LOS TRENES DE LOS MUERTOS
El rápido a Bahía Blanca arrastró al
hijo del capataz de la cuadrilla que reparaba las vías. Era un hombre triste
desde la muerte de su mujer; con esto se dio a beber.
El hijo estuvo un mes como dormido.
Cuando volvió a su casa no era el mismo.
Rengo. Pero sobre todo ausente.
Se entregó a encender pequeñas
fogatas.
Las alimentaba de día, de noche.
A veces levantaba los brazos dando un
grito.
Una tarde, su padre llegó del
almacén y se puso a llorar. ¿Qué hacía con esos fuegos, por Dios Santo?
Causaban la compasión de los vecinos.
A la hora del accidente, dijo el
niño, vi los trenes de los muertos.
Cruzándose como rayos sobre el mundo. Unos
venían y otros iban y otros subían o bajaban sin dirección y sin destino. Vio
en las ventanillas las caras de los muertos de este mundo. Lívidas caras con
sonrisa, caras dobladas. Caras sujetas por telas que asfixian, manos que
cuelgan, pelos de colores, electricistas, amas de hogar, sacerdotes,
presidentes de compañías. Muertos en vida. Pómulos cubiertos de polvillo de
hueso. Zarandeándose.
Vio conocidos. Vecinos.
En trenes que refulgían como
fantasmas que se levantan de pantanos. A cabezadas, rizos contra los vidrios,
sin pedir ayuda, sin desearla. En una noche permanente, los trenes sin voz ni
silbato, cruzándose. Sin señales, sin orden.
Se superponían, se sucedían, se cambiaban.
Nadie los oye ni los ve, volando en
todas partes sobre el mundo.
El dolor que había visto era alegre
junto al dolor en esos trenes. Vio, como si los tocara, que el frío congelaba a
esos viajeros, igual que a los que duermen para siempre en los Andes. Y dentro
de esos témpanos los ojos llamaban sin llamado.
Ponía señales para eso. Para los trenes de
los muertos.
Sara Gallardo (Buenos Aires, 1931-1988).
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