se sostiene, sabe que perdurará
otros veranos. Hasta que allá por septiembre memoria y suceso se juntan en el
tiempo y un dulce cosquilleo sube desde la oscuridad de la tierra, reanima su
piel, desentumece las ramas y el viejo álamo Carolina se brota nuevamente de
verdes ampollas. El aire ahora es más tibio y el hombre, al que observa desde
el brote más alto, recorre el campo y espía las crestitas verdes que acaban de
aparecer sobre la tierra.
Para mediados de octubre el viejo álamo
está otra vez recubierto de firmes y oscuras hojas que brillan con el sol
cuando la brisa las agita a la caída de la tarde. El sol para este tiempo es
más firme y proyecta sobre el suelo la enorme sombra del árbol.
Fue en este verano, cuando el sol estaba
bien alto y la sombra era más negra, que el hombre se acercó por fin hasta el
árbol. Él lo vio venir a través del campo, negro y preciso sobre el caballo sudoroso.
El hombre bajó del caballo y penetró en la sombra. Se quitó el sombrero
cubierto de tierra, después de mirar hacia arriba y aspirar el fresco que se
descolgaba de las ramas, y se quitó el sudor de la frente con la manga de la
camisa.
Después el hombre, que parecía tan viejo
como el viejo álamo Carolina, se sentó al pie del árbol y se recostó contra el
tronco.
Al rato el hombre se durmió y soñó que era
un árbol.
Tigre, mayo de 1974.
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